El plan
presentado por el presidente electo para pacificar al país y atacar las causas
que provocan la inseguridad y la violencia, ha sido recibido con escepticismo
por algunos de los autodenominados expertos[1]; con críticas de parte de la
CNDH, al menos en algunos aspectos de la propuesta; con un franco rechazo de
parte de los partidos de oposición[2]; y con el apoyo de los
organismos empresariales.
Lo que más
se cuestiona es la permanencia de las fuerzas armadas como actor principal en
el combate al crimen, pero ahora “disfrazando” su participación con la creación
de la Guardia Nacional.
También se
le critica el que no haya un planteamiento de fondo para reformar y mejorar a
las policías, tanto a la federal, como a las estatales y municipales. Así como,
el que no haya una propuesta para reestructurar la procuración y administración
de justicia, por más que existan algunos planteamientos al respecto.
Todo ello,
justo cuando la Suprema Corte de Justicia de la Nación acaba de considerar que
la Ley de Seguridad Interior promulgada por Peña Nieto es inconstitucional, con
lo que la participación de las fuerzas armadas en materia de seguridad pública,
queda nuevamente a la espera de un marco jurídico apropiado que la avale; algo
a lo que se ha comprometido López Obrador, señalando incluso la necesidad de
reformar la Constitución para que la participación de los militares y marinos
en dicha materia, quede protegida desde la Carta Magna, para posteriormente poder
ser regulada con una ley específica.
Asimismo, la
mayoría de Morena y sus aliados en el Senado aprobaron la Ley Orgánica de la
que será la Fiscalía General de la Nación, con la oposición del PRI, PAN y PRD,
que consideraron que el presidente de la República mantendrá la última palabra
en el nombramiento del fiscal, y por lo tanto tendrá una influencia
determinante en su actuación.
En este
caso, es comprensible que López Obrador haya optado por una propuesta menos
ambiciosa, ya que la derecha latinoamericana, junto con los Estados Unidos, han
utilizado a las supuestas “fiscalías independientes” para atacar y
eventualmente derrocar a gobiernos de izquierda que no obedecen las ordenes de
los “mercados”, ni de Washington. Por ello, López Obrador no quiere quedar a
expensas de fiscales que reciban sus órdenes de los oligarcas mexicanos o del gobierno estadounidense,
cuando alguna de las política públicas que impulse, no sean del agrado de esos
actores políticos.
López Obrador
y su equipo cercano, junto con los altos mandos de las fuerzas armadas,
llegaron a la conclusión que retirar de una manera precipitada a los militares
y marinos de las funciones de seguridad pública, sólo ocasionaría un aumento de
la violencia e inseguridad, en vista de que la reforma de las policías, algo
que se ha intentado infructuosamente desde hace más de dos décadas, no se podrá
realizar en el corto plazo.
López Obrador
sabe que si en sus dos primeros años de gobierno, no se advierte una
disminución ostensible en los niveles de inseguridad y violencia en el país, su
gobierno sufrirá electoralmente las consecuencias en las elecciones intermedias
del 2021, y muy probablemente la muy laxa coalición gobernante que lo apoya
podría comenzar a resquebrajarse a mitad de su sexenio.
De ahí que
prefiera que los militares sigan en las labores de seguridad pública, pero
ensayando un nuevo enfoque, a través de la creación de la Guardia Nacional,
conformada de manera híbrida por policías militares, marinos y civiles; junto
con otras medidas novedosas como la posible legalización del consumo de la marihuana
y del cultivo de la amapola; una amnistía limitada a ciertos grupos criminales,
con objeto de que se retiren de esa actividad; y una estrecha cooperación con Estados
Unidos en el tema, para evitar presiones excesivas de los vecinos del Norte; y
a la vez, mantener el apoyo del sector empresarial en esta materia, para de esa
forma mejorar los canales de comunicación y colaboración con estos dos
estratégicos actores políticos.
Si tomamos
en cuenta que todo esto coincide con el juicio al “Chapo” Guzmán en Nueva York,
en el cual la familia Zambada está proporcionando los datos principales para la
condena del capo, como los sobornos que el cártel de Sinaloa daba a las
autoridades de la Ciudad de México, a la PGR, a los militares y a la Interpol
(alrededor de 300 mil dólares mensuales) para el almacenamiento y trasiego de
droga por la capital del país (y especialmente por el aeropuerto
internacional), para posteriormente ser enviados a Estados Unidos, se entenderá
que la presión sobre el gobierno entrante es mayúscula, ya que están quedando
al descubierto las complicidades de gran número de autoridades federales en
este tráfico ilícito, y ello obligará al presidente electo a hacer una limpia
de funcionarios, si quiere realmente atacar de fondo la criminalidad en el
país.
Pero si
mantiene en sus puestos a la mayoría de los funcionarios en PGR, Seguridad
Pública, CISEN, e incluso a varios altos mandos de las fuerzas armadas, que
pudieran quedar comprometidos en el citado juicio, entonces no se podrá sentir
traicionado o sorprendido, si su estrategia de seguridad es saboteada desde el
interior mismo de su gobierno.
Desgraciadamente,
hasta el momento, al equipo del presidente electo no se le ve disposición de
buscar entre sus bases de apoyo, a gente con preparación y experiencia que
pudiera empezar a sustituir a los funcionarios de las administraciones pasadas
que o bien han sido omisos en su responsabilidad; o incompetentes; o peor aún, cómplices
de los criminales.
Creer que
los mismos que han aceptado la “plata” de las organizaciones criminales, se
reformarán por arte de magia y ahora sí asumirán sus responsabilidades con el
Estado, es pecar de ingenuo.
Se requiere
ir conformando una nueva clase de funcionarios públicos, con los mecanismos y
protecciones necesarios, para que puedan cumplir con su encomienda; y así la
estrategia propuesta tenga una posibilidad de funcionar. De lo contrario, nos
vamos a quedar con más de lo mismo; y con las mismas justificaciones del porque
no funcionó.
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