Las complejas relaciones de México y los Estados Unidos han
definido en importante medida la historia de nuestro país, en vista de que la
contigüidad geográfica y la asimetría de poder con la mayor potencia del mundo
en el último siglo; y antes de ello, con la mayor potencia emergente del siglo
anterior (s.XIX), han impactado la extensión territorial del país
(disminuyéndola en más de la mitad); la política interna y externa (las
Constituciones liberales de 1824 y 1857[1]
se inspiraron en la de Estados Unidos; las constantes intervenciones militares
y amenazas contra México han estado presentes a todo lo largo de nuestra
historia independiente); y la economía (desde fines del s. XIX y hasta la actualidad,
la dependencia económica respecto a los Estados Unidos ha sido constante).
De ahí que la política exterior, la económica y en parte la
política interna, han estado influidas y en muchas ocasiones, determinadas por
la relación bilateral.
Los distintos gobiernos mexicanos han lidiado con esta
realidad de diferentes maneras, dependiendo siempre de las capacidades internas
y de las condiciones políticas, económicas, militares y sociales del país en diferentes épocas.
Así por ejemplo, cuando México acababa de proclamar su
independencia de España, se buscó el apoyo de Estados Unidos (económico y
político), ante los amagos españoles de reconquista a través de la Santa
Alianza, lo que fue aprovechado por Estados Unidos para establecer al
continente americano como su coto privado, a través de la Doctrina Monroe
(“América para los americanos”) enunciada en 1823.
En cambio, el expansionismo territorial de los
estadounidenses los llevó a ingresar legal (facilidades otorgadas por el propio
gobierno de México) e ilegalmente en territorio mexicano (Texas), lo que a la
postre provocaría la separación de dicha zona (1836) y después la guerra
mediante la cual Estados Unidos arrebató a México más de la mitad de su
territorio (1846-48).
Este trauma nacional generó una actitud más defensiva de
parte del gobierno mexicano, ante la creciente agresividad y expansionismo del
vecino (compra forzada de La Mesilla en 1853).
Sin embargo, la situación de debilidad del gobierno mexicano
durante la Guerra de Reforma (1857-60) y su necesidad de préstamos y
reconocimiento político, acercaron nuevamente al gobierno mexicano al de
Estados Unidos (Tratado Mclane-Ocampo[2],
firmado por Benito Juárez).
Después de la fracasada invasión francesa a nuestro país y la
caída del Imperio de Maximiliano (1867), los gobiernos liberales mexicanos
tomaron como modelo al sistema político y económico de Estados Unidos,
intentando replicar el éxito logrado en ambos campos en el vecino país.
Fue Porfirio Díaz quien incentivó la inversión extranjera,
tanto europea como estadounidense, para “modernizar” a la nación.
Sin embargo, a lo largo de su dictadura, las constantes
presiones y exigencias de Estados Unidos por “reparaciones” a sus ciudadanos,
por supuestos daños en ocasión de las diferentes rebeliones sucedidas en
México; así como por la “inseguridad” en la frontera, ocasionada por bandidos e
“indios”; y especialmente las ambiciones de políticos y aventureros para
anexarse más territorio mexicano, convencieron a Díaz de que era preferible
inclinarse hacia las potencias europeas, para así equilibrar la influencia
estadounidense en nuestro país.
La Revolución Mexicana abrió un periodo de intervencionismo
político y militar de Estados Unidos[3],
con la intención de desplazar a las potencias europeas del ámbito económico
(especialmente a Gran Bretaña, Francia y Alemania), así como evitar que con el
inicio de la Primera Guerra Mundial, Alemania estableciera una “cabeza de playa”
en México; y a la vez, aprovechar la coyuntura de desorden en el país, para
imponer un gobierno “títere” de Washington.
Los resultados para Estados Unidos fueron mixtos, pues si
bien logró disminuir de manera relevante la presencia de las potencias europeas
en México en el ámbito económico, esto fue más una consecuencia de la
devastación sufrida por Europa durante la Primera Guerra Mundial, que de las
maniobras del gobierno estadounidense; y de la misma forma, la derrota de
Alemania evitó que este país tuviera una influencia mayor en México[4].
