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martes, 28 de febrero de 2017

Sociedad civil y partidocracia en la hora mexicana
Luis Hernández Navarro
La Jornada 28 de Febrero de 2017
Se ha vuelto costumbre que, en nombre de la sociedad civil mexicana, individuos prominentes, organizaciones no gubernamentales y asociaciones filantrópicas busquen fijar las políticas públicas o establecer la agenda política nacional. Unos dicen defender la calidad de la educación, otros luchar contra la corrupción gubernamental y algunos más garantizar la seguridad pública.
Lo hacen asumiéndose no como lo que son, individuos y grupos de poder, sino como si fueran representantes de la sociedad. Aunque nadie los ha nombrado mediadores ante el Estado, se presentan como si lo fueran. Para ello echan mano de un truco de prestidigitación: investirse de una supuesta superioridad moral por el simple hecho de no participar en partidos políticos.
Sin embargo, muchos de esos autonombrados representantes de la sociedad civil son, sin más, grandes empresarios con derecho de picaporte en las recámaras del poder. Y sus asociaciones, envueltas siempre en las banderas de lo ciudadano y el bien común, no son más que grupos de presión de intereses privados, que atavían su vocación gerencial con el disfraz de un supuesto mandato ciudadano de delegación del poder. Pero, aunque quieran camuflarse de sociedad civil, el verdadero ADN de organismos como Mexicanos Primero o Mexicanos contra Corrupción es, esencialmente, ser instrumentos de la patronal.
No se trata de un hecho exclusivamente mexicano, sino de un modelo exportado hace años desde Estados Unidos. En la era de la generación de los millennials , este travestismo empresarial/ciudadano es tan importante que poderosas marcas trasnacionales como Nike publicitan sus productos y servicios reivindicando el activismo social contestatario (https://goo.gl/qhNdJ9).
De la misma manera, en México, varios autodesignados abanderados ciudadanos son directivos o funcionarios de ONG. De entre ellos, no son pocos quienes han ocupado puestos en agencias gubernamentales de desarrollo y, al perder la chamba, han regresado a las filas de la sociedad civil.
Otros más, como el gobernador de Nuevo León, Jaime Rodríguez Calderón, El Bronco (que llamó a no leer periódicos e informarse por Facebook), o el senador Armando Ríos Piter se presentan con la camiseta de independientes y ciudadanos, cuando toda su vida han hecho política en partidos (y saltado de uno a otro).
Sobre todo a partir de 1985, el concepto de sociedad civil sirvió para que se identificaran a sí mismos un conjunto de actores no partidarios y no empresariales, enfrentados al Estado autoritario. Surgió de la confluencia de sectores de la intelectualidad crítica y el descontento social. Una parte de esos actores impulsó un nuevo asociacionismo que dio vida a centenares de ONG, financiadas y apoyadas por la cooperación internacional.
Esa sociedad civil elaboró una agenda con dos ejes centrales: la construcción de una ciudadanía ampliada y una nueva forma de inserción en el espacio público basada en la más amplia participación ciudadana en las instituciones gubernamentales. Ambas se resumían en una idea fuerza: la promoción del desarrollo popular.
Aunque en su origen fue muy relevante la experiencia de las pastorales católicas progresistas, a raíz de los sismos que sacudieron la ciudad de México se amplió su espectro ideológico. En los hechos, se formó un variopinto archipiélago asociativo en que se inscribieron lo mismo académicos dedicados a dar transparencia y certidumbre a los procesos electorales que movimientos por la liberación de la mujer o la defensa del ambiente o defensores de derechos humanos.
Sin embargo, esa sociedad civil ya no es lo que era. Parte relevante de su protagonismo, capacidad de articulación de intereses e impacto en la arena pública fue cooptada por el extensionismo de los grandes empresarios, que dejaron la filantropía para hacer política camuflados de ciudadanos.
Simultáneamente, dentro de las filas de la sociedad civil se produjo un fenómeno simultáneo de aggiornamento y de pobrización, de integración a la política institucional y radicalización de la confrontación social. Los intelectuales han perdido mucha de la influencia y prestigio de los que disfrutaban. No son hoy capaces de movilizar las fuerzas de la convicción y la razón.
Hoy, algunas ONG siguen insistiendo en que se les reconozca como representantes de un campo que, por definición, es irrepresentable. No son pocos los funcionarios de esas ONG que se han convertido en políticos profesionales. Y, en no pocas ocasiones su aspiración de influir en las políticas públicas culminó con su asimilación al sistema.
Ahora, de cara a los comicios de 2018, al menos una parte de ellos se propone ir más lejos. Poco importa que carezcan de base social. Llaman a combatir a la partidocracia (en la que ven el origen de todos los males), a luchar contra el pacto de impunidad de las élites y a postularse como candidatos independientes a puestos de elección popular. Pero, más allá de los deseos, la realidad les ha propinado varios descalabros. El fracaso de #VibraMéxico y #AhoraONunca da cuenta de la brecha existente entre lo que creen ser y lo que realmente son.
Coincidente con el proceso de aggiornamento de buen número de ONG, ha emergido en el país una multitud de movimientos plebeyos y clasistas, y de protestas –como la que sigue enfrentando el gasolinazo­– que, sin ser propiamente movimientos, expresan un enorme descontento y rencor social, y una formidable potencia transformadora. Acosados por el despojo de sus tierras, territorios y recursos naturales, y por la inseguridad pública y la represión, sus integrantes, muchos de ellos parte de los pueblos indios del país, no han dejado de luchar un solo momento durante todos estos años. Es en esos movimientos, y en los pueblos indios, donde están las bases para realmente acabar con la partidocracia, refundar la nación y resistir la embestida imperial de nuestro vecino del norte, que hoy tiene el rostro de Donald Trump, pero que va mucho más allá de él.

