Secuelas políticas del terremoto
Octavio Rodríguez Araujo
La Jornada 5 de Octubre de 2017
Una cosa es el enojo social contra el gobierno federal y
varios gobiernos locales, con motivo de los sismos, y otra que dicho enojo sea
necesariamente racional.
Ya he escrito en estas páginas sobre la
irresponsabilidad y las mentiras de muchos de los que opinan en las redes
sociales y de la influencia que tienen en sectores poco politizados de la
sociedad. Como consecuencia de los terremotos mucha gente ha creído que la
sociedad, por sí sola y sin la concurrencia de las instituciones
gubernamentales, puede no sólo atender las necesidades de los damnificados sino
incluso reconstruir las poblaciones dañadas. Ha resurgido, como en 1985, la
idea de que la sociedad puede prescindir de los gobernantes y de los partidos.
Y se olvida que muchas de las organizaciones sociales que surgieron en aquel
entonces desaparecieron pronto o pasaron a formar parte de partidos políticos,
unos nuevos y otros ya existentes.
Ser antigobiernista sólo porque sí, es
tan poco inteligente como quitarles a los gobiernos la responsabilidad de
atender a mediano y largo plazos las necesidades de los damnificados de los
terremotos y la reconstrucción de miles de edificios dañados. Ya, en estos momentos,
conviene decirlo, los apoyos sociales a los damnificados han disminuido
considerablemente pues fueron movidos por la euforia altruista espontánea y no
por la planificación institucional de quienes saben que las necesidades de la
población afectada no se resuelven en 10 o 15 días de dádivas por más que hayan
sido de muy buena voluntad. Si los gobiernos se olvidan de las víctimas de
fenómenos naturales, como ha ocurrido en México y en otros países, más olvida
la población común no afectada directamente y que, pasado el entusiasmo, tiene
que regresar a cuidar de sí misma y su sustento, regresar a la vida cotidiana.
Los gobiernos, incluso los permeados por la corrupción, suelen ser más útiles
que quienes se lavan la conciencia con donaciones en dinero que en unos días
serán gastadas, desviadas o jineteadas por instituciones públicas o privadas de
escasos escrúpulos. La ecuación es muy simple, ningún particular tiene tantos
recursos como los gobiernos y, en caso de que los tenga, normalmente no los
gastan en donaciones que, a lo más, les reducen impuestos.
Al final, hasta los anarco-zapatistas
terminan por darse alguna suerte de gobierno, y también las cooperativas y los
barrios, por una razón sencilla: alguien tiene que tomar las decisiones del día
a día y dejar, en el mejor de los casos a la comunidad, las trascendentes y de
grandes repercusiones. Incluso quienes postulan el famoso mandar
obedeciendo (que no es original de los zapatistas) supone que alguien
manda, de preferencia obedeciendo; obedeciendo el mandato popular, que es en
teoría uno de los tipos de representación política de cualquier democracia.
La ilusión de la autogestión social,
generada por fenómenos trágicos como los terremotos, hace propicia la demagogia
de los partidos políticos que en México han planteado le disminución (en
distintas proporciones) de sus gastos de campaña y de operación. No es
descabellada del todo dicha propuesta, pero sí exagerada para los que han
llegado a decir que prescindirán de 100 por ciento o monto semejante del financiamiento
público. Todos sabemos que los procesos electorales en nuestro país son muy
costosos, y hasta más que en algunas naciones de mayor desarrollo que México.
Pero también sabemos que los gastos de campaña de partidos y candidatos tienen
un costo y que éste es inevitable por mucha austeridad que se quiera tener. Si
no se recurre al financiamiento público, que se compone de nuestros impuestos
organizados para ese fin, tendría que echarse mano del financiamiento privado,
como era antes de la reforma electoral de 1977 y como sigue siendo, por
ejemplo, en Estados Unidos. ¿Los enemigos del financiamiento público y de las
instituciones gubernamentales tienen idea del origen y las condiciones
impuestas por el financiamiento privado a los partidos y sus candidatos? Hay
evidencias suficientes, en México y en otros países, de
la inversiones del narcotráfico en los procesos electorales y en los
compromisos inherentes a este tipo de financiamiento. Esto no puede ignorarse,
así como tampoco que los gobiernos de un cierto partido sueltan dinero a sus
candidatos, normalmente bajo el agua, para triunfar sobre la oposición o para
que una supuesta oposición gane sobre otras menos afines a los intereses
defendidos.
Quienes se han expresado en contra del
financiamiento público, que es un avance considerable en nuestra democracia
electoral, ignoran o parecen ignorar que, a diferencia del privado, el público
está supervisado desde que se autoriza hasta su obligada demostración por cada
uno de los partidos y sus candidatos. Los recursos privados, especialmente los
de origen ilícito (venta de droga, blanqueo de dinero, etcétera), en cambio, se
cuelan sin comprobante alguno. Lo que vimos en las elecciones de 2012 y en la
más reciente en el estado de México, seria poca cosa comparada con lo que
ocurriría si las elecciones dependieran más del financiamiento privado
excluyendo parcial o totalmente el público.
Ser antigobiernista, antipartidos y
antipolíticos, así como confiar ciegamente en la sociedad como factótum de la
vida y desarrollo de un país, es como creer que la sociedad está formada sólo
por gente buena y que los pillos no existen o sólo están en el gobierno y la
política.
No, de lo que se trata es de vigilar a
los gobiernos en sus ingresos y gastos, exigir transparencia en su gestión,
demandar el fin de los privilegios y la impunidad de los malos funcionarios
públicos, auditarlos; también exigir la revocación del mandato si no cumplen
con sus tareas legales; ejercer el derecho a juicio político por corrupción o
malversación de fondos, etcétera. Y, por supuesto, disminuir el costo de los
procesos electorales comenzando por los sueldos de los funcionarios encargados
y del monto de las prerrogativas públicas a los partidos, sin prescindir de
éstas ya que, además, como bien dijera Diego Valadés, sería inconstitucional y
atentaría contra su naturaleza pública.
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