Por lo que respecta a un gobierno impuesto por Estados
Unidos, a lo largo de la lucha revolucionaria el gobierno de Woodrow Wilson
apoyó a distintas facciones (Huerta, Villa, Carranza), intentando engancharlos
al apoyo estadounidense; pero fueron finalmente los hechos en el terreno, los
que decidieron la victoria del constitucionalismo, que nunca aceptó
subordinarse a las directrices estadounidenses y que inteligentemente usó la
política internacional, amagando aliarse con Alemania, para hacer retroceder
las ambiciones estadounidenses (retiro de la Expedición Punitiva en 1917).
La Constitución nacionalista de 1917 volvió a generar la
molestia y las presiones estadounidenses para cambiar las disposiciones en
materia de petróleo y propiedad agraria, que afectaban los intereses
empresariales de sus nacionales.
El gobierno de Obregón, sin eliminar las disposiciones
constitucionales, logró el reconocimiento de Estados Unidos a través de los
llamados “Acuerdos de Bucareli” (1923), mediante los cuales se aplicaron dichas
disposiciones de una manera favorable a los intereses estadounidenses.
Fue en el gobierno de Cárdenas que nuevamente las relaciones
alcanzaron una tensión mayor, cuando las empresas petroleras estadounidenses y
británicas, se negaron a mejorar las condiciones salariales y laborales de los
trabajadores, y el gobierno mexicano (por única vez en la historia del país) se
puso del lado de los trabajadores, lo que provocó el conflicto
jurídico-político que derivó en la expropiación petrolera del 18 de Marzo de
1938.
La reacción de las petroleras y del gobierno de Estados
Unidos fue el boicot económico a México, pero nuevamente el gobierno mexicano aprovechó
las circunstancias de la política internacional, con la disputa que existía
entonces con las potencias del Eje (Alemania-Japón-Italia), para equilibrar las
presiones de Estados Unidos, pues el gobierno de Cárdenas amagó con romper el
bloqueo aliándose con dichas potencias, lo que llevó al presidente Roosevelt a
presionar a las empresas petroleras para que aceptaran llegar a un acuerdo con
el gobierno mexicano.
Durante la Segunda Guerra Mundial, México fue aliado de
Estados Unidos y al término de la misma, la vinculación de la economía mexicana
con la estadounidense se fortaleció, y además la “Guerra Fría” obligó a nuestro
país a alinearse con el bloque capitalista.
Sin embargo, dada la historia de intervencionismo militar,
agresiones y presiones por parte de Estados Unidos, distintos gobiernos
mexicanos mantuvieron una política de buena vecindad, pero de prudente
distancia.
Así, el gobierno de Estados Unidos, con tal de mantener un
vecino relativamente estable en lo político, económico y social al sur de su
frontera, toleró una cierta “independencia” de la política exterior mexicana
(caso cubano), a lo que se le denominó “relación especial”.
Pero el incremento del narcotráfico y de las adicciones en
Estados Unidos, así como el intervencionismo estadounidense en Centro américa,
llevaron la relación bilateral a nuevas tensiones en los años ochenta del siglo
pasado, que finalmente comenzaron a administrarse (caso del narcotráfico) y a
superarse (acuerdos de paz en El Salvador y Guatemala; elecciones en Nicaragua).
La llegada de los gobiernos neoliberales en México inició un
vuelco en la relación bilateral, pues se buscó que tanto la dependencia
económica respecto a Estados Unidos, como la subordinación político-militar, ya
no dependieran de la buena voluntad de los gobiernos, sino de instrumentos
político-jurídicos, como el Tratado de Libre Comercio de América del Norte
(1994), y más recientemente la Iniciativa Mérida (2008).
Así, las élites económicas y la mayor parte de la clase
política mexicana decidieron que era mejor “negociar” la subordinación mexicana
a Estados Unidos, para así obtener beneficios de ella, en vez de permanecer en
una situación de buena vecindad, pero con constantes tensiones y fricciones por
distintos temas y coyunturas.
Y así surgió la ficción de que ambos países son “amigos,
socios y aliados”. Ficción a la que el actual gobierno se sigue aferrando, a
pesar de que el titular del Poder Ejecutivo de la superpotencia y una parte
nada desdeñable del establishment político y económico de ese país, no
consideran a México ni amigo, ni socio, ni aliado.
