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Volcán Popocatépetl

jueves, 31 de octubre de 2019


Dudas acerca del T-MEC
* Jorge Santibáñez
En una de sus recientes conferencias de prensa matutinas, Andrés Manuel López Obrador (AMLO) y funcionarios que lo acompañan, expresaron con optimismo que el Tratado México-Estados Unidos-Canadá (T-MEC), sustituto del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) que entró en vigor en 1994, sería aprobado por el Congreso estadunidense en las próximas semanas.
En cuanto a su contenido y aprobación, el T-MEC se presenta como una muy buena noticia para México y un logro del gobierno de AMLO, a pesar de que durante muchos años el hoy presidente mexicano fue uno de los críticos mas acérrimos del TLCAN y de las políticas de libre mercado que este tipo de tratados impulsan y de que esa aprobación está lejos de ser evidente. En este contexto surgen varias dudas.
El T-MEC no nace como una propuesta mexicana para mejorar las condiciones de vida, empleo y desarrollo de los mexicanos. Basta leer la prensa estadunidense y tener un poco de memoria para darse cuenta que el T-MEC es una reacción a la iniciativa de Trump de sacar a Estados Unidos del TLCAN del cual es enemigo declarado y lo ha llamado el peor acuerdo comercial en la historia de Estados Unidos.
Esencialmente, lo acusa de ser el causante de que muchos empleos estadunidenses hayan sido desplazados a naciones que ofrecen mano de obra mas barata. Prometió en campaña que terminaría con él, y en esa lógica, la llegada del T-MEC sería para Trump el cumplimiento de una promesa y un muy buen argumento en favor de su relección. Ese es precisamente el principal tema detrás del aparente retraso en su aprobación.
La posición de los demócratas, mayoría en la Cámara de Representantes encargada de aprobar o no el T-MEC, es un cálculo teóricamente muy sencillo. ¿qué le restará mas a Trump en su campaña de relección? ¿no aprobar el T-MEC y que entonces los acuse de no proteger a los trabajadores estadunidenses? ¿modificarlo lo suficiente como para evitar que lo presente como su logro y cumplimiento de una promesa de campaña? ¿o irse a la segura y posponer su aprobación hasta después de las elecciones de 2020? Eso es lo que está realmente en juego y de la respuesta depende esencialmente su aprobación.
En México se nos quiere hacer creer que la instrumentación de lo que el gobierno de López Obrador llama la reforma laboral, juega un papel central en esa aprobación y que en esta lógica la carta que recientemente envió a la líder demócrata de la Cámara de Representantes y las negociaciones de los funcionarios mexicanos han sido el factor detonante de la inminente aprobación del T-MEC.
Si uno lee los análisis que al respecto se hace en los medios estadunidenses, ese es sólo uno de los factores que más bien suena a pretexto de los demócratas para articular su estrategia política, para nada juega un papel relevante y las visitas de los negociadores mexicanos ni siquiera son reportadas por medios los locales.
Pero supongamos que se aprueba y pasemos a su contenido.
La lógica de Trump en el T-MEC, la que vendió en campaña, es beneficiar al trabajador estadunidense –no al mexicano–, y que regresen los empleos que salieron de Estados Unidos –a México entre otros países. Una lectura no especializada del acuerdo permite distinguir claramente cómo Donald Trump pretende lograr ese objetivo. Por ejemplo se establece que 75 por ciento de las componentes de un automóvil, para estar en el paraguas del acuerdo, debe ser producido en México, Estados Unidos o Canadá y que 45 por ciento debe ser elaborado por trabajadores que ganen al menos 16 dólares la hora, es decir obreros que ganen mensualmente algo así como 50 mil pesos mensuales.
Evidentemente ese tipo de empleos son para trabajadores en Estados Unidos, no en México. Ni siquiera me quiero imaginar que ocurriría si esos salarios se empiezan a pagar a los obreros de línea en México y lo que pasaría con la inflación. En el TLCAN en el que también se prometieron muchas cosas, México compitió básicamente con mano de obra barata que es precisamente lo que ahora Trump quiere evitar.
Para abordar este tema, en la carta de AMLO a Nancy Pelosi, líder de la Cámara de Representantes, promete que anualmente incrementará el salario de los obreros mexicanos en 2 por ciento por encima de la inflación. Con esa medida nos tardaríamos muchísimos años en pasar de los 3 mil 600 pesos mensuales que hoy es el salario mínimo en la zona fronteriza –la mejor pagada–, a los 50 mil pesos del T-MEC y competir entonces por los buenos empleos de ese acuerdo. Ignoro además si alguno de sus asesores ya informó al Presidente mexicano los efectos en la inflación y economía mexicanas de una medida como la prometida en esa carta.
Existen muchos asuntos en el T-MEC que deberían ser analizados con más detenimiento. Aspectos técnicos en los que no es evidente lo que México gana. Se nos vende la ilusión de una aprobación como el gran éxito político y económico, como si automáticamente, al aprobarse, los mexicanos inmediatamente vamos a vivir mejor y tendremos mejores salarios.
¡Ojalá fuera cierto!