Twitter: @lhan55

domingo, 26 de febrero de 2017

TRUMP-BANNON O LA DECONSTRUCCIÓN DEL SISTEMA

Las intervenciones de Donald Trump y de su principal asesor Stephen Bannon en la reunión de CPAC (Conservative Political Action Conference) reflejan las verdaderas intenciones y objetivos de esta dupla, que pretende salvar al capitalismo estadounidense de las contradicciones que lo han debilitado con el paso del tiempo, mediante un “regreso al pasado”; es decir a los Estados Unidos de los años 50 del siglo XX (otros dirían que a los Estados Unidos de principios de dicho siglo); y para lo cual tienen que desmontar las estructuras e intereses que durante los últimos 70 años han dominado la política, la economía, las fuerzas armadas y al entramado social estadounidense.
Si bien Bannon en algún momento, durante su participación habló de “deconstruir” al sistema, haciendo uso de un concepto enunciado originalmente por el filósofo alemán Martin Heidegger, pero desarrollado por el pensador francés Jacques Derrida, relativo principalmente a la significación de las palabras y enunciados en obras literarias; su intención real fue enviar un mensaje a las bases de apoyo de Trump, en relación a que el aparente caos que ha envuelto a la administración actual, con sus declaraciones contradictorias, ordenes ejecutivas al por mayor y descalificaciones de diversas instituciones y actores políticos nacionales y foráneos, tiene una “lógica” profunda.
Esta “lógica” es crear confusión, incertidumbre en los adversarios de Trump (internos y externos), para descolocarlos, hacerlos sentir inseguros en sus posiciones actuales, sin saber cuándo, cómo, dónde y porqué vienen los ataques (verbales o en políticas públicas) de parte de la administración Trump; y de esa manera lograr avances en el verdadero objetivo que es desbaratar el poder de ciertas élites económicas y políticas, que han dominado a la superpotencia desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, pero especialmente desde el fin de la Guerra Fría; y substituirlas por otra parte de las mismas élites que habían venido perdiendo terreno en los últimas 25 a 30 años.
De ninguna manera se pretende que Estados Unidos pierda su hegemonía mundial, aunque existe el riesgo de que eso ocurra, como le sucedió a Gorbachov en la URSS, quien intentando salvar al “socialismo en un solo país”, acabó destruyéndolo (recordando la propuesta original staliniana, que después Stalin mismo abandonó para expandir el comunismo, a partir de 1945).
Así, Trump y Bannon pretenden concentrar las fuerzas de la superpotencia en recuperar un crecimiento económico robusto; evitar una mayor caída en el nivel de vida de las clases medias, golpeadas por la acumulación de capital en la cúpula del sistema; mantener una especie de statu quo en el sistema internacional, en donde Estados Unidos ya no sea el único policía, sino que pueda distribuir mejor la carga entre sus aliados y vasallos; y mientras se recupera económicamente, mantener una ventaja sustancial en materia militar sobre el resto de sus adversarios (básicamente Rusia, China, Irán y Corea del Norte), con objeto de disuadirlos de iniciar aventuras expansionistas a costa de la hegemonía estadounidense.