DOS MODELOS EN LA RELACIÓN BILATERAL
Después de esta apretada revisión, a “vuelo de pájaro” de la
relación bilateral, se puede afirmar que los gobiernos mexicanos han tratado de
subsanar la asimetría de poder con la mayor potencia del mundo, mediante dos
rutas distintas:
A. La defensa de la soberanía e
independencia nacionales, aprovechando las circunstancias de la política
internacional, cuando Estados Unidos se encuentra presionado y ocupado en una
competencia con otras potencias mundiales (Primera Guerra Mundial con Alemania;
Segunda Guerra Mundial con Alemania y Japón; y Guerra Fría con la Unión
Soviética), para así disminuir las presiones estadounidenses y poder equilibrar
un poco más la relación.
B. El colaboracionismo (primeros años
después de la Independencia e intentos de reconquista de España; Guerra de
Reforma; invasión francesa), fue el intento de apoyarse en Estados Unidos ante
las ambiciones de potencias europeas, así como ante grupos internos
(conservadores) que amenazaban al gobierno constituido.
Sin embargo, en el momento actual, el colaboracionismo tiene
que ver más con la permanencia y consolidación de un sistema político-económico
que explota a la población y el territorio mexicanos en beneficio de una
minoría; que necesita a Estados Unidos, no sólo como modelo, sino como garante
y apoyo principal de dicho esquema de explotación; a cambio de ese apoyo, se le
aseguran a la superpotencia sus principales intereses económicos en el país, la
seguridad (relativa) en su frontera sur y la subordinación del país en materia
de política internacional.
Esto es, el colaboracionismo actual tiene que ver más con un
proyecto de las élites económicas y políticas neoliberales para asegurar su
lugar como apéndice del país hegemónico en el mundo, suponiendo que de esa
manera se evitan o disminuyen significativamente las presiones y los amagos de
intervención; y no tiene que ver con la defensa de la soberanía e independencia
nacionales, que ahora se han “relativizado”, con el supuesto de que el proyecto
es crear una región integrada de “Norteamérica”.
Pero da la casualidad de que ese proyecto de región integrada
es un proyecto de una parte de las élites de Estados Unidos, México y Canadá, y
de ninguna manera expresa el sentir de la mayoría de la población de los tres
países, ni tampoco de otros segmentos de las élites económicas y políticas de
los mismos. Esto es, ha sido un proyecto impuesto, no consensuado, ni mucho
menos consultado democráticamente.
De ahí que ha surgido recurrentemente, en los últimos 25
años, oposición al mencionado proyecto, principalmente dentro de Estados Unidos
(Ross Perot, Trump, Sanders) y México (C. Cárdenas); y ahora existe en
Washington un gobierno crítico de ese proyecto, que bien podría detenerlo, con
la salida estadounidense del tratado comercial y un endurecimiento de las
presiones en materia de seguridad, migración y política exterior.
UN MODELO
DISTINTO
Está claro que el colaboracionismo que se ha instrumentado
desde hace un cuarto de siglo, para favorecer a una élite, en detrimento de la
mayoría de la población en nuestro país, está encontrando sus límites, ya que
seguir insistiendo en él, como lo está haciendo el gobierno de Peña, está
llevando al país a hacer todavía más concesiones de las que ya ha hecho,
convirtiendo a México en algo menos que un protectorado estadounidense y por lo
mismo mucho más vulnerable a presiones, exigencias y de plano intervenciones
directas en materia política, económica e incluso militar.
Está claro también que la actual élite económico-política que
ha instrumentado esta estrategia de colaboracionismo, no desea, ni puede
cambiar de curso, lo que va a provocar que el país quede sin medio de defensa
alguno ante la superpotencia, pues habrá rendido todos los instrumentos que
podrían ayudar al país a equilibrar en alguna medida la relación bilateral.
De ahí que la única posibilidad de redireccionar la relación
bilateral, de tal forma que el país pueda recuperar algo de su soberanía e
independencia, forzosamente pasa por cambiar al gobierno de la República en las
próximas elecciones.
