El inicio de las “precampañas” de los “precandidatos” a la
Presidencia de México, está reflejando la creciente división que se advierte
entre los miembros de la oligarquía mexicana, la tecnocracia y la subclase
política corrupta, debido a varios factores que se han venido acumulando en las
últimas tres décadas, y que están impactando con toda su dureza en este crucial
año electoral.
Desigualdad económica y pobreza
El primero y más importante de todos esos factores es que el
neoliberalismo como modelo económico, aplicado a un país subordinado de la
potencia hegemónica, como lo es México, ha generado un abismo de desigualdad
entre el 10% de la población que absorbe el 65% de la riqueza del país, y el resto
de la misma.
La vigencia durante 24 años del Tratado de Libre Comercio de
América del Norte (TLCAN), devastó a buena parte de la economía agraria y de la
industria nacionales, en favor de un esquema trasnacional de producción, en el
que la mayor parte de los alimentos y la energía que consume el país (después
de haber sido uno de los principales productores de petróleo del mundo),
provienen de las importaciones; y respecto a las exportaciones manufactureras,
sólo el 26% de las mismas tienen contenido nacional, es decir, las partes
construidas o fabricadas en territorio nacional por empresas establecidas en
México, lo que implica que la mayoría de las exportaciones son importaciones
que se reexportan a otro país (Estados Unidos), como eslabón del proceso de
manufactura de un bien.
Es así, que el TLCAN sólo ha servido para que las grandes
empresas nacionales y en especial las trasnacionales[1]
abatan costos de producción, especialmente el de la mano de obra, y eliminen
barreras arancelarias en sus procesos de producción, con lo que sus utilidades
han aumentado exponencialmente.
De ahí que después de casi un cuarto de siglo de brutal
apertura económica del país (12 tratados de libre comercio que engloban a 46
países), la gran mayoría de la población no tiene vinculación directa con esa
apertura (alrededor del 75% de la población no se beneficia de ninguna forma de
ella); y por el contrario, sufre los efectos de la misma cuando las grandes
empresas desplazan a la población o afectan su entorno, como es el caso de las
mineras y ahora con la reforma energética, de las petroleras; o quedan fuera
del mercado, cuando grandes conglomerados pueden dominarlo ampliamente (los casos de las tiendas Oxxo en el comercio
minorista o de Wal Mart).
Así, el neoliberalismo con su “mantra” de la apertura
económica y la disminución de la participación estatal en la economía, ha
llevado a que en México el 1% de la población (1,275,000 personas)[2]
capturen el 17% de todo el ingreso nacional (170 mil millones de dólares)[3];
mientras que el 50% más pobre de la población (63.7 millones de personas),
apenas obtengan el 12% del ingreso nacional (120 mil millones de dólares). Con
estos niveles de concentración del ingreso, el famoso Coeficiente de Gini, que
mide los niveles de desigualdad en una sociedad, no es de .44 como lo afirman
las estadísticas oficiales (mientras más se acerca a 1, más desigual es una
sociedad), sino de .63.[4]
Como reflejo de lo anterior encontramos que México tiene el
tercer peor salario mínimo de América Latina, medido en dólares (sólo superior
al cubano y al nicaragüense), y sólo cubre el 80% de la canasta básica; similar
a lo que sucede en Ecuador o Guatemala; y mejor que lo que se consigue en
Argentina, en donde sólo se cubre el 60% de la canasta con un salario mínimo;
pero mucho peor que en Costa Rica donde con un salario mínimo se cubre el 578%
de la canasta; Panamá donde se cubre el 231% o Brasil en donde se llega al 220%[5].
Esta brutal desigualdad, que ha mantenido en la pobreza a la
mayoría de la población durante las tres décadas y media de aplicación del
modelo neoliberal, ya exasperó a una parte importante de la clase media del
país, que no ha crecido sustancialmente, y que por el contrario ve con pánico
como su nivel de vida se estanca y muy pronto podría convertirse en clase baja.