El problema radica en que para minar el poder de las élites beneficiarias del orden de la posguerra fría, esto es, el complejo militar-industrial, Wall Street, Silicon Valley, los grandes medios de comunicación, Hollywood y el establecimiento político de Washington; forzosamente tiene que apoyarse en una parte de esas mismas élites.
Así, Trump está rodeado de ex ejecutivos de Goldman Sachs (Cohn, Manuchin y el propio Bannon), la principal depredadora del sistema financiero mundial y una de las artífices del mega fraude-colapso de septiembre de 2008; lo mismo puede afirmarse en relación a las corporaciones del complejo militar-industrial que ahora van a recibir un impulso enorme con lo que Trump llama masiva reconstrucción del poder militar estadounidense (“para que nadie se meta con nosotros”), lo que de alguna forma es un soborno a esta poderosa maquinaria política y económica, con objeto de que no presione para más guerras e intervenciones en el exterior; a cambio de lo cual, de todas formas van a tener contratos (por 30 años) para seguir “modernizando” el armamento nuclear, la fuerza aérea, la marina, el ejército, etc., pero sin necesidad de hacerlo a través de invasiones o bombardeos en distintas regiones del mundo.
Esto es, Trump pretende aplacar al monstruo industrial-militar con miles de millones de dólares de contratos multianuales, sin que ello signifique que el país tenga que embarcarse en guerras e intervenciones en el exterior.
Esa es la apuesta, pero que lo logre parece poco probable, en vista de que existen otros actores dentro del establecimiento político-militar estadounidense y entre sus aliados, que van a seguir clamando por más guerras permanentes en el exterior.
Estos son los neoconservadores, el lobby pro Israel, el gobierno de Netanyahu y el de Arabia Saudita.
Para estos actores su principal objetivo y preocupación es desmantelar a Irán, y a sus aliados Siria, Irak y el Hezbollah, pues Israel pretende “balcanizar” todo el Medio Oriente, y así eliminar a adversarios y posibles competidores de su hegemonía regional, en lo cual está respaldado por el lobby pro Israel estadounidense y por los neoconservadores; mientras que Arabia Saudita ve a Irán como su principal enemigo dentro del Islam, siendo ambos los líderes de las dos ramas principales de esta religión (sunníes y chiíes), por lo que va a seguir presionando para que Estados Unidos intervenga, de una u otra forma, para debilitar y en su caso “balcanizar” también a la teocracia iraní.
En este sentido, Trump pretende apaciguar a los israelíes entregándoles en bandeja de plata a los palestinos.
Así se pudo apreciar en la visita de Netanyahu a Washington en la que Trump prácticamente aceptó toda la narrativa israelí sobre dicho conflicto, y le dio “cheque en blanco” al gobierno israelí para que siga con la construcción de los asentamientos ilegales en territorio palestino, además de la represión y la discriminación contra este pueblo.
Trump cree que dejándole manos libres a Netanyahu (algo que de todas formas ha tenido siempre) con los palestinos, el lobby pro Israel y los neoconservadores lo dejarán en paz en relación a seguir interviniendo en el Medio Oriente. Y por supuesto, en esto se equivoca por completo.
Ni Netanyahu, ni sus aliados del lobby por Israel y los neoconservadores van a dejar de presionar para que Estados Unidos mande tropas para atacar a Irán y sus aliados, quizás con el pretexto inicial de ir a combatir al Estado Islámico (engendro creado por los servicios de inteligencia estadounidenses, británicos, israelíes y árabes); pero con la verdadera finalidad de dar por terminada la que ellos llaman “la creciente chií”[1] que va de Teherán a Beirut.
Así también, buena parte del establecimiento político-militar y de inteligencia estadounidense no pretende compartir su hegemonía con los rusos en Medio Oriente, en Ucrania o en Europa Oriental. Si bien Trump lo que pretende con los rusos es hacer una especie de “tregua” que le permita a Estados Unidos fortalecerse internamente de nuevo y especialmente asegurar su control frente a las élites adversarias; los miembros del establecimiento de Washington no están dispuestos a darle ese respiro, y saben que su única oportunidad de mantener el poder, es con un estado de “guerra permanente” ya sea contra el “terrorismo radical islámico”, contra Irán o más específicamente contra Rusia y China.
De ahí que se hayan intensificado todas las versiones, sin comprobar, de los supuestos contactos del equipo de Trump con operativos de inteligencia rusos y las presiones para que Trump no ceda ante Putin.
En lo que respecta a la economía, el rechazo de Trump a la globalización, a los tratados multilaterales y su predilección en firmar tratados bilaterales (en donde la asimetría de poder siempre favorecerá a Estados Unidos), refleja la enorme inseguridad en la que se encuentra una parte importante del aparato productivo de ese país, que aun siendo el principal motor de la globalización, refleja un gran temor de seguir dicha ruta, a riesgo de que numerosos sectores y empresas desaparezcan o sean absorbidos por unas cuantas grandes corporaciones.
Casi parece una revuelta como la que aquellos maestros, dueños de pequeños talleres con aprendices iniciaron contra la llegada de los adelantos tecnológicos durante la Revolución Industrial, a la que pretendieron detener destruyendo la nueva maquinaria que dejaba fuera del negocio a miles de personas.
Trump ha pretendido intimidar a grandes corporaciones (Ford, General Motors, Carrier, etc.), de no seguir relocalizando sus plantas fuera de Estados Unidos, a riesgo de que les aplique aranceles a sus productos cuando regresen al país.
Si bien ha tenido un éxito relativo, es factible que esta táctica de amedrentamiento no pueda durar mucho más, en vista de que el capital tiene una sola lógica, la ganancia, y si ésta política de Trump no se refleja en retornos aceptables para las grandes corporaciones, ninguna intimidación política evitará que siga el flujo de capital hacia donde mejor le convenga.
Por ello, la gran apuesta de Trump y Bannon, con su “nacionalismo económico” es que la disminución de impuestos y la eliminación de regulaciones, eviten la salida de más empresas al exterior y eventualmente llegue más inversión hacia Estados Unidos.
Sólo que esta política les brinde el nivel de retorno de capital que esperan las grandes corporaciones, podrá funcionar para reiniciar un crecimiento económico moderado de Estados Unidos (3 a 3.5%); de lo contrario, este punto puede ser la “gota que derrame el vaso” y que derrumbe el apoyo a Trump, aún entre sus bases más fanáticas.
En conclusión, Trump forma parte de las élites estadounidenses y varios de los nombramientos de su gabinete lo confirman; sin embargo, su proyecto es contrario a la de las élites globalizantes, ya que pretende establecer un freno, una pausa a dicho proceso globalizador, con el objeto de reordenar internamente a ganadores y perdedores de este proyecto; algo que las élites “ganadoras” no pretenden permitirle, por lo que están tratando de obstaculizarlo e incluso de sacarlo de la presidencia, antes de que logre avances en su objetivo y después sea más difícil confrontarlo.
El problema para el mundo es que esta lucha interna por la hegemonía, dentro de las élites estadounidenses, se refleja en olas de choque hacia el exterior que producen más inestabilidad e incertidumbre y que eventualmente puede desembocar en una crisis mundial de impredecibles dimensiones y consecuencias.

sábado, 25 de febrero de 2017

Trump’s taunts are stirring a level of nationalism Mexico hasn’t seen in years
  
The Washington Post
MEXICO CITY — Confrontation with the United States is so central to Mexican history there’s an institution dedicated to the trauma. It’s called the Museum of Interventions.  
Remember the Alamo? They do here — as the prelude to a string of defeats, invasions and territorial losses that left Mexico wounded and diminished, its national identity forged by grievance.  
The museum is housed in a former convent where Mexican troops were overrun by U.S. soldiers in the 1847 Battle of Churubusco. And for most of the three decades since the museum opened, its faded battle flags seemed like the stuff of buried history, an anachronism in an age of galloping North American Free Trade Agreement integration. 