En caso de que esta hazaña pudiera lograrse, a pesar de la
guerra sucia, el fraude, la represión y los ríos de dinero que la élite actual
utilizará para evitar que eso suceda, el nuevo modelo de la relación bilateral
tendría que tomar en cuenta distintos puntos, en el plano estratégico.
En principio hay que considerar que los Estados Unidos se
encuentran en una etapa de crisis en sus estructuras económica, política,
militar y social.
En lo económico[5],
enfrenta una deuda descomunal, que ya supera al PIB; un permanente déficit
comercial con el resto del mundo; una continua desindustrialización, vinculada
a la dinámica de la globalización económica; una creciente competencia por
parte de China en términos comerciales e industriales, y cada vez más en el
ámbito tecnológico; y un crecimiento económico insatisfactorio, que se prolonga
ya por casi dos décadas.
En materia de política internacional, la unipolaridad del fin
de la primera Guerra Fría (ya estamos en la segunda desde 2014), ha dado paso a
la multipolaridad (China, Rusia y la Unión Europea, significativamente), que
obstaculiza los intentos hegemónicos de la superpotencia por definir, sin
negociaciones o consensos de por medio, las principales decisiones en el ámbito
internacional, lo que ha ido generando crecientes tensiones y una cada vez
menos disfrazada competencia por el liderazgo mundial, entre Estados Unidos y
China y Rusia, principalmente.
Además, Estados Unidos ha quedado atrapado en las prioridades
de sus aliados en diferentes regiones del mundo, como las de Israel, Egipto,
Arabia y Turquía en el Medio Oriente; Japón, Corea del Sur, Taiwán y las
Filipinas en el Lejano Oriente; y la OTAN en Europa del Este; aliados que están
vinculados fuertemente con grupos de presión internos (neoconservadores y
liberales intervencionistas); y con estructuras de poder que no permiten el
cambio de políticas en el ámbito internacional (el complejo
militar-industrial-de seguridad y la comunidad de inteligencia).
Así, en términos militares Estados Unidos ha sido llevado por
sus intereses geopolíticos, económicos y de prestigio internacional a mantener
una política de intervencionismo en diferentes regiones del mundo[6],
pero especialmente en el Medio Oriente, que le ha costado billones de dólares,
miles de muertos y heridos entre sus tropas, y una constante presión política y
social interna, que ha generado oposición a más aventuras militares; así como
el crecimiento en enfermedades mentales, suicidios y drogadicción entre las
decenas de miles de veteranos de esas guerras.
El esfuerzo de las élites estadounidenses por mantener la
hegemonía mundial a toda costa, y en impulsar el proceso de globalización
económica, ha pasado factura a la sociedad estadounidense, con zonas del país
golpeadas por la desindustrialización; aumento de drogadicción y crimen;
desempleo, subempleo o empleos peor pagados; y una mayor división entre grupos
sociales por cuestiones de raza, religión, nacionalidad o status
económico-social.
Pues bien, ante las evidencias de una potencia mundial con
tantos problemas, y que para muchos analistas refleja el inicio de su
declinación, las élites económicas y la mayor parte de la clase política en
México, han optado por vincular subordinadamente al país con ella, sin medir
del todo las consecuencias que eso ha tenido y tendrá en las estructuras
políticas, económicas y sociales; y lo han hecho por una cuestión de interés
grupal, no por un genuino interés de superar las carencias nacionales o mejorar
la situación material de la mayoría de la población.
El colaboracionismo impulsado por las élites neoliberales,
tanto de México como de Estados Unidos, tiene el objetivo de rendir
completamente la soberanía nacional a un proyecto de supuesta integración, que
en principio fue económico, y después pasó a ser político-de seguridad y
militar; dejando para después (25, 50 ó 100 años) la libre circulación de las
personas entre ambos países, dado el rechazo a ello de la mayoría de la
población estadounidense.
El problema con ese proyecto, como lo afirmamos antes, es que
es un proyecto de élites, sin consenso social en ambos países, y ni siquiera
con el consentimiento de partes relevantes del establishment político estadounidense y mexicano, lo que ahora se
ha expresado electoralmente con el triunfo de Trump; y que bien podría tener
una expresión nacionalista en México en el 2018, con un posible triunfo de
López Obrador.