Corrupción
Si bien durante la mayor parte del siglo XX y lo que va del
XXI México ha sido considerado como uno de los países más corruptos del mundo;
y ello no afectó en gran medida la operación del sistema político ni las
relaciones sociedad-Estado; la acumulación de años de abusos, latrocinios, uso
patrimonial y discrecional de los recursos públicos por la subclase política y
sus socios tecnócratas y oligarcas, ha hecho crisis en el gobierno de Peña
Nieto. No sólo porque este presidente forma parte del grupo
político-económico-criminal más poderoso y conocido del país (el Grupo
Atlacomulco), asentado en el Estado de México (que rodea en tres cuartas partes
a la ciudad de México); sino porque el descaro y el cinismo con que han seguido
saqueando al erario público Peña y su grupo, junto con los otros grupos
políticos regionales que dominan distintas entidades del país (tanto
pertenecientes al gobernante PRI, como al PAN y al PRD), ha sido de tal
magnitud, que aún la muy permisiva y tolerante sociedad mexicana en tema tan
delicado, finalmente ha llegado a su límite.
Según la OEA la corrupción le cuesta a México el 10% del PIB
(alrededor de 100 mil millones de dólares), cada año; y dicho costo es hasta 5
veces mayor que el promedio mundial.[6]
De la misma forma, Transparencia Internacional ubica a México en el lugar 125
en su índice de percepción de la corrupción en 2016, con sólo 30 Puntos
(mientras más se acerca a 100, menos corrupto es un país), 6 puntos menos que
en 2012 cuando inició la administración de Peña.
Así, con casos de escándalo como los sobornos de la empresa
Odebrecht a quien era el coordinador de Asuntos Internacionales en la campaña
presidencial de Peña en 2012, Emilio Lozoya; y posteriormente director de la
petrolera estatal, Pemex; sin que hasta la fecha exista ninguna imputación o
detención relevante en el caso (a diferencia del resto de América Latina en
donde hasta ex presidentes están la cárcel), el gobierno de Peña llega con la
peor reputación en los últimos 35 años a su último año de gobierno, lo que sin
duda le ha generado un rechazo mayúsculo en la mayoría de la población (sus
niveles de aceptación no pasan del 25%).
Violencia, inseguridad e impunidad
El país es considerado uno de los más violentos del mundo y en
el 2017 se constató con el número más alto de homicidios dolosos desde que se
tienen estadísticas sistemáticas al respecto (1997), pues hasta octubre del año
pasado (último mes con estadísticas completas) se habían contabilizado 23,698
víctimas. Esto es, cada 16 minutos y 9 segundos hubo una víctima de homicidio
doloso en México, durante el 2017.[7]
Así también, los robos con violencia a negocio crecieron un
62% de 2016 a 2017; los asaltos con violencia en carretera crecieron un 54% y
los ataques con arma de fuego un 39%.[8]
En total la inseguridad en el país creció un 13% entre 2016 y
2017, y la impunidad se mantuvo en el rango del 97%.
Además, México es uno de los países con más asesinatos de
periodistas y defensores de los derechos humanos en el mundo; y de la misma
forma es el “país de los desaparecidos” con más de 32 mil desde el inicio de la
nefasta y fallida “guerra contra el narcotráfico”, iniciada por Felipe Calderón
en 2006.[9]
Obviamente esta crisis mayúscula en materia de seguridad ya rebasó
todos los límites de tolerancia de la sociedad mexicana, que demanda una estrategia
integral que detenga este tsunami de violencia, sangre y muerte.
Así, las clases dominantes del país, que han sido las grandes
beneficiarias de este esquema de explotación económica demencial, de corrupción
y de asociación con el crimen organizado, que les ha dado inmensas ganancias
durante tres décadas y media, tiene que dar algún tipo de respuesta a estos
problemas mayúsculos, que ellas han prohijado y aumentado durante años.