But President Trump’s wall-building, great-again nationalism is reviving the old Mexican version, too. His characterization of tougher border enforcement and immigration raids as “a military operation” hit the nerve that runs through this legacy, undermining his aides’ trip to Mexico City this week and the message that relations with the United States remain strong.
Instead, the public outrage at Trump has sunk those relations to their lowest point in decades. It has inspired a campaign to boycott U.S. chains such as Starbucks and buy “Made in Mexico” products. Protesters marched in a dozen cities this month, carrying grotesque effigies of the American president. And Trump’s taunts have buoyed the poll numbers of 2018 presidential contender Andrés Manuel López Obrador, the left-wing populist Mexicans see as the figure most likely to fight back.
For Mexicans, the problem is not merely the wall. They know their country is poorer, more violent and less law-abiding than the United States. If Trump had announced plans for tougher border security, many Mexicans would have understood, even as they criticized him. 
But when they hear Trump boasting he will make Mexico pay for the wall, and the wild cheering in response, they recognize an unmistakable attempt to humiliate them. It is American nationalism at Mexico’s expense, and it stings in a deep, atavistic way, like a childhood bully coming back to beat you up again.  
“I’m proud of Mexico, and I love my country,” said Sergio Pacheco, 56, a mechanic who works for American Airlines. “He can have his wall if he’ll give us our territory back.”  
Pacheco was touring the Museum of Interventions for the first time. There were giant 1840s maps showing Mexico’s borders reaching into the Pacific Northwest.
President James K. Polk wanted that land. Mexico wasn’t selling, and fighting broke out. The United States declared war in 1846. 
U.S. troops sailed down from New Orleans a year later, then marched up the old conquistadors’ trail and brought Mexico to its knees. They stayed a year, forcing the country to sign away half its territory.  
Later came the occupation of Veracruz by the U.S. Navy in 1914, and the 1916 invasion by thousands of U.S. soldiers chasing Francisco “Pancho” Villa, the prototypical “bad hombre,” who had raided the border town of Columbus, N.M. 
The result of these encounters, according to Mexican historian Lorenzo Meyer, is that the two countries developed vastly different forms of nationalism. Mexico’s is a “defensive” one, he said, steeped in a sense of injustice and indignity, unlike the more belligerent northern version, of American exceptionalism and militarized Manifest Destiny.  
Pacheco never thought about this history much. But the diplomatic clashes of the past few weeks have left him “shocked.” He is a fan of American music and movies and the Super Bowl. For most of his lifetime, the two countries have been steadily growing closer.  
“We’ve always looked up to the United States,” he said. “Now, after all this time, we’re realizing that you don’t really like us.” 
New reality
President Enrique Peña Nieto has mostly tried to accommodate the new reality, challenging Trump’s proposals in restrained, diplomatic language. He has offered a more forceful response only when he felt he had no choice, such as when he canceled a trip to Washington after Trump tweeted that the Mexican leader should stay home if he wouldn’t pay for the wall.  
Mexicans, too, are divided about what to do. This month, protesters held two marches in the capital. Both were anti-Trump, but one was also a demonstration against the deeply unpopular Peña Nieto, whom organizers view as a Trump-enabler. Others, including tycoon Carlos Slim, are calling on Mexicans to close ranks behind their president, because the whole country is under attack. 
An irony of the spat with Peña Nieto is that he has already paid a steep political cost for enacting controversial energy changes favored by American companies. He has opened Mexican oil and gas development to greater foreign investment, but that has only led to higher prices for angry Mexican consumers and lower poll numbers for him. 
The last time the country was so open to U.S. investment, during the Gilded Age dictatorship of Gen. Porfirio Diaz, Mexican resentment of the government boiled over into revolution. The country eventually adopted steep tariffs that limited trade for decades.
Mexican President Lazaro Cardenas nationalized the holdings of Standard Oil and other foreign companies in 1938, infuriating the firms but delighting Mexicans. In a show of patriotism, thousands of Mexican women came to a central square in Mexico City offering money, wedding rings and livestock to pay back the companies back.
“I grew up in a country where you were taught in obligatory history textbooks that the United States was the enemy, the country that stole half our land and the country of the ‘Ugly American,’ said Denise Dresser, a prominent Mexican political scientist whose father was a U.S. citizen.
She helped organize the march this month that was also against Peña Nieto and his Institutional Revolutionary Party (PRI), which ruled the country from 1929 to 2000 and cast itself as the heroic defender of Mexican dignity.
Mexico was a relatively closed, insular society for most of those years, but as more and more Mexicans came into contact with the world through television and mass migration to the United States, nationalism was transformed.
Mexican workers returning home also broke down the old divisions. “They brought back a view of the United States as a tolerant, upwardly mobile place, and began to demand rights back home that they saw in the United States,” Dresser said. 
“That created a virtuous cycle, and a new sense of identity constructed not in opposition to the U.S., but in favor of North America,” she said.
But in Trump’s taunts many Mexicans hear confirmation of their deep-seated suspicion that Americans still don’t value and respect them.
Trump’s comments are forcing a re-examination of Mexico’s relationship with the United States, from its intricate commercial and industrial ties to deepening cooperation with U.S. law enforcement. New legislation in Mexico’s senate would halt imports of American corn, which have grown from $390 million to $2.4 billion annually since the advent of NAFTA, in 1994.
NAFTA is not the natural, default setting of U.S.-Mexico relations. It is an attempt to transcend the mistrust and bitterness of the past.  
The agreement took an aspirational view of U.S.-Mexico ties. It recognized the two countries were significantly different. But it treated Mexico essentially as an equal partner, along with Canada, in creating a prosperous, democratic and collaborative place called “North America,” quieting the skeptics who insisted Mexico didn’t belong there.  
Since NAFTA took effect, annual U.S.-Mexico commerce has increased from $80 billion to $550 billion. And as trade barriers fell, Mexico’s defensive nationalism did, too.
But as American factory jobs moved south, NAFTA dealt a blow to the latent notions of U.S. nationalism built on postwar-era industrial pride.
Trump’s “America First” worldview restores the idea of industrial products as vessels of patriotism. But it has left Mexicans baffled by the claim their country is taking advantage of the United States through NAFTA. Mexican workers earn a small fraction of what their American counterparts make, and the trade partnership is overwhelmingly driven by U.S.-based Fortune 500 companies. Mexican cities have filled with U.S. chain stores and restaurants, not the other way around. 
In the chants of “Build the Wall!,” Antonio Garza, a former U.S. ambassador to Mexico, sees the return of the “animal spirits” that once soured relations between the two countries. But Garza, who served from 2002 to 2009 under President George W. Bush and now works as an attorney in Mexico City, said he’s seen something different in the resurgent nationalism on Mexico’s streets.