Presidente de Mexa Institute

miércoles, 30 de octubre de 2019

AMAGO DE GOLPE DE ESTADO POR PARTE DEL GENERAL GAYTÁN OCHOA


En un desayuno realizado el pasado 22 de Octubre en las instalaciones de la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena), con la presencia del titular de la misma, el General Luis Crescencio Sandoval González, quien fuera subsecretario de la Defensa Nacional y jefe del Estado Mayor de la Sedena durante los gobiernos panistas de Calderón y Fox, Carlos Demetrio Gaytán Ochoa, señaló que se le había concedido el “honor” de hablar en nombre de sus comandantes y maestros; señaló que estaba ahí para expresar algunas “preocupaciones…que compartimos todos los presentes aquí”.[1]
Así, dijo que la sociedad está polarizada políticamente, porque la ideología “dominante, que no mayoritaria” (pues los resultados electorales dicen que sí es mayoritaria), se basa en corrientes “pretendidamente de izquierda” que acumularon años de “gran resentimiento”.
Señaló que los frágiles contrapesos al Poder Ejecutivo han “propiciado decisiones estratégicas que no han convencido a todos, para decirlo con suavidad” ¿Y cómo sería decirlo de otro modo; con las armas en la mano General?
Increíblemente dijo que ello “nos inquieta, nos ofende eventualmente, pero sobre todo nos preocupa, toda vez que cada uno de los aquí presentes (incluyó al titular de la Sedena), fuimos formados con valores axiológicos sólidos que chocan con la forma con la que hoy se conduce al país”.
Más claro ni el agua. Es una clara insubordinación contra el Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas, el presidente de la República.
Afirmó que los principios de los militares (incluido el titular de la Defensa) chocan con la forma de actuar de su jefe. Pues entonces, los que estén en desacuerdo, deberían renunciar e irse abiertamente a la oposición política.
Pero no, el objetivo es mandar un mensaje a un gobierno de izquierda muy tenue -no rojo, sino prácticamente rosa, que sigue aplicando la política económica neoliberal- que ni eso es aceptable para los guardianes de ese modelo, es decir las fuerzas armadas, que durante más de medio siglo han sido entrenadas y mentalizadas por los Estados Unidos para combatir “al comunismo” o a aquellas fuerzas políticas y sociales que pongan en entredicho la hegemonía estadounidense en América Latina y la de los oligarcas y las trasnacionales en nuestro territorio. El pinochetismo a la mexicana, justo cuando en Chile ponen contra la pared al modelo neoliberal y a sus beneficiarios.
Las fuerzas armadas mexicanas demuestran así (si es que el titular de la Defensa y el de Marina no rectifican estos dichos en un tiempo prudente), como representantes de la derecha y de los poderes fácticos; no de la nación mexicana, no de los mexicanos que expresaron inequívocamente su voluntad en las elecciones del 1º. de Julio de 2018.
Está claro que los vasos comunicantes que se forjaron por décadas entre grandes capitalistas, trasnacionales, gobierno de Estados Unidos y fuerzas armadas mexicanas, siguen queriendo predominar sobre la voluntad popular.
Hasta ahora el presidente no se ha pronunciado al respecto, y es factible que trate de minimizar el hecho. Pero la verdad es ominoso éste mensaje de las fuerzas armadas que, empujadas por los poderes fácticos que han esquilmado al país en las últimas décadas, alzan la cabeza amenazante para detener las reformas (tibias la mayoría de ellas) que ha emprendido López Obrador; y que principalmente están secando los recursos mal habidos de numerosos sectores, que han vivido de la corrupción, los monopolios (públicos y privados), la relación simbiótica con el crimen organizado y la subordinación a la potencia hegemónica.
Al ver su modo privilegiado y suntuoso de vida afectado, están ahora intentando por todos los medios posibles frenar al gobierno de López Obrador, ya sea mediante la intensificación de la violencia criminal y la inseguridad; el boicot del proceso de renovación interna de la dirigencia del partido en el poder, Morena; y ahora, lanzando al ruedo a las mismas fuerzas armadas, en las que tanta confianza y tareas ha depositado el presidente, para intimidarlo y tratar de detener su agenda de muy tibias reformas, que tienen el objetivo de evitar que este país siga hundiéndose en la pobreza, la desigualdad, la corrupción, la violencia, la inseguridad, la impunidad y la demagogia.
Gaytán subrayó que su lealtad era con el “pueblo de México”; nunca se refirió al presidente.
Y también que el “alto mando” enfrenta a un grupo de “halcones” que podrían llevar a México al caos y a un verdadero Estado fallido.
Más le valdría a este general y al titular de la Sedena identificar con nombre y apellido a quienes ellos consideran “halcones” que ponen en riesgo la seguridad nacional misma. De no hacerlo, se convierten en obstructores de la justicia, posibles cómplices y al menos, en omisos de su deber.
Amenazas al ala izquierda del gobierno de López Obrador, con la finalidad de desaparecerla del mismo, y que quede solamente el ala conservadora, con la cual el presidente tuvo que pactar para llegar a la primera magistratura de la Nación.
Si López Obrador no pone orden y obliga a las fuerzas armadas a definir si le son leales o no, pasarán dos cosas. Una, se envalentonarán los promotores del golpe de Estado, cuyo jefe visible es Gaytán Ochoa; y segundo, la derecha se apropiará de más espacio en su gobierno, y acabará por hacerlo fracasar. Si no, al tiempo.

BLOQUES DE PODER Y LUCHA POR LA HEGEMONÍA (III) LA UNIÓN EUROPEA


Este segundo bloque del que hablaremos, inserto dentro del aún hegemónico de Occidente (junto con el bloque Anglo), se encuentra en un período de crisis, y por lo tanto de redefinición, que puede llevarlo a profundizar su subordinación respecto al bloque Anglo; o finalmente adquirir la “mayoría de edad” y pasar a ser una especie de mediador entre Occidente y el bloque chino-ruso.
