Las intervenciones de Donald Trump y de su principal asesor
Stephen Bannon en la reunión de CPAC (Conservative Political Action Conference)
reflejan las verdaderas intenciones y objetivos de esta dupla, que pretende
salvar al capitalismo estadounidense de las contradicciones que lo han
debilitado con el paso del tiempo, mediante un “regreso al pasado”; es decir a
los Estados Unidos de los años 50 del siglo XX (otros dirían que a los Estados
Unidos de principios de dicho siglo); y para lo cual tienen que desmontar las
estructuras e intereses que durante los últimos 70 años han dominado la
política, la economía, las fuerzas armadas y al entramado social
estadounidense.
Si bien Bannon en algún momento, durante su participación
habló de “deconstruir” al sistema, haciendo uso de un concepto enunciado
originalmente por el filósofo alemán Martin Heidegger, pero desarrollado por el
pensador francés Jacques Derrida, relativo principalmente a la significación de
las palabras y enunciados en obras literarias; su intención real fue enviar un
mensaje a las bases de apoyo de Trump, en relación a que el aparente caos que
ha envuelto a la administración actual, con sus declaraciones contradictorias,
ordenes ejecutivas al por mayor y descalificaciones de diversas instituciones y
actores políticos nacionales y foráneos, tiene una “lógica” profunda.
Esta “lógica” es crear confusión, incertidumbre en los
adversarios de Trump (internos y externos), para descolocarlos, hacerlos sentir
inseguros en sus posiciones actuales, sin saber cuándo, cómo, dónde y porqué
vienen los ataques (verbales o en políticas públicas) de parte de la
administración Trump; y de esa manera lograr avances en el verdadero objetivo
que es desbaratar el poder de ciertas élites económicas y políticas, que han
dominado a la superpotencia desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, pero
especialmente desde el fin de la Guerra Fría; y substituirlas por otra parte de
las mismas élites que habían venido perdiendo terreno en los últimas 25 a 30
años.
De ninguna manera se pretende que Estados Unidos pierda su
hegemonía mundial, aunque existe el riesgo de que eso ocurra, como le sucedió a
Gorbachov en la URSS, quien intentando salvar al “socialismo en un solo país”,
acabó destruyéndolo (recordando la propuesta original staliniana, que después Stalin
mismo abandonó para expandir el comunismo, a partir de 1945).
Así, Trump y Bannon pretenden concentrar las fuerzas de la
superpotencia en recuperar un crecimiento económico robusto; evitar una mayor
caída en el nivel de vida de las clases medias, golpeadas por la acumulación de
capital en la cúpula del sistema; mantener una especie de statu quo en el sistema internacional, en donde Estados Unidos ya
no sea el único policía, sino que pueda distribuir mejor la carga entre sus
aliados y vasallos; y mientras se recupera económicamente, mantener una ventaja
sustancial en materia militar sobre el resto de sus adversarios (básicamente
Rusia, China, Irán y Corea del Norte), con objeto de disuadirlos de iniciar
aventuras expansionistas a costa de la hegemonía estadounidense.
El problema radica en que para minar el poder de las élites
beneficiarias del orden de la posguerra fría, esto es, el complejo
militar-industrial, Wall Street, Silicon Valley, los grandes medios de
comunicación, Hollywood y el establecimiento político de Washington;
forzosamente tiene que apoyarse en una parte de esas mismas élites.
Así, Trump está rodeado de ex ejecutivos de Goldman Sachs
(Cohn, Manuchin y el propio Bannon), la principal depredadora del sistema
financiero mundial y una de las artífices del mega fraude-colapso de septiembre
de 2008; lo mismo puede afirmarse en relación a las corporaciones del complejo
militar-industrial que ahora van a recibir un impulso enorme con lo que Trump
llama masiva reconstrucción del poder militar estadounidense (“para que nadie
se meta con nosotros”), lo que de alguna forma es un soborno a esta poderosa
maquinaria política y económica, con objeto de que no presione para más guerras
e intervenciones en el exterior; a cambio de lo cual, de todas formas van a
tener contratos (por 30 años) para seguir “modernizando” el armamento nuclear,
la fuerza aérea, la marina, el ejército, etc., pero sin necesidad de hacerlo a
través de invasiones o bombardeos en distintas regiones del mundo.
Esto es, Trump pretende aplacar al monstruo
industrial-militar con miles de millones de dólares de contratos multianuales,
sin que ello signifique que el país tenga que embarcarse en guerras e
intervenciones en el exterior.
Esa es la apuesta, pero que lo logre parece poco probable, en
vista de que existen otros actores dentro del establecimiento político-militar
estadounidense y entre sus aliados, que van a seguir clamando por más guerras
permanentes en el exterior.
Estos son los neoconservadores, el lobby pro Israel, el
gobierno de Netanyahu y el de Arabia Saudita.
Para estos actores su principal objetivo y preocupación es
desmantelar a Irán, y a sus aliados Siria, Irak y el Hezbollah, pues Israel
pretende “balcanizar” todo el Medio Oriente, y así eliminar a adversarios y
posibles competidores de su hegemonía regional, en lo cual está respaldado por
el lobby pro Israel estadounidense y por los neoconservadores; mientras que
Arabia Saudita ve a Irán como su principal enemigo dentro del Islam, siendo
ambos los líderes de las dos ramas principales de esta religión (sunníes y chiíes),
por lo que va a seguir presionando para que Estados Unidos intervenga, de una u
otra forma, para debilitar y en su caso “balcanizar” también a la teocracia
iraní.