This time, it has a singular focus. “It’s directed at Trump,” he said, “not the United States.”

viernes, 24 de febrero de 2017

El muro y la palestinización mexicana
Maciek Wisniewski *
La Jornada 24 de Febrero de 2017
Mientras la mayoría de voces en torno al escandaloso tuit de Benjamín Netanyahu en el que aplaudía a Donald Trump por querer construir-expandir el muro en la frontera con México [El presidente Trump tiene razón. Construí un muro en la frontera sur de Israel. Detuvo la migración ilegal. Gran éxito. Gran idea (@netanyahu, 28/1/17)] se centraban en lo ofensivo que resultaba para los mexicanos o en las características de los muros en cuestión –más allá de la casuística, ninguno de los dos muros israelíes se salva: el de Cisjordania (ilegal a la luz del derecho internacional) no es por seguridad sino por colonialismo-despojo de tierras, y el de Egipto no es por migración sino por racismo (972 Magazine, 3/2/17)–, desapercibida quedaba la manera en que este gesto, lejos de ser un accidente, se inscribía en una oscura constelación de ideas compartida por ambos políticos, que revela y confirma a la vez:
• perturbadoras afinidades ideológicas entre ellos y sus campos (con viejos antecedentes);
• similares patrones de racismo y xenofobia (en las que México y Palestina se vuelven intercambiables);
• y preocupantes mutaciones ideológicas por las que pasa EU (emulando a Israel).
Primero: es un hecho que trumpismo y sionismo comparten hoy las mismas tendencias tribales, exclusivistas, racistas y supremacistas, estando en la vanguardia mundial de erigir los muros. Aunque la simultánea presencia en la administración de Trump de sectores antisemitas (Bannon) y pro sionistas (Kushner/Friedman) puede parecer sorprendente, no es ninguna contradicción (Forward, 19/2/17). Históricamente ambas ideologías compartían fines, enemigos, criterios políticos y odios comunes [concentración de judíos en un solo lugar (Israel); izquierda-comunismo; etnonacionalismo; diversidad]. Ambas tienen una larga –previa al Holocausto– historia de colaboración [el sionismo revisionista de Zeev Jabotinsky (1880-1940), tachado por comunistas judíos, bundistas y la izquierda sionista de fascista (¡sic!) y del cual Likud, el partido de Netanyahu –cuyo padre fue secretario de Jabotinsky– se dice heredero, flirteaba con fascistas polacos, italianos y con los propios nazis (Lenni Brenner, Zionism in the age of dictators, 1983, 334 pp.)]. Richard Spencer, líder de la alt-right y gran fan del muro, admira al sionismo por su afán de “mantener la ‘homogeneidad racial’ y la mayoría blanca” y apunta a las políticas racistas del Estado de Israel como el ejemplo de una necesaria limpieza racial en EU (CNN, 6/12/16) y la creación un etno-Estado (Forward, 7/12/16).
Segundo: el uso de la figura de un mexicano por Trump desde luego evoca el clásico truco fascista de culpar de las enfermedades en la sociedad a un agente externo y ofrecer una rápida solución sanativa: su expulsión-exterminación. Pero hoy ya no es el judío quien funge de sistémico chivo expiatorio, sino un musulmán. La judeofobia ya fue sustituida sistémicamente por la islamofobia y ésta es el verdadero antisemitismo de Trump, por lo que los mexicanos no son sus judíos, sino sus musulmanes. Así se percibe mejor la dimensión de la palestinización de México, reflejada en: a) reiteradas alabanzas de Trump al muro israelí, una solución que funciona [¡sic!] y es reproducible acá ( Página12, 8/2/17; The Guardian, 26/9/16); b) la manera en que un “migrante/delincuente/ narco” resulta intercambiable con un terrorista y un indocumentado (mexicano) representa la misma amenaza que un refugiado (palestino); y c) la medida en que todos estos muros –más allá de sus fines prácticos– responden a las mismas ansiedades de las sociedades de sus países. Dichas analogías no son ajenas al propio Netanyahu, que desde un ángulo muy diferente y desde hace tiempo viene asegurando que los palestinos son para los israelíes lo que los mexicanos para los estadunidenses [una bomba demográfica a desmantelar], paralelo que (ab)usaba para torpedear la creación de un Estado palestino arguyendo que “si surgía uno en Cisjordania, los mexicanos iban a querer un ‘segundo México’ al sur de EU” [¡sic!] (véase su libro: Durable peace, 2000, p. 164-165), destapándose así ya no solo como islamófobo, sino también como mexicanófobo que odia a todos los morenos que quieren convertir a los blancos en una minoría, sea en Galilea o Texas ( 972 Magazine, 27/11/14).
Tercero: el reverso natural de la palestinización de México es la israelización de EU (reflejada en el muro mismo planeado con empresas israelíes), un buen término para hablar de los cambios bajo Trump, que alude al proceso de degeneración política por el que desde hace tiempo pasa Israel, que abarca fundamentalización (S. Sand), fascización (M. Warschawski) y Gleichschaltung (U. Avnery) [y eso sin hablar del colonialismo, racismo institucional, apartheid de facto y medidas antimigratorias mucho más severas que las de Trump –véase: The Independent, 30/1/17–, que curiosamente nunca han preocupado ni indignado tanto al mainstream liberal como el tuit sobre México].
El Muro de Hierro es una clásica figura del pensamiento sionista. Acuñada por Jabotinsky (1923), nació como una estrategia negociadora.
Según él, los árabes no iban a permitir así no más la erección de un Estado judío en Palestina, así que había que construir primero un considerable poderío militar (fase I) y solo después –desde la posición de fuerza– hablar con ellos (fase II).
Resulta paradójico que es la ultraderecha israelí la que bastardeó la fórmula de su principal ideólogo.
Ariel Sharon, edificando el muro en Cisjordania, convirtió la metáfora en una triste realidad (véase: Avi Shlaim, Israel and Palestine, 2009, p. 291), y Netanyahu –que de su homólogo estadunidense recibe lo que quiere: mano libre en expandir los asentamientos ilegales y marcha atrás a la solución de dos estados (Electronic Intifada, 15/2/17)– nunca tuvo la voluntad de moverse hacia la fase II.
Según algunos el muro de Trump –alias el Negociator (Slim dixit)– es pensado como un argumento de fuerza para las futuras negociaciones con México (TLCAN).
Lo más probable, sin embargo, es que el muro, o incluso –si nunca llega a concretarse– su solo espectro, le servirá (igual que el suyo le sirve a Netanyahu) para ir alargando ad infinitum la fase I, alimentando el conflicto permanente.
*Periodista polaco