Hay varios factores que afectan las posibilidades de aumentar su peso e influencia internacionales a este bloque, como por ejemplo: la política del presidente Trump de alejarse del multilateralismo y exigir a sus aliados un mayor compromiso en el gasto militar y más equilibrio comercial entre los mercados europeo y estadounidense; la creciente presencia geoeconómica y geopolítica china, en regiones de influencia histórica europea, como Africa; la mayor asertividad china en el sureste de Asia y la región Asia-Pacífico y el reto del proyecto Belt and Road Initiative, que tiene el objetivo de llegar hasta Europa; la presencia rusa en el Este, promoviendo su presencia energética (venta de gas), así como su negativa a verse rodeada por estados hostiles (Georgia, Ucrania, Polonia, estados bálticos, etc.), lo que genera una zona de disputas y crisis; la presión migratoria proveniente de Africa y Medio Oriente, que ha provocado diferentes visiones y políticas de los estados miembros sobre dicho tema; un crecimiento económico raquítico, que ha golpeado principalmente a las regiones tradicionalmente menos desarrolladas, haciendo crecer la desigualdad social; el crecimiento de partidos de derecha, contrarios a la Unión Europea, a la integración económica y a la migración; una disociación entre los intereses de la Unión como grupo, y los de los países en lo individual, en temas de política internacional y militares; los efectos económicos, políticos y sociales que tendrá el Brexit, una vez que se realice, dependiendo del tipo de acuerdo al que se llegue con la Gran Bretaña, que entonces se integrará (más tarde o más temprano) de una manera más estrecha con el bloque Anglo; los desafíos que presenta el cambio climático, por un lado, y el bajo crecimiento demográfico europeo, por el otro.
Los dos países líderes del bloque europeo, Francia y Alemania, tendrán que plantearse qué tanto pueden y quieren independizarse económica, política y militarmente de la potencia hegemónica a la que han estado subordinadas desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, es decir los Estados Unidos; qué tanto desean convertirse, por derecho propio, en un tercer bloque de poder, junto con el Anglo y el chino-ruso; o sólo desean un poco más de autonomía en algunas políticas, pero mantenerse como subordinados de Estados Unidos, y en esencia, del bloque Anglo (es decir, también de Israel, que cuenta con poderosos lobbies en Francia, Alemania, Países Bajos, Italia, España y Suecia, por mencionar sólo los más importantes).
Se ha visto claramente que en los conflictos iniciados deliberadamente en Medio Oriente desde 2001 por Estados Unidos e Israel -con objeto de desmantelar la coalición anti-israelí que existió desde la fundación de dicho Estado, para así permitir a los gobiernos israelíes desbaratar cualquier intento de crear un Estado Palestino, debilitar y de ser posible “balcanizar” a los países que le disputan la hegemonía a Israel en la región (Irak, Siria, Libia, Irán); mantener la ventaja militar israelí (especialmente en materia de armamento nuclear, único país que cuenta con esas armas en la región); y subordinar a sus designios a las ricas petromonarquías árabes (Consejo de Cooperación del Golfo) y sumarlas a la coalición anti-iraní; así como mantener la hegemonía occidental sobre las reservas petroleras de la región y sobre los importantes pasos marítimos de la misma- los países europeos han jugado un papel secundario, de apoyo a los Estados Unidos e Israel, pero sin definir un objetivo propio, independiente; sino sólo como lacayos de quienes han definido qué políticas ha seguido Occidente en el área, en las últimas 3 décadas.
En Africa, sólo Francia (en alianza con Estados Unidos), ha intentado mantener una presencia estratégica, en la zona occidental, pero sin que pueda definir el curso de los acontecimientos políticos y militares, en los cuales su accionar queda en un plano menor al de su aliado norteamericano; y en materia económica, muy alejada de la presencia china en el continente.
Así, si bien Francia intenta posicionar al bloque europeo como un posible mediador futuro entre los dos grandes bloques que luchan por la hegemonía mundial, la realidad es que se queda muy corta, en vista de que los otros actores del bloque tienen otros intereses, y debilitan la posible influencia europea.
Por ejemplo, Alemania si bien intenta mostrar algunos rasgos de independencia respecto a los Estados Unidos, como mantener el desarrollo de la red 5G en su país por parte de la empresa china Huawei, contra las presiones estadounidenses que intentan boicotear a esa empresa en todo el mundo; y hasta ahora, se mantiene la construcción del gasoducto desde Rusia, Nordstream 2, para llevar gas a Alemania, contra las advertencias estadounidenses; la realidad es que en el ámbito mayor de la geopolítica mundial, Berlín no desea enemistarse con Washington, y mantiene las sanciones contra Rusia por la anexión de Crimea; sigue apoyando el expansionismo territorial y las violaciones a los Acuerdos de Oslo por parte de Israel; no ha cuestionado (como sí lo hizo Macron en Agosto de este año) la hegemonía Occidental en el mundo; y en general, no cuestiona el liderazgo estadounidense en materia militar y económica.
Para Alemania, resulta además muy difícil aceptar un mayor acercamiento con Rusia, mientras las disputas de ésta con varios países de Europa del Este no disminuyan, ya que dichos países (como Polonia, Rumania, los países bálticos, etc.) son importantes socios comerciales de Alemania, miembros de la Unión Europea y varios de ellos de la OTAN, por lo que un acercamiento con Moscú puede costarle a Berlín el alejamiento de esos países.
