Zavala de Calderón
Pedro Miguel
La Jornada 13 de Diciembre de 2016
El sexenio pasado no sólo se caracterizó por la implantación de una
violencia de Estado que aún persiste, sino también por una corrupción inmensa
que dejó un saldo no menos trágico que la narcoguerra. Más que en los
petrocontratos de Juan Camilo Mouriño, el reparto de cargos a las huestes de
Elba Esther Gordillo (empezando por el nombramiento de Miguel Ángel Yunes al
frente del ISSSTE) o la Estela de Luz, esa corrupción se resume en tres letras:
ABC. Y dos de los apellidos de Margarita Zavala Gómez del Campo de Calderón la
involucran en ella: como esposa de un gobernante que permitió la subrogación de
guarderías del IMSS a empresarios privados y como prima de una beneficiaria de
esa disposición, Marcia Gómez del Campo, la cual, tras la indolencia criminal que
el 5 de junio de 2009 desembocó en la muerte de 49 niños (otros 109 resultaron
heridos en el incendio) se benefició de una impunidad inexplicable, como no sea
por los parentescos.
Zavala de Calderón suele quejarse de
que la opinión pública la asocie con su marido y le resulta particularmente
molesto que la llamen de Calderón. Su desagrado alcanzó un clímax cuando,
acosada en Ciudad Juárez por ciudadanos indignados por su presencia, se refirió
a su relación conyugal como un estigma que procurará borrar. Pero la
molestia es relativamente nueva: en sus seis años como primera dama –cargo
extraoficial pero poderoso, sobre todo en materia de trapicheo de contratos y
concesiones en el sector público– jamás envió una nota aclaratoria a los medios
que referían sus apellidos de esa forma ni a las páginas oficiales que
ensalzaban sus virtudes.
Molestias aparte, Zavala de Calderón
organizó el primer encuentro nacional de su corriente panista Yo con
México –en el que confirmó su intención de competir por la Presidencia en
2018– la semana pasada, justo cuando el país recordaba los diez años del inicio
de la narcoguerra impuesta por Calderón y que continúa hasta hoy. Si la ex primera
dama realmente pretende un deslinde tardío, entonces la coincidencia
de fechas deja ver una torpeza política inconmensurable. Pero el dato también
puede interpretarse como un mensaje de continuidad en el que Zavala de Calderón
ofrece otros seis años de guerra interna que, sumados al calderonato y al
peñato, darían 18 años de un baño de sangre que algunos califican de estúpido,
absurdo y contraproducente, y que otros consideran parte de un programa
deliberado, impuesto al país por gobernantes sometidos a los intereses
estadunidenses.
Me cuento entre los segundos. Calderón
Hinojosa no llegó al cargo por la decisión popular sino que, tras el fraude de
julio de 2006, fue incrustado en Los Pinos por la embajada de Estados Unidos,
como consta en un despacho confidencial enviado por el ex embajador Tony Garza
al Departamento de Estado (https://is.gd/rXX3Xm). En ese tiempo George W. Bush
desarrollaba el negocio de la destrucción y reconstrucción de países para
colmar de utilidades a las empresas del círculo presidencial (Halliburton,
Blackwater y demás) y tuvo en Calderón a un aliado sumiso y dispuesto a escalar
un problema policial y de salud en una cuestión de seguridad nacional que
justificara el desmesurado incremento del gasto militar, la firma de un acuerdo
de cooperación (la Iniciativa Mérida) y el tránsito de las balaceras a los
combates. Por añadidura, el régimen encabezado por el michoacano puso sin
ningún escrúpulo la información y hasta la conducción de la seguridad pública
en manos de Washington.
Además de los contratistas en seguridad
e inteligencia, los principales beneficiarios de la guerra de Calderón han sido
los propios cárteles del narcotráfico –los cuales vieron
impulsado su negocio mortífero y lograron el control de grandes regiones–, así
como las entidades financieras (principalmente, estadunidenses) que les lavan
sumas estratosféricas de utilidades. Semejante entrega del gobierno, la
soberanía, el territorio, la economía y la población a intereses foráneos y a
grupos delictivos no fue cuestionada jamás por la ahora aspirante presidencial
en los 72 meses en los que se lució como esposa del responsible máximo de aquel
desastre.
En cuatro de esos seis años el
calderonato obedeció a Obama y a su entonces secretaria de Estado, Hillary
Clinton, la candidata presidencial estadunidense por la que Zavala de Calderón
tomó partido en forma desembozada y con la cual, a la postre, se ejercitó en el
arte de perder una elección sin ser candidata en ella.
Hay, pues, sobrados elementos para
pensar que el retorno a Los Pinos de la familia Calderón-Zavala, ahora
reformateada como Zavala-Calderón, representaría, inevitablemente, la
continuación de una tragedia de la que México aún no ha salido.
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