Twitter: @MaciekWizz

jueves, 23 de febrero de 2017


Moscow. Counterpunch.org
 FEBRUARY 21, 2017
The first weeks of Trump’s presidency did not resemble honeymoon normally enjoyed by newly elected leaders of the United States. The severity and aggressiveness of the debate is unprecedented. Liberals threw at Trump all of their hatred, while the conservative public – all of its delight. Opinions in Russia are split roughly along the same lines as they are in America.
The situation on the Left is much more complex. While some repeat, like well-trained parrots, the talking points of liberal propaganda, passionately quoting the CNN and the New York Times, the others, exhibit at least some schadenfreude about the disintegration of Democratic Party, and the collapse of free trade agreements. However, even in the last case, the discussion, with a few exceptions, does not go beyond the question of whether we like or do not like the 45th president of the US and his decisions.
Assessments of Trump’s personality, and even actions, are the last thing we need if we are to understand the perspectives of his term as a president of the US. We would be much better served by an analysis of the processes unfolding before us. Meanwhile, the decisions the new president made so far are a clear evidence of the contradictory character of his policies. Trump and his entourage, perhaps, did not realize the extent of the problem yet, but future course of events will force them to do so.
Wavering of Senator Bernie Sanders, who expresses approval of the decisions of the White House one day, while unleashing a fierce criticism the very next, is revealing in its own way.
In fact, a number of actions and statements by Donald Trump put him on par with the anti-globalists who protested in Seattle in 1999.
But his other decisions and statements unequivocally portray the president as not just a conservative, but as an ardent supporter of the free market and liberal economic doctrines.
On the one hand, Trump cancels Trans-Pacific Partnership agreement and insists on revising NAFTA, the embodiment of neoliberal principles. He berates NATO, talks about Canada-style public health insurance, calls for lower drug prices. President meets with trade unionists at the White House and discusses joint efforts to create jobs. But on the same day, President cancels restrictions and regulations governing the activities of the major Wall Street banks, while negotiations on the price control of medicines turn into promises to lower taxes for manufacturers.
The nomination of Betsy DeVos as a head of the Department of Education is a complete scandal. And not only because of her conservative views, but also because the lady who was put in charge of the public schools, is in a sharp conflict with the professional community – how does this fit in with the promise to return power to the people?
It is most likely, though, that from Trump’s point of view, there is no contradiction. Yes, Betsy DeVos and teachers experience mutual hatred, but on the other hand, she is in agreement with the most ignorant part of parents, who are confident that the less children learn in school, the better it is for them.
President, like most of his voters, does not believe in global warming, but he believes in free markets and low taxes. At the same time, he believes that the US domestic market should be protected from unfair foreign competition. Simply speaking: liberalism for “our own” protectionism for the “strangers”.
This is exactly how American capitalism was developing in the first third of the twentieth century!
Alas, the times have changed. Transnational capital, formed by the end of the twentieth century, has changed the rules of the game not only globally, but also at the internal market. These new rules brought the world to the current systemic crisis. The collapse of the neo-liberal world order is a spontaneous and natural process, generated by its own self-destructive logic, and not by the ideological views of anti-globalists or Trump. This process of decay has begun long before the arrival of the current President in the White House. The victory of Trump is itself a consequence of the crisis, which has already fully unfolded and penetrated into all pores of the society. To the dismay of liberal intellectuals in London, Moscow and New York, this decay is irreversible. In 2016, politics has finally synchronized with the economics.
The principal difference between the 45th US president and his liberal opponents is not that he does not believe in globalization, but that he is aware of its collapse, and therefore does not attempt to save the crumbling system, but seeks to build a new policy which would take the new reality into consideration. The question is: which direction this policy will take.
If the collapse of the old system is, to some extent, a natural process, at least at the economic level, the formation of a new social order does not happen automatically. As a consequence of his intent to reconsider the rules of the game, Trump is faced with the need to introduce his own positive program. And here he inevitably faces the objective contradiction between the interests of different social and economic groups which see the necessity of change.
Consistent implementation of protectionist policies intended to resore the internal market will not be effective without measures aimed at regulation and reconstruction of the US economy.
One may call for re-industrialization of the United States on the basis of market principles, but the nature of these principles objectively prevents them from resolving this problem. If the situation was different, not only the problem would have been already solved to a certain extent, but also Trump would probably not have had a chance to occupy the Oval Office at the White House.
Attempts to balance the budget at the expense of the import duties, while reducing taxes to encourage production without reducing profits of financial corporations and raise wages of workers without affecting the interests of entrepreneurs, sooner or later will lead US president’s policies to a logical impasse. It will be impossible to come out of it without making a political choice in favor of one party or another. Contradictions will only worsen as the government will have to make decisions on the matters of foreign policy, provoking disagreements and crises within the administration.
In fact, the contradictions of Trump’s policy reflect the contradictions within the broad cross-class coalition that brought him to the White House. No matter what the liberal pundits say, these were the votes of workers who brought him the victory. Not the so-called “white men”, but the working class, who openly and, largely, in solidarity, made a stand against the Washington establishment. To a large extent his election campaign reproduced the ideas and slogans of the Left. Republican candidate was supported by farmers, clerks and provincial intelligentsia. This really was an uprising of the forgotten and resentful provincial America against the spoiled people in California and the cosmopolitan officials from Washington, who comfortably exploit cheap labor of illegal migrants, against the liberal elite, who turned their back on their own country long time ago.
But Donald Trump is not a worker or a farmer. He and his entourage are very typical representatives of a medium size American enterprise which is tied to the domestic market and is in conflict with transnational corporations.
All groups that have supported him were equally offended and humiliated by the policies pursued by the metropolitan liberals and were interested in reconsideration of these policies. They all need protectionism. But at this point their unity ends. The interests of classes and groups, who led Trump to the White House, do not coincide in the positive part of the program.
On the one hand, the ability to unite a broad cross-class coalition around a single leader or a party has always been the main source of strength for the populist movements. On the other hand, the objective contradictions of class interests have invariably been their stumbling block. The long-term success, and often the physical survival of populist leaders have always depended on whether they were able to, by changing the configuration and maneuvering,  prevent the collapse of the block they lead. Would the leader be able to reshape it on the go, making a choice in favor of the correct forces at the right moment? Sooner or later the necessity will arise not only to side with one part of his supporters against the other, but also to sacrifice many of his political friends, and sometimes even the interests of his own class.
Donald Trump will inevitably face such choices. Not just a place of 45th president in US history, but also his personal fate, which has potential to be more than dramatic, depends on when, how and for whose benefit he will make these choices. The political and institutional crisis of American society has gone too far. The country is split, and the old order, for the restoration of which the Liberals are clamoring, is not only impossible to restore, but receives blow after blow every day. And the organizers of the liberal opposition campaign are themselves smashing the very public institutions, which they previously have relied upon for their power.
In order to get rid of Trump, they need a coup. Whether this scenario will be tried in the hard (force) or soft (impeachment) variant, it would be a major blow to the institutions of American democracy.
It can be assumed with a good reason that the historic mission of Trump is the destruction of the existing liberal order. The positive work will be performed by other politicians and social movements. But these movements and leaders will only form in the struggle that is unfolding today. And how that happens, depends on the fate of Trump and the reforms initiated by him.
Institutional crisis, undermining the existing two-party system in the United States and the dominance of the Washington establishment, creates prospects for the left to participate in serious politics. The sudden success of Bernie Sanders in the primaries in 2016 demonstrated the possible scale of the opportunities. But the Left would only be able to use these opportunities on one condition – if it does not allow the Liberal circles to transform them into political extras fighting to protect the dying order. Otherwise, they will go to the bottom together.