Así también, el crecimiento del nacionalismo y de los partidos de derecha en varios países del bloque, que postulan una menor injerencia europea en sus asuntos internos e incluso la salida de la Unión Europea, dificultan el que ésta pueda tener una visión sólida, unificada y con visión de futuro, sobre numerosos temas de la agenda internacional.
La salida de la Gran Bretaña constituye el alejamiento del principal socio que servía como puente con Estados Unidos y un mercado muy importante dentro de la Unión Europea.
Sin embargo, visto como una oportunidad, el que Gran Bretaña finalmente se acerque más al bloque Anglo y deje de constituir una especie de freno a muchos aspectos de la integración europea (visto también el gran costo que está pagando con su salida), puede ayudar a que la Unión encuentre un destino y una voz propias, más independientes respecto a Estados Unidos, y más respetada por el bloque chino-ruso.

martes, 29 de octubre de 2019


JOURNALIST MAX BLUMENTHAL ARRESTED, HIT WITH POLITICAL PROSECUTION RELATED TO VENEZUELA REPORTING
28 OCT 2019
Journalist Max Blumenthal was arrested on October 25 and charged with “assault” in a political cause that he says is “completely false” and “manufactured” by Venezuela opposition supporters.
From April to May, supporters of Juan Guaido’s attempted coup in Venezuela surrounded the Venezuela embassy in Washington, D.C. They engaged in verbal and physical assaults that authorities largely permitted.
Blumenthal, the editor of The Grayzone, reported on antiwar and international solidarity activists, who attempted to protect the embassy from the right-wing opposition.
According to Grayzone reporter Ben Norton, “A team of D.C. police officers appeared at Blumenthal’s door at just after 9 AM, demanding entry and threatening to break his door down. A number of officers had taken positions on the side of his home as though they were prepared for a SWAT-style raid.”
“Blumenthal was hauled into a police van and ultimately taken to D.C. central jail, where he was held for two days in various cells and cages,” Norton additionally reported. “He was shackled by his hands and ankles for over five hours in one such cage along with other inmates. His request for a phone call was denied by D.C. police and corrections officers, effectively denying him access to the outside world.”
The “assault” charge filed against Blumenthal stemmed from an alleged incident on May 7 that happened more than five months ago.
Naylet Pacheco, a 58 year-old opposition supporter, told police she was “guarding” the Venezuela embassy’s rear gate. She was one of several individuals who tried to prevent food and water from being delivered to activists inside the embassy.
She apparently described Code Pink as the “activist group that support(s) Venezuelan President and [was] living illegally in the Venezuela embassy.”
Ben Rubinstein, the brother of MintPress News journalist Alex Rubinstein, was at the embassy to help with food deliveries. Pacheco alleges Rubinstein and Blumenthal came to a rear gate and Rubinstein said, “Oh! It’s you again?” and then kicked her in the stomach. She alleges Blumenthal then kicked her in the stomach “several times.” She allegedly screamed for help.
One of the opposition supporters allegedly recorded video of Pacheco’s supposed attackers as they left. Police maintain Pacheco was able to “positively identify” Rubinstein and Blumenthal from the video.
Pacheco went to the George Washington University Hospital on May 8, but an x-ray and CT scan found no broken bones or internal bleeding.
The Washington Post published a story on May 9 that mentioned the alleged incident and quoted Pacheco. Pacheco told the Post something different. She said she was “pushed against a wall and kicked by several men.” There is no mention of being kicked in the stomach.
A quote from Pacheco that the Post published was translated from Spanish. She required a Spanish translator when she provided her account of the alleged incident to police. It is unclear if she understands or speaks English.
Ben Rubinstein told The Grayzone, “The opposition members made up these lies about Max, and I know they’re lying, and they are obviously using the government and police as tools to get revenge.”
He was charged with “assault” on May 9, and his case is still pending in the D.C. Superior Court.
Brian Becker, who is the national director of the antiwar ANSWER Coalition was present at the Venezuela embassy to support the embassy protectors. He witnessed the conduct of opposition supporters in response to the solidarity activism of Code Pink and other groups and provided some context.
Embassy protectors were in “the Venezuelan embassy, which is the property of Venezuela, the legal owner of the building. We were there holding events in solidarity with peace and in opposition to the economic sanctions imposed on Venezuela and the attempt to steal Venezuelan national assets, including its embassy, and turn them over to an unelected group that the United States had selected to be the new governing power in Venezuela,” according to Becker.
Yet, Becker declared, “Supporters of Juan Guaido, in a coordinated way, laid siege to the building and engaged in violent assaults against the building, vandalizing the building, breaking into the building, physically attacking people who were outside the building, including myself.”
“This went on at all hours of the day and night with the obvious support and complicity of different U.S. government and law enforcement agencies, including the U.S. State Department police agencies.”
“While they were engaged in these violent assaults who had come up to stand with and support people who were inside the Venezuelan embassy, they also did everything in their power to prevent any food from being brought in from the outside to the people who were then living inside the embassy,” Becker further contended.
Alex Rubinstein tweeted, “As I was besieged in the Venezuelan embassy, my brother was arrested over bogus accusations he savagely beat an elderly woman while trying to deliver food. I knew then that it was a political prosecution. Now journalist Max Blumenthal has been arrested over the same fake incident.”
The National Lawyers Guild International Committee condemned the charge brought against Blumenthal.