Por ello, es indispensable que de triunfar la izquierda
moderada nacionalista en México, se rompan inicialmente los vasos comunicantes
que sirven como correas de transmisión del proyecto de integración, que sólo es
un esquema disfrazado de perenne explotación de la mano de obra, los recursos
naturales y financieros de México en favor de las élites globalizantes de
Estados Unidos y de sus vasallas contrapartes mexicanas.
De ahí que los primeros pasos que deberían darse para detener
el colaboracionismo y el proyecto antidemocrático de integración, serían los siguientes:
a) Es
necesario retirarse del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, pues es
el que sirve de instrumento a las élites neoliberales de ambos países para
mantener el proyecto de “integración”, que en realidad sólo es un proyecto de
permanente explotación de la mano de obra, los recursos naturales y financieros
de México (y es una vía para la degradación de la planta industrial y de las
organizaciones sindicales de ambos países). La relación comercial tendría que
llevarse a través de las reglas establecidas en la OMC, un instrumento
multilateral en donde las asimetrías entre ambos países pueden manejarse de una
manera menos desventajosa.
b)
México
debe dar por terminada la Iniciativa Mérida, mediante la cual todo el aparato
de seguridad e inteligencia mexicano ha quedado subordinado al de Estados
Unidos. Los “apoyos” económicos a través de este instrumento bien pueden
subsanarse internamente; no son absolutamente indispensables y por el
contrario, se convierten en un constante condicionamiento sobre las
instituciones mexicanas. Dentro de este punto, es necesario reestablecer la
prohibición de usar armas a los agentes estadounidenses que actúan en el país;
y, mantener un estricto control del número de los mismos que operan en
territorio nacional.
c) El
Ejército Mexicano y la Marina deben disminuir drásticamente su dependencia
respecto a sus contrapartes de los Estados Unidos; especialmente se debe dar
por terminada su subordinación al Comando Norte. Ello no significa que deba
terminarse la colaboración por completo, sino que ésta debe darse desde un
plano de igualdad, en términos político-jurídicos, ya que la dependencia de las
fuerzas armadas del país respecto a sus contrapartes estadounidenses ha llegado
a tal grado, que se corre el peligro de que su intervención en defensa de la
soberanía y el territorio nacionales, así como en asuntos de competencia
interna, acabe por ser autorizada por los comandantes estadounidenses.
d) Para
equilibrar esta disminución del colaboracionismo, es indispensable que en
materia comercial, de inversiones, de seguridad, etc. el país inicie
acercamientos firmes, prácticos con potencias que estén dispuestas a cooperar
en distintos ámbitos con el país (Unión Europea, países latinoamericanos,
China, Rusia, India, Japón, Corea del Sur, Sudáfrica, etc.).
e)
Las
autoridades mexicanas no deben asumir en automático las sanciones que Estados
Unidos aplica a otros países, empresas o individuos, a quienes acusa de
narcotraficantes, terroristas o corruptos; es indispensable establecer un mecanismo
que dé certeza jurídica y asuma la presunción de inocencia en México, antes de
aplicar políticas punitivas que no se sabe a ciencia cierta si están basadas en
evidencias, o son sólo instrumentos de presión política y económica de la
superpotencia.
Una vez rotos los hilos conductores que permiten la
subordinación mexicana a Estados Unidos, y que sin duda provocarán una andanada
de presiones, ataques y críticas de la superpotencia y de sus lacayos en México
y otros países, sería necesario diseñar los nuevos instrumentos de cooperación
con Washington, sabiendo de antemano que va a rechazarlos, esperando doblar al
gobierno mexicano con sus amenazas y presiones.
Así como en el tema comercial, la vía debería ser a través de
las reglas de la OMC; en narcotráfico se deberían aplicar mecanismos
multilaterales, como los negociados en los organismos especializados de la ONU[7],
en vez de establecer sólo las directrices que desean las agencias
estadounidenses; y el mismo caso vale para la migración.
Sin embargo, en el tema de migración, la vulnerabilidad de
México es mucho mayor dado que los migrantes mexicanos aportan 25 mil millones
de dólares al año de remesas, y Estados Unidos bien podría obstaculizar ese
flujo, para así tratar de evitar que México dé por terminados los otros
instrumentos de vasallaje que se han implantado en las últimas tres décadas.