Su intención no es cambiar el esquema depredador que han
establecido, junto con la potencia hegemónica, sino dar la impresión una vez
más, de que están dispuestas a hacerlo. En suma, quieren realizar de nuevo,
como lo hicieron en el año 2000 (en donde llegó por primera vez en casi un
siglo, un candidato de oposición a la presidencia) un acto de prestidigitación,
de “gatopardismo”, que convenza principalmente a las clases medias (ya que a
las clases bajas las intimidan o las compran), de que “ahora sí” las cosas van
a mejorar.
Trump
El factor Trump es uno de los que más ha desestabilizado a
las clases dominantes de México, pues el presidente estadounidense rompió el
esquema de apoyo irrestricto a sus vasallos mexicanos, al ya no considerarlos
más como “amigos, socios y aliados”; pues desde su óptica y la de sus bases
electorales (principalmente del Sur y Medio Oeste; blancos de clase media baja y
de religión evangélica), México es la fuente de innumerables problemas en
Estados Unidos como la inmigración ilegal, que provoca baja en los salarios,
crimen en las ciudades y presión adicional en servicios públicos como la salud
y la educación; el TLCAN ha provocado la masiva fuga de empresas manufactureras
a México, en busca de salarios bajos para disminuir sus costos de producción, y
ello ha devastado regiones enteras estadounidenses, además de que el TLCAN
genera un fuerte déficit comercial para Estados Unidos; según Trump, México es
la principal fuente de drogas del enorme mercado de consumidores de ese país, y
por lo tanto “envenena” a su población; y los cárteles mexicanos del narco son
fuente de violencia, inseguridad y un riesgo permanente para la población de
dicho país.
En suma, Trump ve a México no como un socio, sino como un
competidor; no como un aliado, sino como un riesgo a la seguridad; y
ciertamente no como un amigo, pues considera que los gobiernos mexicanos se han
“aprovechado” del pobrecito y bonachón gigante económico y militar.
Obviamente, todo esto es una gran narrativa para culpar a
otros de los problemas que el capitalismo estadounidense se ha creado sólo; y
México como “apéndice” del país hegemónico mundial en esta era moderna, cumple
con las funciones que le han asignado (junto con Centroamérica y el Caribe), a
saber: proporcionar mano de obra barata, a través de la inmigración
indocumentada, para diversos sectores de la economía estadounidense (agrícola;
industrias alimentaria, textil y de la construcción; hoteles, restaurantes,
hospitales; empleados domésticos; para diversos oficios como plomería, carpintería,
jardinería; para cuidar niños y adultos mayores, etc.). Proporcionar materias
primas baratas para la industria estadounidense (petróleo, diversos minerales,
productos agrícolas, forestales y del mar); convertirse en una de las fuentes
de drogas que los más de 30 millones de consumidores habituales de ese país
demandan; y a la vez servir de “chivo expiatorio” por esa función.
Así también, México sirve como destino para colocar créditos
de las instituciones bancarias estadounidenses, que les permiten mantener al
país enganchado por décadas; como destino de inversiones de numerosas empresas
que aprovechan al mercado mexicano para expandir sus negocios; y en el ámbito
de la seguridad, como primera línea de defensa en su flanco sur contra el “terrorismo”,
la migración proveniente de Centro y Sud América (cuando así le conviene a Washington)
y como “caballo de Troya” para descarrilar iniciativas contra hegemónicas que
puedan surgir en América Latina (como las que en su momento han encabezado Cuba
y Venezuela, significativamente), para liberarse del yugo estadounidense.