“We join Blumenthal in noting that his arrest took place hours after The Grayzone issued a report on USAID funding to lobbyists for the Venezuelan opposition,” the NLG IC stated. “It also appears to be a form of retaliation practiced against both embassy protection activists and critical journalists for their opposition to the U.S.’ unlawful intervention in Venezuela, support for an attempted coup, and unilateral coercive economic sanctions directed against the country.”
Indeed, in a story by Leonardo Flores, The Grayzone reported that USAID diverted $41.9 million from aid to Central America in order to pay the salaries of Juan Guaido’s team of lobbyists working to influence the U.S. foreign policy.
The NLG IC continued, “The arrest of Blumenthal is also not separate from the global policies of sanctions, suppression and regime change being pursued by the U.S. government. Unilateral coercive measures, prohibited under international law, are being imposed by the U.S. against Venezuela, Cuba, Iran, Nicaragua and other nations.”
“They represent a grave risk to both national sovereignty and the international rule of law, and by imposing poverty and deprivation on entire countries, deprive millions of people of their fundamental economic and social human rights.”

lunes, 28 de octubre de 2019

What the Dismantling of the Berlin Wall Means 30 Years Later
And the Return of War-as-the-Answer
by James Carroll and Tom Engelhardt Posted on October 28, 2019
Originally posted at TomDispatch.
You know, it’s strange. There are certain moments that you and everyone in your generation never forget. For instance, I can tell you exactly where I was – eating a 25-cent hamburger in a diner that might have been called the Yankee Doodle in New Haven, Connecticut – when a man stuck his head in the front door and said, "The president’s been shot." That, of course, was John F. Kennedy on November 22, 1963, and I have little doubt that, if you asked just about anyone else my age, they’d have a remarkably specific memory of that moment, too.
But here’s the strange thing that TomDispatch regular and former Boston Globe columnist James Carroll brought to my mind with today’s piece on what may qualify as the single most important historical event of my life: the dismantling of the Berlin Wall. I have no idea what I was doing or where I was that November 9th in 1989 when I first heard that the forever structure dividing East from West that symbolized the two-superpower world of the Cold War was coming down. I have just vague memories of TV images of crowds surging and the wall being whacked at by people with sledgehammers.
And that should qualify as odd indeed. After all, my life was, in a sense, an artifact of the Cold War. I still remember photos of grim-faced Korean War G.I.s in Life magazine when I was only six or seven. I remember the duck-and-cover moments under my desk in school, preparation for the potential nuclear obliteration of my city, when I was just a few years older. I remember sitting in a car on the evening of October 22, 1962, with the radio on, and hearing the still-living John F. Kennedy alert the nation that the Cuban Missile crisis was underway and say that "we will not prematurely or unnecessarily risk the costs of worldwide nuclear war in which even the fruits of victory would be ashes in our mouth; but neither will we shrink from that risk at any time it must be faced." I think I tasted those very ashes then and felt I was a goner, that my specific world might blow sky-high. I remember being out in the streets amid masses of antiwar protesters in the Vietnam War years and wondering how all this would ever end. And so it went until that day in 1989 when, suddenly, to the utter shock of every last pundit, wise man, official, and politician in Washington, that wall began to be torn down and the Soviet Union’s end came into sight.
What a moment, as Carroll makes so clear today – and how strange that it and the hopes that went with it disappeared into the maw of the American national security state and its endless wars. ~ Tom

November Hopes Mislaid
By James Carroll
Some anniversaries are less about the past than the future. So it should be on November 9, 1989. In case you’ve long forgotten, that was the day when East and West Germans began nonviolently dismantling the Berlin Wall, an entirely unpredicted, almost unimaginable ending to the long-entrenched Cold War. Think of it as the triumph of idealistic hope over everything that then passed for hard-nosed "realism." After all, Western intelligence services, academic Kremlinologists, and the American national security establishment had always blithely assumed that the Cold War would essentially go on forever – unless the absolute malevolence of Soviet Communism led to the ultimate mayhem of nuclear Armageddon. For almost half a century, only readily dismissed peaceniks insisted that, in the nuclear age, war and endless preparations for more of it were not the answer. When the Berlin Wall came down, such idealists were proven right, even if their triumph was still ignored.
Yet war-as-the-answer reasserted itself with remarkable rapidity. Within weeks of the Wall being breached by hope – in an era that saw savage conflicts in Central America, the Philippines, and South Africa transformed by a global wave of nonviolent resolution – the United States launched Operation Just Cause, the invasion of Panama by a combat force of more than 27,000 troops. The stated purpose of that act of war was the arrest of Panama’s tinhorn dictator Manuel Noriega, who had initially come to power as a CIA asset. That invasion’s only real importance was as a demonstration that, even with global peace being hailed, the world’s last remaining superpower remained as committed as ever to the hegemony of violent force.
Who Ended the Cold War?
While President George H.W. Bush rushed to claim credit for ending the Cold War, the Soviet Union’s Mikhail Gorbachev was the lynchpin of that historic conclusion. It was he who, in the dramatic autumn of 1989, repeatedly ordered Communist forces to remain in their barracks while throngs of freedom-chanters poured into the streets of multiple cities behind the Iron Curtain. Instead of blindly striking out (as the leaders of crumbling empires often had), Gorbachev allowed democratic demands to echo through the Soviet empire – ultimately even in Russia itself.
Yet the American imagination was soon overtaken by the smug fantasy that the U.S. had "won" the Cold War and that it was now a power beyond all imagining. Never mind that, in 1987, when President Ronald Reagan issued his famed demand in then still-divided Berlin, "Mister Gorbachev, tear down this wall," the Soviet leader was already starting to do precisely that.