Boris Kagarlitsky PhD is a historian and sociologist who lives in Moscow. He is a prolific author of books on the history and current politics of the Soviet Union and Russia and of books on the rise of globalized capitalism. Fourteen of his books have been translated into English. The most recent book in English is ‘From Empires to Imperialism: The State and the Rise of Bourgeois Civilisation’ (Routledge, 2014). Kagarlitsky is chief editor of the Russian-language online journal Rabkor.ru (The Worker). He is the director of the Institute for Globalization and Social Movements, located in Moscow.

martes, 21 de febrero de 2017

¿A QUÉ SE ENFRENTARÁ OSORIO CHONG EN SU REUNIÓN CON JOHN KELLY?

Este 23 de Febrero los secretarios de Estado, Rex Tillerson, y de Seguridad Interior, John Kelly, llegarán a México para entrevistarse con sus contrapartes de Relaciones Exteriores, Luis Videgaray; y de Gobernación, Miguel Angel Osorio Chong, así como con el presidente Enrique Peña Nieto.
Apenas el 20 de Febrero el DHS (Department of Homeland Security), que encabeza el general Kelly, dio a conocer el memorándum para implementar la orden ejecutiva de Donald Trump (25 de Enero) sobre “Seguridad Fronteriza y Mejoras a la Aplicación de la Ley en materia de Inmigración”.[1]
Hay varias secciones de dicho memorándum que van a ocasionar una verdadera pesadilla a las autoridades mexicanas.
Por ejemplo, en relación a las políticas de aprehensión y detención de extranjeros ilegales (inciso A), se establece que se elimina la política conocida como “catch and release”, mediante la cual los agentes de ICE (Immigration and Customs Enforcement) y de la Patrulla Fronteriza, detenían a los indocumentados y después los dejaban libres, con una orden para presentarse ante el juez de migración que definiría su situación legal.
Ahora esto ya no aplicará, y los agentes de ICE y de la Patrulla Fronteriza están autorizados a detener a los indocumentados hasta que puedan ser presentados ante el juez migratorio, por lo que los centros de detención se verán inundados de indocumentados que esperarán el momento de presentarse en el juzgado.
Ello obviamente puede generar aún peores condiciones que las que ya enfrentan en distintos centros de detención, los indocumentados que son aprehendidos.
En el inciso C se establece que se identificarán todas las fuentes de ayuda y asistencia que se brindan a México por parte de las distintas dependencias del gobierno de Estados Unidos, excepto las relativas a inteligencia, en los 5 años fiscales anteriores.
Sin especificar el motivo para hacer dicho recuento, es claro que Trump va a usar esa ayuda como forma de presión contra nuestro gobierno, tanto en las negociaciones en materia de migración (y el “pago” del muro), como en el tema comercial.
Llama la atención que no toquen el tema de “inteligencia”, pues ello implicaría determinar la cantidad de dinero que se destina a los agentes encubiertos y tolerados por el gobierno mexicano en nuestro territorio de la DEA, la CIA, el ICE, etc., así como los recursos que se destinan para los “centros de fusión de información” manejados por los estadounidenses en territorio mexicano.
También se establecen las bases para que las policías estatales y locales colaboren con las federales en la aplicación de la ley en materia migratoria, lo que evidentemente va a generar conflictos con las llamadas “ciudades santuarios”.
El asunto es que el memorándum enfatiza que la prioridad es la “frontera sur”, por lo que la mayor parte de las presiones sobre las policías locales vendrá sobre los estados fronterizos con México.
En el inciso F se establecen los lineamientos para iniciar los estudios, planeación, diseño y construcción del muro fronterizo, así como la identificación y distribución de los recursos económicos necesarios para ello. No se hace mención del pago del muro por parte de México.
En la sección G se establece que aquellos indocumentados aprehendidos “en la frontera”, y que se haya determinado que no tienen una petición válida para permanecer en Estados Unidos, serán “expeditamente removidos”. Lo que quiere decir que los puertos de entrada de México van a comenzar a recibir una mayor cantidad de migrantes, pues los agentes de ICE y la Patrulla Fronteriza, tendrán más facultades para expulsarlos de manera rápida.
Y aún peor, el inciso H establece que aquellos inmigrantes que hayan entrado ilegalmente a Estados Unidos, a través del territorio de un país contigûo, serán regresados a dicho país, sin importar que sean o no de esa nacionalidad.
Esto quiere decir (lo que ya habíamos adelantado hace varias semanas en este blog) que el gobierno de Trump responsabiliza a México el que centroamericanos, caribeños, africanos, asiáticos, etc. entren en su territorio ilegalmente, a través de nuestro país, que no hace nada por evitarlo, por lo que el “castigo” será que México se haga cargo de ellos, una vez expulsados de Estados Unidos.
Para las autoridades migratorias mexicanas esto va a ser una pesadilla, pues además del aumento de deportaciones de mexicanos, ahora van a tener que hacerse cargo de nacionales de decenas de otros países, pues de esa manera Estados Unidos se ahorrará enviarlos de regreso al Caribe, Centroamérica o África, dejándole dicho problema al gobierno mexicano; y además “castigándolo” por no hacer su trabajo como  “primera línea de defensa” de la frontera estadounidense.
El problema para el gobierno mexicano es que en las leyes mexicanas prácticamente está establecido que todo el país es considerado un “santuario” para extranjeros indocumentados[2], aunque no lo diga así la legislación.
Y como botón de muestra está la Ley de Migración mexicana:
Artículo 2 “….En ningún caso una situación migratoria irregular preconfigurará por sí misma la comisión de un delito ni se prejuzgará la comisión de ilícitos por parte de un migrante por el hecho de encontrarse en condición no documentada….
…Reconocimiento a los derechos adquiridos de los inmigrantes…aún cuando puedan haber incurrido en una situación migratoria irregular por aspectos administrativos y siempre que el extranjero haya cumplido con las leyes aplicables…”.[3]
Esto es, el Estado Mexicano normaliza o legaliza a todo extranjero que haya ingresado sin la documentación adecuada, siempre y cuando haya cumplido con el resto de las leyes del país.
Justamente lo opuesto a lo que ahora está impulsando el gobierno de Trump; es decir, no reconocerles ningún derecho adquirido a los indocumentados (que ellos llaman inmigrantes ilegales), y sólo reconocer (declarativamente al menos), sus derechos humanos básicos.
Así, dos políticas diametralmente opuestas en materia migratoria se van a encontrar este 23 de Febrero, por lo que más vale que Ososrio tenga claro qué es lo que va a defender; qué es lo que no puede ni debe aceptar en sus conversaciones con el secretario Kelly (por ej. un “plan Colombia” para México); y qué es lo que debe impulsar y promover, aún a riesgo de que la relación con Estados Unidos se enrarezca todavía más.