Ahora Trump, con la renegociación del TLCAN, y en caso de no obtener
lo que él demanda, su posible terminación; con una política migratoria
restrictiva que golpeará fuertemente a los sectores de la economía estadounidense
que se aprovechan de esa mano de obra barata; y con una política fiscal que
atraerá capitales hacia su país, en detrimento de los países latinoamericanos y
emergentes en general; pero en especial, en detrimento de México, está poniendo
en la picota todo el proyecto que las élites globalizantes de Washington
(familias Bush y Clinton); Wall Street (Goldman Sachs, JP Morgan, Black Rock, etc.)
y California (Silicon Valley, Hollywood), habían configurado desde los años 90
del siglo pasado, para convertir a México en una colonia, tipo Puerto Rico, de
la que obtendrían enormes ganancias financieras y materiales y la permanente
subordinación político-militar de su importante vecino del Sur. Todo ello apoyado
por las lacayunas clases dominantes mexicanas, que a cambio sólo piden que se
les deje seguir enriqueciéndose obscenamente mediante la corrupción, el
capitalismo “de compadres” (los oligarcas) y su asociación con el crimen
organizado.
Desastres Naturales
Los terremotos de septiembre del 2017, sumados a una temporada
de huracanes particularmente agresiva, han dejado grandes zonas del país
destruidas (principalmente en el Centro, Sur y Sureste) y a millones de
mexicanos esperando la ayuda gubernamental, que llega a cuenta gotas; que
favorece principalmente a grupos vinculados con el gobierno federal o los
gobiernos estatales y que ya se está convirtiendo en una nueva fuente de corrupción.
Todo ello está alimentando todavía más inconformidad, más ira
y más deseos de cambios en la mayoría de la población.
Por todo lo anterior, las clases dominantes temen la llegada
de una opción política, que si bien tiene muy pocas posibilidades de cambiar el
modelo económico neoliberal, al menos se plantea la modificación de ciertos
pactos de impunidad y de colaboración entre los grupos hegemónicos del país.
Obviamente esa opción es la de Morena y López Obrador, quien
a pesar de haber moderado significativamente su discurso contra las élites depredadoras
(a las que denomina “la mafia del poder”); y haber sumado a su equipo de campaña
a numerosos miembros de dichas élites, sigue siendo visto como un “peligro”
para el esquema de explotación y depredación neoliberal; y de eterna
subordinación a la potencia hegemónica.
Pero ahí no radica el principal problema para las élites
depredadoras, sino que ellas se han dividido para enfrentar a López Obrador. Ya
que los partidos de supuesta oposición, PAN (de derecha), PRD (supuestamente de
izquierda) y Movimiento Ciudadano (de centro), se han unido en una coalición
para desplazar al PRI del poder; pero lo han hecho sin el “visto bueno” de los oligarcas,
de los tecnócratas y de la potencia hegemónica.
Así también, esa coalición que intenta mantener el modelo
neoliberal, pero con ciertas
modificaciones que puedan disminuir la oposición al mismo de la mayoría de la
población, pero especialmente de las clases medias, está recurriendo al
expediente de no respetar el “pacto de impunidad” que ha prevalecido entre el
PRI (y sus partidos vasallos PVEM y PANAL) con el PAN (que gobernó al país del
2000 al 2012), al dar a conocer uno de los mecanismos mediante los cuales el
partido en el poder financió sus campañas locales en los últimos años, y lo ha
hecho a través de uno de los gobernadores que menos confianza genera entre los
oligarcas del país; esto es, el gobernador de Chihuahua, Javier Corral.
El hecho de que Corral haya acusado al ex secretario general
adjunto del Comité Ejecutivo Nacional del PRI, Alejandro Gutiérrez de haberse
coludido con la Secretaría de Hacienda para desviar hasta 250 millones de pesos
del presupuesto del Estado para las campañas locales del PRI en el 2016, ha
sido considerado por la “intocable” tecnocracia y por la subclase política
corrupta, como una afrenta mayúscula, pues el “pacto de impunidad” ha implicado
no tocar ni con la mínima duda la credibilidad de la agencia por excelencia del
modelo neoliberal, o sea la Secretaría de Hacienda.
De la misma forma, Gutiérrez es muy cercano al ex líder del
PRI y considerado uno de los “padrinos” de la política mexicana (encargados de
hacer los inconfesables pactos entre la subclase política y los miembros
todavía menos presentables de la coalición gobernante), Manlio Fabio Beltrones;
lo que para la subclase política corrupta es una muestra más de que el “pacto
de impunidad” está en riesgo.