As the wall came down, the red-scare horrors that had disturbed American dreams for three generations seemed to dissolve overnight, leaving official Washington basking in triumphalism. The US then wrapped itself in a self-aggrandizing mantle of virtue and power that effectively blinded this country’s political leadership to the ways, the Cold War’s end had left them mired in an outmoded, evermore dangerous version of militarism.
After Panama, the self-styled "indispensable nation" would show itself to be hell-bent on unbridled – – and profoundly self-destructive – belligerence. Deprived of an existential enemy, Pentagon budgets would decline oh-so-modestly (though without a "peace dividend" insight) but soon return to Cold War levels. A bristling nuclear arsenal would be maintained as a "hedge" against the comeback of Soviet-style communism. Such thinking would, in the end, only empower Moscow’s 
hawks, smoothing the way for the future rise of an ex-KGB agent named Vladimir Putin. Such hyper-defensive anticipation would prove to be, as one wag put it, the insurance policy that started the fire.
Even as the disintegration of the once-demonized USSR was firmly underway, culminating in the final lowering of the hammer-and-sickle flag from the Kremlin on Christmas Day 1991, the United States was launching what would prove to be a never-ending and disastrous sequence of unnecessary Middle Eastern wars. They began with Operation Desert Storm, George H.W. Bush’s assault on Saddam Hussein’s Iraq in 1990. In American memory, that campaign, which crushed the Iraqi autocrat’s army and forced it out of Kuwait, would be a techno-war made in heaven with fewer than 200 US combat deaths. 
That memory, however, fits poorly with what was actually happening that year. An internationally mounted sanctions regime had already been on the verge of thwarting Hussein without the U.S.-led invasion – and, of course, what Bush the father began, Bush the son would, with his 2003 shock-and-awe recapitulation, turn into the permanent bedrock of American politics. 
As the 30th anniversary of the end of the Cold War approaches, it should be obvious that there’s been a refusal in the United States to reckon with a decades-long set of conflagrations in the Greater Middle East as the inevitable consequence of that first American invasion in 1990. Above all, Desert Storm, with its monumental victory parade in Washington D.C., brought the Pentagon’s Cold War raison d’être back from the brink of obsolescence. That campaign and what followed in its wake guaranteed that violence would continue to occupy the heartlands of the US economy, its politics, and its culture. In the process, the world-historic aspirations kindled by the miracle of the Berlin Wall’s dismantling would be thoroughly dashed. No wonder, so many years later, we hardly remember that November of hope – or the anniversary that goes with it.
Out of the Memory Hole
By revisiting its astonishing promise as the anniversary approaches, however, and by seeing it more fully in light of what made it so surprising, perhaps something of that vanished positive energy can still be retrieved. So let me call to mind the events of various earlier Novembers that make the point. What follows is a decade-by-decade retracing of the way the war machine trundled through recent history – and through the American psyche – until it was finally halted in a battle-scarred, a divided city in the middle of Europe, stopped by an urge for the peace that refused to be denied.
Let’s start with November 1939, only weeks after the German invasion of Poland that began what would become World War II. A global struggle between good and evil was just then kicking into gear. Unlike the previous Great War of 1914-1918, which was fought for mere empire, Hitler’s war was understood in distinctly Manichaean terms as both apocalyptic and transcendent. After all, the moral depravity of the Nazi project had already been laid bare when Jewish synagogues, businesses, and homes everywhere in Germany were subject to the savagery of Kristallnacht, or "the night of broken glass." That ignition of what became an anti-Jewish genocide took place, as it happened, on November 9, 1938.
The good-versus-evil absolutism of World War II stamped the American imagination so profoundly that a self-righteous moral dualism survived not only into the Cold War but into Washington’s twenty-first-century war on terror. In such contests against enemies defined as devils, Americans could adopt the kinds of ends-justify-the-means strategies called for by "realism." When you are fighting along what might be thought of as an axis of evil, anything goes – from deceit and torture to the routine sacrifice of civilians, whose deaths in America’s post-9/11 wars have approached a total of half a million. Through it all, we were assured of one certain thing: that God was on our side. ("God is not neutral," as George W. Bush put it just days after the 9/11 attacks.)
From Genocide to Omnicide
But what if God could not protect us? That was the out-of-the-blue question posed near the start of all this – not in August 1945 when the US dropped its "victory weapon" on two cities in Japan, but in August 1949 when the Soviet Union acquired an atomic bomb, too. By that November, the American people were already in the grip of an unprecedented nuclear paranoia, which prompted President Harry Truman to override leading atomic scientists and order the development of what one called a "genocidal weapon," the even more powerful hydrogen bomb. Then came the manic buildup of the US nuclear arsenal to proportions suitable less for genocide than for "omnicide." Such weapons mushroomed (if you’ll excuse the word in a potentially mushroom-clouded world) from fewer than 200 in 1950 to nearly 20,000 a decade later. Of course, that escalation, in turn, drove Moscow forward in a desperate effort to keep up, leading to an unhinged arms race that turned the suicide of the human species into a present danger, one measured by the Doomsday Clock, of the Bulletin of the Atomic Scientists, which was set at two minutes to midnight in 1953 – and then again in 2019, all these Novembers later.
