Lo que las políticas de Donald Trump hacia México pueden
significar, va más allá de efectos negativos en lo económico y lo social, así
como en las relaciones internacionales de nuestro país. Pueden resultar en el
definitivo derrumbe de un proyecto antinacional y de servidumbre,
impuesto desde hace 35 años.
El neoliberalismo mexicano, atado a la hegemonía
estadounidense como apéndice de su sistema económico y político-militar, vivió
durante tres décadas y media pegado a la ubre estadounidense, a cambio de que
los gerentes y capataces nativos se enriquecieran obscenamente, sin que les
importara el empobrecimiento de la mayoría de la población, el estancamiento
económico, el crecimiento de la violencia criminal (cobijada por la rampante
corrupción e impunidad) y el desdibujamiento del país como ente soberano en el
concierto de las naciones.
La mayoría de la población mexicana explotada, olvidada y
reprimida en su propio país se cobijó en la economía informal, cayó en las
redes de la criminalidad o huyó hacia los Estados Unidos en busca de un
proyecto de vida que simplemente era imposible en México.
Nada de esto importó a las élites políticas
(significativamente integradas en los dos partidos que han gobernado a México
en estos tiempos, PRI y PAN) y económicas (oligarcas multimillonarios); ni por
supuesto a la tecnocracia (Banco de México, Hacienda y Economía), fiel
seguidora del “Consenso de Washington”, vasalla de los organismos financieros
internacionales y de Wall Street.
Ahora la división entre las propias élites estadounidenses, pues
una parte de ellas ya no concuerda con el proyecto hegemónico mundial, basado
en la globalización económica, pues ha profundizado la desigualdad económica y
social, acumulando la mayor parte de las ganancias y el poder en las élites de
Nueva York, el Noreste de Estados Unidos y la Costa del Pacífico; está
provocando ondas de choque en todo el mundo, y principalmente en el país
dependiente más cercano, es decir, México.
Así, nuestras subordinadas élites desecharon el proyecto de
capitalismo dependiente, establecido en la Constitución de 1917, pero con
fuerte contenido social, autonomía política en lo interno y un relativo margen
de maniobra en lo externo, por otro en el que la soberanía quedó subsumida a
las necesidades del modelo económico globalizador y a las prioridades
estratégicas de la superpotencia.
Es decir, se renunció a la dependencia capitalista, por una “integración”
casi total con la economía dominante; se renunció al margen de maniobra
externo, para engancharse a la hegemonía estadounidense; se eliminó al Estado
de bienestar social en favor del mercado y sólo se mantuvo una aparente
autonomía política interna, básicamente relativa a la represión de cualquier
disidencia política o movimiento social que pusiera en peligro o cuestionara
este proyecto de subordinación (ya que en el aspecto de seguridad, se cedió
prácticamente todo a los Estados Unidos).
Ahora está en cuestionamiento por parte del liderazgo
político de la potencia hegemónica ese proyecto, y existe la intención de mantener
la subordinación del país en materia militar, de seguridad y de política
exterior, pero en lo económico se opone a la “integración” y prefiere regresar
a un esquema más tradicional de dependencia económica; semicolonial, en donde
el polo débil, en este caso México, es explotado económicamente
(comercialmente, en sus recursos naturales, financieramente), para favorecer a
la potencia dominante, en un juego de suma cero.
De esta forma las élites nativas quedan como capataces y ya
no como “socios” y menos aún como “amigos”, por lo que se ha generado esa “indignación”
por parte de dichas élites, al verse expulsadas del corazón del imperio,
nuevamente hacia la periferia, para cumplir una labor de “carceleros” de los
millones de desheredados que se les encomiendan en este esquema.
De ahí que en estos momentos no exista un proyecto nacional
alrededor del cual las propias élites o la desarticulada oposición (buena parte
de ella formando parte de la misma subclase política corrupta) pueda aglutinar
a la mayor parte de la sociedad, ya que el proyecto de la posrevolución fue
destrozado en estos 35 años, e incluso se le expulsó del texto constitucional,
en donde quedó plasmado, mediante las “reformas estructurales” el proyecto de
subordinación a la globalización económica y a los Estados Unidos, el cual como
se está observando actualmente, se encuentra en entredicho.
Así que no hay proyecto de nación, lo que deja a las élites depredadoras, políticas y económicas, convertidas en
facciones que lucharán por el poder este 2017 (significativamente en el Estado
de México) y en el 2018 (elección presidencial y renovación del Congreso), pero
sin una propuesta clara de cómo desechar o reconfigurar de alguna manera el
proyecto de subordinación; o como recuperar el proyecto de capitalismo
dependiente con autonomía interna y margen de maniobra externo de la
posrevolución. Ni uno, ni otro ya cuentan con las condiciones económicas,
políticas y sociales para impulsarlos de nuevo en su forma original; y ninguno
cuenta con el apoyo social, las fuerzas políticas organizadas y la estructura económica
viable, que les de sustento para prevalecer.
¿Surgirá un híbrido de ambos o se podrá conformar otro
proyecto nuevo? Se ve realmente improbable que suceda cualquiera de esas dos
opciones. Lo más probable es que las élites depredadoras, a pesar del rechazo
del actual liderazgo político de Washington a mantener ese proyecto, intenten
llegar a algún acomodo (que por supuesto implicará más sumisión y explotación
del país), a cambio de no perder sus privilegios y posición.
Y por su parte los que desean recuperar algo del proyecto posrevolucionario,
se encontrarán con la obstaculización permanente de las élites depredadoras y
de las clases medias “americanizadas”, así como de los muchos hilos conductores
de la economía y sociedad mexicana con la potencia hegemónica, lo que hará
prácticamente imposible recuperar algo del proyecto nacional perdido.
Lo que puede ocasionar esta falta de definición es un
permanente “impasse” entre ambas rutas, y por lo tanto la desestabilización del
país (en lo político y social), y con ello el que se presenten dos posibilidades en
el mediano plazo: una lucha de facciones continua, que le abra el camino a la
potencia hegemónica y a grupos de poder (como el crimen organizado) para
devastar aún más los recursos del país; o, ante la indefinición, el llamado de los
oligarcas y de Washington a los militares para poner “orden”; es decir, la
dictadura.
Los próximos meses nos podremos percatar del nivel de
debilidad y de confusión de las élites políticas y económicas del país, en caso
de que sus “negociaciones” con la superpotencia lleguen a un punto muerto, y se
deba escoger el camino de la sumisión total, con el consiguiente costo político
y social en medio del proceso de sucesión presidencial.
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