Descontento, desgaste y
desestabilización en Brasil
Editorial de La Jornada
19 de Agosto del 2015
El domingo pasado hubo una jornada de protestas en
alrededor de cien ciudades brasileñas para exigir la renuncia de la presidenta
Dilma Rousseff y denunciar los escándalos de corrupción que han marcado la vida
política del país en los últimos años. De acuerdo con la policía, más de 800
mil personas participaron en las distintas manifestaciones, lo que significa un
repunte respecto a la movilización nacional del 12 de abril. El mayor
contingente se concentró en la ciudad de Sao Paulo, bastión tradicional de la
derecha.
Estas protestas ocurren ante claros
signos de agotamiento de una propuesta de gobierno social iniciada más de una
década atrás, que tiene éxitos universalmente reconocidos en materia de
reducción de la pobreza y reducción de la brecha de la desigualdad y que ha
permitido al país sudamericano mantener altos y sostenidos índices de
crecimiento. Hoy este proyecto debe hacer frente a circunstancias económicas
adversas, al desgaste político consustancial al ejercicio del poder durante más
de 12 años y a la corrupción de algunos integrantes del partido gobernante, el
PT.
Pero tales factores difícilmente
podrían explicar por sí mismos el grado de descontento social que recorre las
ciudades brasileñas ni el hecho de que fenómenos similares tienen lugar, en
forma prácticamente simultánea, en Argentina y Ecuador y que se hayan
presentado ya en Venezuela y en Bolivia.
El denominador común en esas naciones
parece ser una orquestada injerencia externa que manipula en contra de ellas
los mercados financieros, fabrica carestías de productos básicos, exacerba los
malestares políticos y magnifica sus expresiones en los medios informativos
occidentales. No parece casual, por otro lado, que los países latinoamericanos
que permanecen alineados en lo político y en lo económico con Washington y con
Europa occidental –México, Colombia, Perú– no se vean afectados por esta oleada
desestabilizadora, a pesar de que en ellos resulte evidente el desastre social
causado por las políticas neoliberales y, en los casos mexicano y peruano, por
estrategias militaristas de combate a la delincuencia organizada que se han
traducido en graves y extendidas violaciones a los derechos humanos.
Con base en lo anterior resulta
inevitable concluir que el subcontinente asiste a un programa, encubierto pero
inocultable, para debilitar y deponer a los gobiernos que resultan incómodos a
los capitales transnacionales y a las cúpulas del poder occidentales, sea por
su participación en la construcción de un orden multipolar –como es el caso de
Brasil y su pertenencia al bloque BRICS, compuesto además por Rusia, India,
China y Sudáfrica–, por sus esfuerzos de integración regional, por sus
ejercicios de soberanía nacional, por sus políticas de bienestar y
redistribución de la riqueza o por varias de esas razones, o por todas ellas
juntas.
Volviendo al caso de Brasil, es claro
que los intentos de desestabilización se han radicalizado hasta desembocar en
la demanda de dimisión de la presidenta Rousseff, postura a la que se unió
Fernando Henrique Cardoso, un político neoliberal que dejó saldos de catástrofe
tras su paso por la primera magistratura. Para mayor claridad, a la
convocatoria a las protestas del domingo se unieron grupos promotores de
restaurar en el país una dictadura militar.
Todo permite suponer que, en la medida
en que los gobiernos afectados sigan ejerciendo su soberanía y haciendo frente
a los poderosos intereses de las potencias occidentales, y en tanto pretendan
continuar con sus políticas sociales, esta andanada desestabilizadora se
incrementará y se agudizará. Ante esta perspectiva, es claro que el proyecto de
gobierno aplicado en Brasil por Luis Inazio Lula Da Silva y Dilma Rousseff debe
reinventarse y depurarse, y que otro tanto deben hacer los estadistas de
Venezuela, Ecuador y Argentina. Asimismo, es urgente que los gobernantes
progresistas de la región recuperen la iniciativa política y restañen los lazos
entre las instituciones y sectores de la población que han sido ganados por
oposiciones locales que fungen también como arietes de la injerencia externa.
Está en juego la posibilidad de que
Sudamérica se consolide como un polo articulado, pacífico, progresista,
próspero e independiente, o que sufra una grave y trágica regresión a los
tiempos de las democracias de cartón de signo oligárquico y orientación
neoliberal o, peor aún, de las dictaduras criminales que asolaron la región
hace unas pocas décadas.
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