En ese sentido el precandidato presidencial del frente
PAN-PRD-MC, Ricardo Anaya, no es considerado como “confiable” por una parte
importante de las clases dominantes, ya que no ha detenido a Corral y al mismo
tiempo ha lanzado iniciativas económicas contrarias a la ortodoxia neoliberal,
como el llamado “ingreso universal”. De ahí que lacras políticas como el
senador Javier Lozano, que siempre fue un lacayo del PRI, hasta que en 2005 se
pasó al PAN,; ahora al ser hecho a un lado por el grupo de Anaya, que desplazó
de la hegemonía dentro del partido al ex presidente Calderón (al que está aliado
Lozano), regrese a su “madriguera” el PRI, para apoyar al tecnócrata Meade, y
manifieste sin ambages que ahora Anaya es más “peligroso” que López Obrador. Más “peligroso” porque no está sosteniendo el “pacto
de impunidad” entre los políticos corruptos, los oligarcas y los tecnócratas, y
ello es un riesgo aún mayor que las supuestas políticas “populistas” de López
Obrador, pues ponen en el escenario público la descarada forma de disponer del
erario público, los acuerdos entre tecnocracia y subclase política corrupta
para mantener el poder y la complicidad en todo esto de los oligarcas.
De la misma forma, está confirmándose una vez más la
complicidad de los funcionarios públicos (municipales y estatales al menos),
policías y miembros de partidos políticos con el crimen organizado, pues
nuevamente en Chihuahua las investigaciones sobre el asesinato de la periodista
de La Jornada Miroslava Breach, han expuesto que miembros del PAN informaron al
cártel de Sinaloa, que ellos no eran la fuente de información de los reportajes
en los que Breach denunciaba la forma en que el crimen organizado había negociado
con PRI y PAN el nombramiento de varios candidatos a presidencias municipales
en la zona serrana de Chihuahua (con objeto de evitar represalias por parte de dichos
grupos), razón por la cual asesinaron a Miroslava.[10]
En suma, la presión desde el exterior de parte de la
administración de Donald Trump (a pesar de que las clases dominantes mexicanas
cuentan con el apoyo de las principales dependencias encargadas de la seguridad
en Estados Unidos, ya que México es una pieza indispensable en su esquema
defensivo; así como de Wall Street, las grandes trasnacionales automotrices,
petroleras y de artículos de consumo generalizado; la Reserva Federal y el
Departamento del Tesoro); sumada a las crecientes disensiones internas entre
esas mismas clases y los grupos políticos que representan sus intereses en la contienda
presidencial de este año; y la acumulación de problemas y crisis económicas y
sociales, están poniendo en un estado de desesperación y angustia a las clases
dominantes mexicanas, por lo que crece la posibilidad de que recurran a las
fuerzas armadas (con la recientemente promulgada Ley de Seguridad Interior),
para mantener el poder a como dé lugar, en caso de que López Obrador llegue a
ganar las elecciones o Anaya resulte triunfador, y no pueda ser controlado como
los anteriores presidentes que ha puesto el modelo neoliberal.
Se acerca la posibilidad de un “impasse” que lleve a una
dictadura, quizás disfrazada al principio como una intervención temporal de las
fuerzas armadas para “restablecer el orden”, pero que bien puede hacerse
permanente ante la incapacidad del sistema político y económico para superar
sus muchas inequidades, injusticias, abusos y fracasos.
[1]
Sólo el 0.8% de todas las empresas que hay en México exportan, y las 100 más
grandes concentran el 82% de las exportaciones.
[2]
México tiene una población de 127.5 millones de habitantes.
[3] El
PIB de México es de 1046 billones de dólares.
[6] http://ceesp.org.mx/prensa/Agosto%2016/18/Cuesta%C2%A0la%C2%A0corrupcion%2010%20del%20PIB%20dice%20OEA.pdf
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