En este sentido, Trump pretende apaciguar a los israelíes
entregándoles en bandeja de plata a los palestinos.
Así se pudo apreciar en la visita de Netanyahu a Washington
en la que Trump prácticamente aceptó toda la narrativa israelí sobre dicho
conflicto, y le dio “cheque en blanco” al gobierno israelí para que siga con la
construcción de los asentamientos ilegales en territorio palestino, además de
la represión y la discriminación contra este pueblo.
Trump cree que dejándole manos libres a Netanyahu (algo que
de todas formas ha tenido siempre) con los palestinos, el lobby pro Israel y
los neoconservadores lo dejarán en paz en relación a seguir interviniendo en el
Medio Oriente. Y por supuesto, en esto se equivoca por completo.
Ni Netanyahu, ni sus aliados del lobby por Israel y los
neoconservadores van a dejar de presionar para que Estados Unidos mande tropas
para atacar a Irán y sus aliados, quizás con el pretexto inicial de ir a
combatir al Estado Islámico (engendro creado por los servicios de inteligencia
estadounidenses, británicos, israelíes y árabes); pero con la verdadera
finalidad de dar por terminada la que ellos llaman “la creciente chií”[1]
que va de Teherán a Beirut.
Así también, buena parte del establecimiento político-militar
y de inteligencia estadounidense no pretende compartir su hegemonía con los
rusos en Medio Oriente, en Ucrania o en Europa Oriental. Si bien Trump lo que
pretende con los rusos es hacer una especie de “tregua” que le permita a
Estados Unidos fortalecerse internamente de nuevo y especialmente asegurar su
control frente a las élites adversarias; los miembros del establecimiento de
Washington no están dispuestos a darle ese respiro, y saben que su única
oportunidad de mantener el poder, es con un estado de “guerra permanente” ya
sea contra el “terrorismo radical islámico”, contra Irán o más específicamente
contra Rusia y China.
De ahí que se hayan intensificado todas las versiones, sin
comprobar, de los supuestos contactos del equipo de Trump con operativos de
inteligencia rusos y las presiones para que Trump no ceda ante Putin.
En lo que respecta a la economía, el rechazo de Trump a la
globalización, a los tratados multilaterales y su predilección en firmar
tratados bilaterales (en donde la asimetría de poder siempre favorecerá a
Estados Unidos), refleja la enorme inseguridad en la que se encuentra una parte
importante del aparato productivo de ese país, que aun siendo el principal
motor de la globalización, refleja un gran temor de seguir dicha ruta, a riesgo
de que numerosos sectores y empresas desaparezcan o sean absorbidos por unas
cuantas grandes corporaciones.
Casi parece una revuelta como la que aquellos maestros,
dueños de pequeños talleres con aprendices iniciaron contra la llegada de los
adelantos tecnológicos durante la Revolución Industrial, a la que pretendieron
detener destruyendo la nueva maquinaria que dejaba fuera del negocio a miles de
personas.
Trump ha pretendido intimidar a grandes corporaciones (Ford,
General Motors, Carrier, etc.), de no seguir relocalizando sus plantas fuera de
Estados Unidos, a riesgo de que les aplique aranceles a sus productos cuando
regresen al país.
Si bien ha tenido un éxito relativo, es factible que esta
táctica de amedrentamiento no pueda durar mucho más, en vista de que el capital
tiene una sola lógica, la ganancia, y si ésta política de Trump no se refleja
en retornos aceptables para las grandes corporaciones, ninguna intimidación
política evitará que siga el flujo de capital hacia donde mejor le convenga.
Por ello, la gran apuesta de Trump y Bannon, con su
“nacionalismo económico” es que la disminución de impuestos y la eliminación de
regulaciones, eviten la salida de más empresas al exterior y eventualmente
llegue más inversión hacia Estados Unidos.
Sólo que esta política les brinde el nivel de retorno de
capital que esperan las grandes corporaciones, podrá funcionar para reiniciar
un crecimiento económico moderado de Estados Unidos (3 a 3.5%); de lo
contrario, este punto puede ser la “gota que derrame el vaso” y que derrumbe el
apoyo a Trump, aún entre sus bases más fanáticas.
En conclusión, Trump forma parte de las élites
estadounidenses y varios de los nombramientos de su gabinete lo confirman; sin
embargo, su proyecto es contrario a la de las élites globalizantes, ya que
pretende establecer un freno, una pausa a dicho proceso globalizador, con el
objeto de reordenar internamente a ganadores y perdedores de este proyecto;
algo que las élites “ganadoras” no pretenden permitirle, por lo que están
tratando de obstaculizarlo e incluso de sacarlo de la presidencia, antes de que
logre avances en su objetivo y después sea más difícil confrontarlo.
El problema para el mundo es que esta lucha interna por la
hegemonía, dentro de las élites estadounidenses, se refleja en olas de choque
hacia el exterior que producen más inestabilidad e incertidumbre y que
eventualmente puede desembocar en una crisis mundial de impredecibles dimensiones
y consecuencias.
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