Adiós, 2016; ¿qué será de 2017?
Eric Nepomuceno
La Jornada 18 de Diciembre de 2016
Por una vasta serie de razones, todas o casi todas negativas, 2016
quedará en la memoria de los brasileños, principalmente la de los 54 millones
581 mil que en 2014 religieron Dilma Rousseff para seguir en la presidencia del
país, como un año que terminó sin haber empezado.
Ella ha sido, es cierto, una presidenta
inhábil, que escuchaba sin oír, que no supo entablar un diálogo mínimamente
fluido con el Congreso y los políticos en general. Y también ha sido la
presidenta que sin prueba alguna de que haya cometido irregularidad fue
destituida, en nombre de la moralidad, por una pandilla de corruptos ineptos,
de bucaneros que amenazan con llevar el país a sepultar su pasado y fulminar su
futuro.
Este es un año que se irá sin dejar
casi ningún buen recuerdo. Y sobran indicios de que los tradicionales deseos de Feliz
Año Nuevo serán meramente simbólicos: 2017 viene con todos los
ingredientes para ser otro año de infelicidad nacional. Serán más días y días
de torbellino e intranquilidad, de inestabilidad política y desastres
económicos y sociales.
Días y más días en que el país vivirá
la exasperante angustia de saberse en un laberinto oscuro, del cual, si logra
escapar, caerá en un callejón sin salida.
¿Cómo reinventar el futuro, cómo
reinventarse como país?
No, no se trata de pesimismo: se trata
de ser realista. Con hechos y datos concretos no se debe discutir. Cuando el
escenario político es desalentador y el panorama económico es asombroso; cuando
la justicia se muestra irremediablemente injusta, politizada, y la política,
judicializada; cuando una manga de pandilleros se instala en el poder bajo el
silencio cómplice de las clases medias idiotizadas por los grandes medios de
comunicación, hay que cuidarse.
Las élites agrupadas alrededor de un
partido político que miente hasta en el nombre –PSDB quiere decir Partido de la
Socialdemocracia Brasileña, y de socialdemócrata no tiene ni barniz de
resquicio de vestigio– lograron conquistar el poder que les fue negado en
cuatro elecciones seguidas.
Los verdaderos artífices del golpe, el playboy provinciano
Aécio Neves, senador de la República, y el ex presidente Fernando Henrique
Cardoso movieron a un títere de palabreado pomposo y ausencia total de ética,
Michel Temer, para ocupar el lugar de Dilma Rousseff. El golpe ha triunfado.
¿Todos satisfechos? No, no y no.
Temer, el ilegítimo, armó una especie
de sindicato de mediocridades, una pandilla desclasificada a la que él llama de ministerio,
de gobierno. Y terminó de hundir una economía que ya venía malherida.
De manera tan acelerada como indecente
está destruyendo el país. Sus reformas son la alegría del capital. Quiere
destrozar el sistema de jubilaciones, destrozar todo lo que se construyó a lo
largo de los años de Lula da Silva y de Dilma Rousseff.
Imponer un tope a los gastos públicos
suena a algo necesario y urgente en un país cuya economía padece déficits
fiscales peligrosísimos. El problema es que la medicina prescrita matará al
enfermo.
¿Recortes de gastos públicos? Bien, se
puede discutir. Pero cuando se considera que presupuestos de educación y salud
públicas son gastos, no inversiones sociales, todo se complica.
Para eliminar el déficit se podría, por
ejemplo, actuar frente a los grandes autores de olímpica evasión fiscal, o
tributar las grandes fortunas, o incluir en el tope del gasto público a
los miles de millones que se pagan de interés de la deuda pública.
Se podría, por supuesto. Y también para
evitar esa posibilidad se dio el golpe. Si se puede volver a expoliar a los
expoliados de siempre, a despreciar a los despreciados de siempre, ¿para qué
amenazar a los dueños del dinero y de todo?
Mi país sigue siendo el reino de la
desigualdad y de los abusos. A lo largo de 13 años se luchó por cambiar ese
escenario. A veces con logros incontestables, a veces con equívocos absurdos.
Ahora, ni eso.
El año melancólico llega a un
melancólico final. Es la peor recesión de al menos los últimos 35 años. Muchos
analistas dicen que la peor recesión de la historia de esa república, o sea, de
los últimos 127 años.
Son 12 millones de desempleados, en una
economía agónica. Proyecciones cautelosas indican que serán al menos 15
millones en 2017.
La generación que vivió el golpe
militar de 1964, las generaciones que vivieron y crecieron bajo los 21 años de
dictadura, se creían inmunes a repetir lo vivido. Y lo están repitiendo. Y
peor: de manera desalentada.
Duermen a la intemperie, con sus sueños
deshechos, con las esperanzas transformadas en harapos. Esperanzas bañadas por
la luz de un sol negro, opaco, que ni alumbra ni calienta.
Excepto por un sector de la población:
los jóvenes. Los jóvenes estudiantes. Y también por algunos valiosos veteranos
de batallas pasadas que perdieron todo, o casi todo: no perdieron, por tercos y
por dignos, la esperanza.
No, no: 2016 no dejará buenos
recuerdos. Y 2017 se anuncia como un año siniestro, asustador.
¿Pesimista, yo? No, no: realista. Es un
cuadro gris, feo.
Pero he sobrevivido a otros temporales.
Mi país también, mi país también. Y así seguiremos.
Sí, 2017 llegará en un ambiente
siniestro. Un buen ambiente para dar batalla a los asesinos del futuro.
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