Por ello, sería indispensable desarrollar una estrategia multifacética:
defensa legal y política de los migrantes en Estados Unidos; impulsar la
naturalización de la mayor parte de ellos, para evitar represalias económicas y
deportaciones; establecer medidas espejo en relación a posibles embargos de las
remesas, aprobando leyes internas mediante las cuales se impongan impuestos o
tarifas para exportaciones de empresas estadounidenses, en la misma medida;
denuncias y acciones en los organismos multilaterales; y, no descartar
expropiaciones de empresas y activos estadounidenses en el mismo monto en el
que se afecten las remesas (seguramente Estados Unidos aplicaría medidas
similares a empresas y nacionales mexicanos en su territorio; la ventaja es que
la gran mayoría de ellos son los que apoyan el colaboracionismo y la
subordinación a Estados Unidos, por lo que de hacerlo, el gobierno de ese país
estaría perjudicando a sus aliados).
Si México se encierra en mecanismos bilaterales con Estados
Unidos, sin tomar en cuenta la normatividad internacional, los acuerdos en el
ámbito multilateral, ni utiliza la cooperación con otros países, la asimetría
de poder en la relación bilateral, acabará por orientar las soluciones o la
administración de los problemas en favor de los Estados Unidos.
Así también, en vez de profundizar el “modelo estadounidense”
de desarrollo, que sólo ha intensificado la desigualdad y la concentración del
poder y del ingreso en una minoría, se requerirían explorar modelos menos
individualistas y excluyentes, empezando por priorizar al mercado interno, con
el impulso de cadenas productivas, substitución de importaciones y el apoyo a
la investigación y desarrollo científico-tecnológico en el país.
Se cree (equivocada e interesadamente) que impulsar el
mercado interno o buscar modelos diferentes de desarrollo, es ir contra la
globalización. Una globalización que ha sido planeada, dirigida e instrumentada
por élites excluyentes, que sólo buscan su enriquecimiento y la concentración
del poder en sus manos, y que no han buscado en ningún momento democratizar las
decisiones, el rumbo y los objetivos de dicha globalización.
Es por ello que una globalización democrática, debe buscar
primero el bienestar de la población, de la gente, no de los “mercados”, ni de
las minorías interesadas sólo en sí mismas.
Esto requiere una revolución política, social, cultural,
educativa, que tiene que liderar un gobierno que no esté comprometido, ni
condicionado por las élites, ni por la superpotencia; por ello, sus integrantes
no pueden provenir de esas élites, a riesgo de que un intento tan ambicioso,
aborte.
Si sucederá o no, dependerá de la fuerza organizada de una
parte importante de la sociedad mexicana, para cambiar el rumbo político del
país en el 2018.
De no ser así, el país seguirá hundido en la violencia, la
inseguridad, la impunidad, la corrupción, la pobreza y la desigualdad, que son
las divisas del modelo expoliador y depredador impuesto hace 35 años, por la
superpotencia y las élites vasallas mexicanas.
[1]
A excepción de la abolición de la esclavitud, que aún existía en los Estados
Unidos.
[2]
Tratado firmado por el gobierno de Juárez y el de Estados Unidos en diciembre
de 1859, por el que se daba libre tránsito a mercancías y tropas de Estados
Unidos por el Istmo de Tehuantepec, a cambio de 4 millones de dólares; así como
su derecho de tránsito por varias zonas del Norte de México. La rivalidad entre
estados esclavistas y anti esclavistas obstaculizó la aprobación del tratado en
el Senado de Estados Unidos.
[3]
Pacto de la Embajada (1913); ocupación de Veracruz y Tampico en 1914;
Expedición Punitiva 1916-17.
[4]
Intentos alemanes por instigar una guerra entre México y Estados Unidos
(Telegrama Zimmerman), que finalmente no fructificaron.
[5]
Aun considerando que Estados Unidos sigue siendo la mayor economía del mundo,
con el control sobre la principal divisa (el dólar) y con la base tecnológica
más avanzada del planeta.
[6]
Utilizando como su principal justificación la “Guerra contra el Terrorismo”.
[7]
UNODC y JIFE.
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