Now, let’s flash forward another decade to November 1959 when the mortal danger of human self-extinction finally became openly understood, as Soviet leader Nikita Khrushchev began issuing blatant threats of nuclear war over – you guessed it – Berlin. Because part of that city, far inside Communist East Germany, was still occupied by American, French, and British forces, it amounted to a tear in what was then called the Iron Curtain, separating the Soviet empire from Western Europe. With thousands fleeing through that tear to the so-called Free World, the Soviets became increasingly intent on shutting the escape hatch, threatening to use the Red Army to drive the Allies out of Berlin. That brought the possibility of nuclear conflict to the fore.
Ultimately, the Communists would adopt a quite different strategy when, in 1961, they built that infamous wall, a concrete curtain across the city. At the time, Berliners sometimes referred to it, with a certain irony, as the "Peace Wall" because, by blocking escape from the East, it made the dreaded war between the two Cold War superpowers unnecessary. Yet within a year, the unleashed prospect of such a potentially civilization-ending conflict had hopscotched the globe to Communist Cuba. The Cuban Missile Crisis of 1962 caused the world to shudder as an incipient nuclear war between Washington and Moscow suddenly loomed. That moment, just before Khrushchev and American President John F. Kennedy stepped back from doomsday, might have changed something; a relieved world’s shock of recognition, that is, might have thrown the classic wooden shoe of sabotage into the purring engine of "realism." No such luck, however, as the malevolent power of the war state simply motored on – in the case of the United States directly into Vietnam.
By November 1969, President Richard Nixon’s cynical continuation of the Vietnam War for his own political purposes had already driven the liberal-conservative divide over that misbegotten conflict into the permanent structure of American politics. The ubiquitous "POW/MIA: You Are Not Forgotten" flag survives today as an icon of Nixon’s manipulations. Still waving over ballparks, post offices, town halls, and VFW posts across the nation, that sad black banner now flies as a symbol of red state/blue state antagonism – and as a lasting reminder of how we Americans can make prisoners of ourselves.
By 1979, with Vietnam War in the past, President Jimmy Carter showed how irresistible November’s tide – the inexorable surge toward war – truly was. It was in November of that year that militant Iranian students overran the American embassy in Tehran, taking sixty-six Americans hostage – the event that was credited with stymying the formerly peace-minded president. In reality, though, Carter had already initiated the historic anti-Soviet arms buildup for which President Ronald Reagan would later be credited.
Then, of course, Carter would ominously foreshadow America’s future reversals in the deserts of the Levant with a failed rescue of those hostages. Most momentously, however, he would essentially license future Middle East defeats with what came to be known as the Carter Doctrine – the formally declared principle that the Persian Gulf (and its oil) were "vital interests" of this country, worthy of defense "by any means necessary, including military force." (And of course, his CIA would lead us into America’s first Afghan War, still in a sense going on some 40 years later.)
Retrieving Hope?
Decade by decade, the evidence of an unstoppable martial dynamic only seemed to accumulate. In that milestone month of November 1989, Washington’s national security "realists" were still stuck in the groove of such worst-case thinking. That they were wrong, that they would be stunned by the fall of the Berlin Wall and the subsequent implosion of the Soviet Union should mandate thoughtful observance of this coming 30th anniversary.
During the late 1980s, a complex set of antiwar and antinuclear countercurrents seemed to come out of nowhere. Each of them should have been impossible. The ruthlessly totalitarian Soviet system should not have produced in Mikhail Gorbachev a humane statesman who sacrificed empire and his own career for the sake of peace. The most hawkish American president in history, Ronald Reagan, should not have responded to Gorbachev by working to end the arms race with him – but he did. 
Pressuring those two leaders to pursue that course – indeed, forcing them to – was an international grassroots movement demanding an end to apocalyptic terror. People wanted peace so much, as President Dwight D. Eisenhower had predicted in 1959, that, miracle of all miracles, governments got out of their way and let them have it. With the breaching of the Berlin Wall that November 9th – a transformation accomplished by ordinary citizens, not soldiers – the political realm of the possible was substantially broadened, not only to include prospective future détente among warring nations, but an eventual elimination of nuclear weapons themselves.
Yet, in November 2019, all of that seems lost. A new Cold War is underway, with East-West hostilities quickening; a new arms race has begun, especially as the United States renounces Reagan-Gorbachev arms-control agreements for the sake of a trillion-plus dollar "modernization" of its nuclear arsenal. Across the globe, democracy is in retreat, driven by pressures from both populist nationalism and predatory capitalism. Even in America, democracy seems imperiled. And all of this naturally prompts the shudder-inducing question: Were the worst-case realists right all along?
This November anniversary of the dismantling of the Berlin Wall should offer an occasion to say no to that. The Wall’s demise stopped in its tracks the demonic dynamic set in motion on the very same date in 1938 by that Kristallnacht. If idealistic hope could so triumph once, it can so triumph again, no matter what the die-hard realists of our moment may believe. I’ve referred to that November in Berlin as a miracle, but that is wrong. The most dangerous face-off in history ended not because of the gods or good fortune, but because of the actions and efforts of human beings. Across two generations, countless men and women – from anonymous community activists and union organizers to unsung military officials, scientists, and even world leaders – overcame the seemingly endless escalations of nuclear-armed animus to make brave choices for peace and against a war of annihilation, for life and against death, for the future and against the doom-laden past.
It can happen again. It must.
James Carroll, TomDispatch regular and former Boston Globe columnist is the author of 20 books, most recently the novel The Cloister. His history of the Pentagon, House of War, won the PEN-Galbraith Award. His Vietnam War memoir, An American Requiem won the National Book Award. He is a fellow of the American Academy of Arts and Sciences.

