El nuevo status quo
Ilán Semo
Si algo
permanecerá como el vestigio de una historia en la vertiginosa carrera de
Genaro García Luna es, acaso, el emblema de uno de los arquetipos del
nuevo status quo inaugurado por el ascenso de Felipe Calderón
a la Presidencia de la República en 2006. La historia secreta de los órdenes
políticos abunda en figuras conspicuas. Entre ellas, la del policía es una de
las más paradigmáticas. Fouche fue la clave del Termidor en la
revolución francesa, y otro policía, García Luna, representa, en cierta manera,
una de las tantas claves del Termidor del mayor intento de la
sociedad mexicana por darse un orden democrático. Por su status, un
antiguo secretario de Estado y, por lo que sabe, el archivo vivo probablemente
más cuantioso de la política mexicana en la década pasada, se trata del preso
mexicano más valioso en manos de la justicia estadunidense. Y todas las
evidencias que lo mantienen en las cortes de Nueva York obligan a repensar –más
allá de los profundos lazos que definieron a las relaciones entre el Poder
Ejecutivo y el crimen organizado en ese sexenio– un problema nodal: la crisis
de las formas tradicionales en que el Estado fincó su legitimidad a lo largo
del siglo XX.
Durante
seis años, García Luna fue el artífice de la edificación de una gigantesca estructura
policiaca nunca antes vista en el país. Tan sólo en el último año de su
gestión, la SPP recibió un presupuesto de 44 mil millones de pesos.Su propósito
aparente: combatir las múltiples actividades de la delincuencia organizada. En
la práctica sucedió algo muy distinto.
La vox
populi –y la de los especialistas también– acostumbran explicar el
exponencial crecimiento del llamado crimen organizado como un efecto de la
porosidad de las instituciones públicas para que sus funcionarios se corrompan.
Esto es tan sólo la superficie; por debajo se generó un mecanismo mucho más
intrincado. El aparato de seguridad del Estado descubrió muy pronto que
los cárteles podían fungir como eficaces dispositivos de
control de poblaciones, territorios y movimientos sociales disidentes. Tal y
como lo relata Anabel Hernández en su libro El traidor, El
Mayo Zambada, jefe del cártel de Sinaloa, dijo alguna
vez a su hijo, a propósito de los pagos que se entregaban a García
Luna, trabajamos para el gobierno. Esto nuevos empleados del
gobierno tendrían en realidad una labor más esencial que la de enriquecer
a funcionarios. En principio, se convertirían en un mecanismo ideal para
transformar conflictos sociales y políticos en aparentes reyertas entre grupos
criminales. Un dispositivo idóneo para despolitizar a la sociedad. La
corrupción de los cuerpos políticos no ha sido más que una derivada de la
función de despolitización que ejercen a diario y por doquier.
Desde
2007, la esperanza de la sociedad mexicana reside en creer que la criminalización
de la vida cotidiana es un fenómeno que alguna estrategia gubernamental sería
capaz de erradicar si es acertada. Es una esperanza vana. De seguir así, la
amalgama entre el crimen organizado y la esfera política podría prolongarse
durante décadas. Las razones están a la mano: el Estado puede gobernar a partir
de la política de un miedo constante y capilar sin aparecer como su instigador
inmediato; todo conflicto social es remitido, en el imaginario público, a una
reyerta entre bandas criminales; en última instancia, siempre es posible
atribuir a ese continente ignoto llamado Estados Unidos la
responsabilidad por su rauda proliferación ( de facto, de ahí
provienen sus principales recursos financieros).
El
gobierno de Morena ha decidido simplemente continuar esta lógica con otros
métodos. No es que la esfera política no pueda resolver el problema de la
seguridad; ya es evidente que, en realidad, no tiene el menor interés en
resolverlo. Se trata de una nueva forma estable de poder: el poder polimorfo. Y
su reproducción permanecerá hasta que la sociedad no se rebele contra este
nuevo ejercicio de dominación, como sucedió en el caso de Ayotzinapa.
Existe
otra limitante a está inédita versión del poder político. Sin la amalgama con
el Estado, los cárteles mexicanos jamás se habrían
transformado en empresas globales. Sólo que en esta esfera chocan con intereses
que no se encuentran bajo su alcance. La detención de García Luna en cárceles
estadunidenses es una advertencia en este sentido. Los mismos que le
autorizaron la vigilancia de la exportación de estupefacientes al mercado del
norte, ahora lo inculpan por ello.
Se trata
sólo de las reglas de un juego de proporciones. Pero un juego que, al menor
descuido, puede causar una crisis impredecible en el Estado mexicano.
El dilema
para la administración de Morena es: ¿quién sigue? En la jerarquía, por arriba
de García Luna ya sólo se encuentran tres ex presidentes. La pregunta es
también si la estructura de García Luna no estaba actuando contra la propia
administración de Morena. No lo sabremos hasta que la noche del crimen no
reciba su verdadera definición. El problema del crimen organizado no es, en
primera instancia, un asunto de seguridad, es un problema político.
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