La movilidad social está casi estancada, revela un estudio
Siete de cada 10 que nacen en sector de bajos recursos no ascienden

Susana González G.

Periódico La Jornada
Martes 21 de febrero de 2017, p. 20
Cuando los jóvenes mexicanos egresados de preparatoria, escuelas técnicas e incluso de la universidad se incorporan al mercado laboral con un empleo informal, tienen una altísima probabilidad de que sus trabajos subsecuentes también sean informales. Y al revés, quien consigue como primer empleo uno formal es más seguro que así sean los siguientes, manifestó Enrique Cárdenas Sánchez, director del Centro de Estudios Espinosa Yglesias (CEEY), al inaugurar una exposición para jóvenes sobre movilidad social en el plantel Iztacalco del Colegio de Bachilleres (Colbach).
Sostuvo que desde hace mucho tiempo, como problema estructural de México, siete de cada 10 personas que nacen en el primer quintil poblacional, es decir, 20 por ciento de la gente de más bajos ingresos en el país, se quedan prácticamente donde nacen, en las mismas condiciones de pobreza, sea en el primer quintil o en el segundo.
En sí, 48 por ciento permanece en el primer quintil y 22 por ciento logra subir al segundo, con lo cual suman 70 por ciento del total. Otro 48 alcanza el tercer quintil, 11 por ciento el cuarto y apenas 4 por ciento logra llegar al quintil número cinco, el de mayores ingresos, detalla un informe de movilidad social del CEEY.
A pesar de que ha mejorado la cobertura educativa y prácticamente todo mundo cuenta con educación básica, es una tragedia para el país que no haya permeabilidad social. Aunque el talento se da donde quiera, mucha gente no logra materializarlo en su vida profesional o propia y se queda en el camino, comentó Cárdenas Sánchez.
Las causas son muchas, dijo, y van de la calidad educativa, las condiciones donde se ubican las escuelas y la falta de conexión entre el sector productivo y el educativo, a los contactos o palancas que se tienen para conseguir trabajo, y la discriminación, particularmente la de género, porque las mujeres que logran subir de quintil son menos en número que los hombres.
Sylvia Ortega, directora general del Colbach, institución en la que deserta 19 por ciento de estudiantes que ingresa, aseguró que aunque ha fallado la promesa de que la educación es la vía para las posibilidades de vivir mejor, la mayoría de los jóvenes que han encuestado aún la consideran como el principal medio de movilidad social. “No sé si les va a ir muy bien si siguen estudiando –dijo a los jóvenes–, pero lo que sí se es que les irá mejor que los que no perseveraron y abandonaron la escuela”.
La movilidad social se refiere a la posibilidad de progresar o los cambios en posiciones socioeconómicas que una persona puede lograr a lo largo del tiempo y de una generación a otra, expuso María Fernanda Arce Cardoso, coordinadora de la exposición interactiva Imagina tu futuro. Movilidad social.
Cinco industrias reducen personal
Cinco de las principales industrias del país redujeron su personal en 2016 en comparación con un año antes, informó el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi).
En la fabricación de productos derivados del petróleo la caída de puestos de trabajo fue de 5 por ciento, en la de prendas de vestir de 2.2, en la de curtidos, acabados de cuero, productos de cuero y piel de 0.5, en la impresión de 0.3 y en la industria química de 0.2.
No obstante, en términos generales todo el sector manufacturero reportó un incremento anual de 3 por ciento del personal ocupado, pero las remuneraciones subieron 2.6 por ciento y las horas trabajadas 5.1.
Además de la reducción de personal en las cinco industrias mencionadas, también hubo caídas de salario. Fue de 4.1 por ciento en términos anuales en la fabricación de productos derivados del petróleo y el carbón, 3.7 en la fabricación de insumos y acabados textiles y de 3.2 en la fabricación de prendas de vestir.

Las mismas ramas industriales también tuvieron retrocesos en la capacidad utilizada de sus plantas. La fabricación de productos derivados del petróleo y el carbón nuevamente encabezó la lista, con un descenso de 13.3 por ciento, seguida de la industria química, que presentó una caída de 1.3; la de productos metálicos, 0.8, y la industria de las bebidas y tabaco, 0.7, mientras otras tres ramas disminuyeron entre 0.6 y 0.1.