sábado, 26 de octubre de 2019


Cuatro claves para entender la Bolivia de Evo 2019-2025
Katu Arkonada
¿Cómo es posible que en el país con mayor crecimiento de la región se ponga en duda la continuidad del presidente responsable de su estabilidad política y económica?
Para responder a esta pregunta vamos a intentar ensayar no una, sino varias respuestas.
Proceso electoral. Aunque se ha explicado varias veces desde el domingo de las elecciones, no ha habido ninguna manipulación de los resultados. De hecho, ningún líder o partido opositor en Bolivia ha presentado ni una sola prueba de fraude, y las actas escaneadas de cada mesa electoral, donde había fiscalización de cada partido político, se pueden consultar en línea en la web del Órgano Electoral Plurinacional (OEP).
Lo que sí hubo es una muy mala gestión de los resultados. En primer lugar, por parte del OEP, que paró la Transmisión de Resultados Electorales Preliminares (TREP) en 83 por ciento una vez que empezó a cargar las actas del cómputo oficial de resultados.
Pero también hubo una pésima gestión comunicativa del gobierno boliviano cuando la oposición interna y externa comenzaron a hacer su trabajo cuestionando los resultados y no supo dar una explicación clara y certera de lo que estaba sucediendo, allanando el camino para que la OEA y las trasnacionales de la información (con Jorge Ramos a la cabeza), que no han cuestionado al gobierno de Piñera por imponer una dictadura violenta y sangrienta en Chile, pudieran sembrar la duda en la opinión pública internacional. De hecho, la mala gestión comunicativa es sólo la culminación de un 2019, y especialmente de una campaña electoral, donde no se logró comunicar nunca para qué se quería la reelección de Evo.
Mesa y Chi. Estos dos factores también son importantes para entender los resultados. En principio parece difícil de entender cómo el vicepresidente de Gonzalo Sánchez de Lozada, el mandatario más timorato de la historia, un candidato sin estructura política, haya podido alcanzar en 2019 casi 36 por ciento de los votos y casi forzar una segunda vuelta que con toda seguridad le hubiese convertido en presidente. También parece difícil de entender como Chi Hyun Chung, un pastor evangélico desconocido y con un discurso homófobo y misógino, haya podido quedar tercero alcanzando más de medio millón de votos (8.78 por ciento).
La respuesta es más sencilla de lo que parece, y es que una parte importante de la ciudadanía no ha votado por Mesa, sino contra Evo, aun si el candidato opositor no les convencía. A su vez Chi ha acumulado el voto duro más reaccionario, doblando el porcentaje obtenido por Óscar Ortiz, representante de la derecha cruceña, que quedó en cuarto lugar.
Eso sí, es importante mencionar que la suma de Mesa, centro-derecha, Ortiz, derecha, y Chi, ultraderecha, suma 49.53 por ciento de los votos. Si le sumamos el resto de opciones electorales de derecha que sacaron porcentajes pequeños, la suma supera ampliamente la mayoría de votos.
Podemos concluir, por tanto, que Evo Morales ha ganado las elecciones en primera vuelta más por deméritos de la oposición, que no fue capaz de unirse ni de construir ni un candidato ni una alternativa electoral sólida, que por méritos del oficialismo. De hecho, es necesario reflexionar la pérdida progresiva del voto que va más allá del núcleo duro del MAS-IPSP, voto que en 2005 fue de 51 por ciento, en 2009 de 64 y en 2014 del 61, bajando al 49 en el referendo de 2016 y a 46 por ciento en 2019.
Factor Evo. Es claro que Evo Morales sigue siendo un líder que interpela a una amplia mayoría social en Bolivia, pero que ha ido perdiendo la confianza de las clases medias urbanas, en un país que paradójicamente se ha ido desplazando de rural a urbano en la medida en que se sacaba de la pobreza a casi 3 millones de personas (la extrema pobreza pasó del 38.4 por ciento en 2005 a menos de 15 por ciento actual). Pero se construyeron millones de consumidores sin politizar (o más bien, politizados por los medios de comunicación) que han estado a punto de ser los verdugos del proceso de cambio boliviano, de manera similar a lo sucedido en Argentina en 2015.
2019-2025. En 2025 Bolivia festejará el 200 aniversario de la independencia republicana que encabezó, dando su nombre al país, el libertador Simón Bolívar. Esta segunda y definitiva independencia, y probablemente el cierre de un ciclo constituyente que comenzó antes de la victoria de Evo en 2005 (más bien allá por los años 90 con las marchas indígenas en defensa de la tierra, el territorio y la soberanía sobre los recursos naturales), se presenta como el momento más complicado para un gobierno que reinicia en enero 2020 con el nivel de deslegitimación más alto de sus 14 años de historia.
Y si ya en febrero de 2016 la ciudadanía no entendió (no se le explicó en realidad) la necesidad de un referendo, toca ahora hacer pedagogía de la necesidad de terminar lo que se empezó. De la necesidad de profundizar el proceso de cambio y apretar el acelerador de la revolución en salud y justicia, los grandes pendientes del proceso. Asimismo, sólo una verdadera revolución cultural, que impulse la formación política y la memoria historia, serán garantía de defensa de lo conquistado. Pero para ello, y como la gente no come ideología, es necesario cuidar más que nunca la estabilidad económica y la redistribución de la riqueza.
Todo ello ante los cantos de sirena de quienes quieren bajar banderas y construir un proceso light para las clases medias clásicas, apostando por hacer palanca en tu núcleo duro, aquel que, cuando las cosas se ponen complicadas, nunca te abandona.