El triunfo del Primer Ministro de Holanda Mark Rutte, en las
elecciones legislativas realizadas ayer en ese país, sobre el “populista de
derecha” Geert Wilders, además de darle un respiro a las élites trasnacionales
favorables a la globalización, ha ampliado aún más el debate sobre lo que los
medios de comunicación internacionales han insistido los tres últimos años,
respecto al auge del populismo, e incluso al resurgimiento del fascismo.
Es importante por lo mismo, acercarse un poco a lo que estos
términos significan, ya que continuamente son usados de manera peyorativa en
los medios de comunicación, y como descalificaciones para los partidos o
personajes que son identificados con los mismos.
El populismo, en el ámbito político, ya sea de derecha o de
izquierda, ha sido vinculado tradicionalmente con la aplicación de políticas
públicas que buscan el apoyo de las “clases populares”, y llevan implícitas un
rechazo a los partidos políticos tradicionales; a las instituciones y
burocracias “oficiales”, que se considera han perjudicado a las mayorías y han
bloqueado la participación de las masas en la cosa pública, en favor de
minorías políticas y burocráticas que sólo buscan su permanencia en el poder y
su beneficio grupal.
Así también, al populismo se le identifica con la existencia
de un líder carismático que tiene contacto directo con el pueblo, sin
intermediarios (partidos políticos específicamente); promoviendo una amplia
movilización popular, con objeto de contrarrestar a los grupos políticos y
económicos enquistados en el poder; así como una retórica nacionalista, que
identifica a las élites políticas y económicas locales, como instrumentos o
aliados de potencias o intereses extranjeros.
El fascismo surge en Italia después de la Primera Guerra
Mundial, y fue un movimiento político encabezado por Benito Mussolini (entre
1922 y 1943).
En el fascismo también encontramos elementos del populismo,
como el líder carismático, que si bien mantiene el contacto directo con las
masas, las controla mediante su agrupación en corporaciones, de acuerdo a su
papel en la sociedad y en la economía, la cual es por lo tanto dirigida desde
el poder político, que subordina a las clases económicas, pero manteniendo la
preponderancia de los dueños del capital. Y asimismo, se crea un partido que
domina por completo la política, convirtiendo al sistema en un totalitarismo,
sin permitir la existencia de fuerzas políticas contrarias, algo que en los
regímenes populistas no se presenta, pues se mantienen elecciones regulares,
pero con un amplio dominio del frente o coalición populista que sostiene al
régimen.
El nacionalismo versus otros países o potencias que se
consideran como enemigas, es un componente esencial del fascismo, pues así
permite mantener a la población en alerta y en riesgo constante, y por lo mismo
el componente militar es primordial en los regímenes fascistas, pues así se
fortalece el control sobre la sociedad y se envía el mensaje al exterior de que
cualquier intento de desestabilización del régimen será respondido
inmediatamente con la fuerza y con el apoyo de toda la sociedad.
El fascismo critica por igual a las democracias capitalistas
y a los países socialistas, pues considera que sólo la fuerza, la determinación
y una dirección unificada pueden ordenar y hacer progresar a la sociedad;
considerando que las primeras son decadentes y los segundos coartan las
potencialidades de los individuos.
Especialmente en América Latina, diversos politólogos y
sociólogos han identificado a distintos gobiernos con el populismo “de
izquierda”, tales como el de Getulio Vargas en Brasil (1930-45; 1951-54);
Lázaro Cárdenas en México (1934-40); Juan Domingo Perón en Argentina (1946-55;
1973-74); Hugo Chávez en Venezuela (1999-2013), Evo Morales en Bolivia (2006 a
la fecha); y Rafael Correa en Ecuador (2007 a la fecha); sólo por poner algunos
ejemplos significativos.
Ahora se está identificando a populistas de derecha a
políticos actuales que han tenido un auge en Europa, pero con rasgos “fascistas”,
tales como el propio Wilders en Holanda, Marine Le Pen en Francia, Nigel Farage
en Gran Bretaña y Víctor Orban en Hungría (actual Primer Ministro).
Sin embargo, quizás el principal ejemplo de populismo de
derecha, con rasgos fascistas es el presidente de Estados Unidos, Donald Trump.
Trump ataca abiertamente a las instituciones y a los
políticos tradicionales, a los que ha identificado como los causantes de la
decadencia de Estados Unidos; identifica a los extranjeros, los inmigrantes
indocumentados y refugiados y a países en específico, como amenazas para la
economía y la seguridad de su país; mantiene un contacto permanente y directo
con las masas que lo apoyan, a través de twitter y de mitines en los que
continuamente se presenta como el defensor de las causas populares, aunque en
los hechos sus políticas están claramente diseñadas para favorecer a los
capitalistas estadounidenses.
Así también, manifiesta que Estados Unidos está amenazado
desde el exterior, lo que obliga a un permanente fortalecimiento militar.
Todos estos son rasgos perfectamente identificables con el
fascismo, pero acotados por las instituciones democráticas estadounidenses
(Poder Judicial, medios de comunicación, elecciones regulares, al menos un
partido de oposición importante, etc.), lo que evita, al menos por ahora,
calificar al gobierno de Trump como plenamente fascista; aunque es claro que si
tuviera la oportunidad de deshacerse de esos contrapesos del sistema político
estadounidense, lo haría gustoso.
En México, los partidos políticos de derecha como el PAN, PRI
y PVEM han pretendido descalificar a la izquierda, primero al PRD y ahora a
Morena, señalando que impulsan políticas “populistas”, específicamente en el
ámbito económico, considerando que son “irresponsables”, básicamente porque
limitan o constriñen la libertad de los “mercados”, que según su visión, son el
motor del crecimiento económico y la prosperidad.
En vista de que los candidatos presidenciales de la izquierda
en los últimos 30 años en México (Cuauhtémoc Cárdenas y Andrés Manuel López
Obrador) han pugnado por políticas redistributivas del ingreso, que eviten la
concentración del mismo en una minoría, y que se promuevan políticas sociales
que impulsen la educación, la salud y el combate a la pobreza en el país, han
sido atacados continuamente por los partidos y gobiernos de derecha en México
como “populistas”, queriendo con ello descalificarlos ante la opinión pública.
Para las elecciones presidenciales del 2018 estará nuevamente
en juego el tipo de proyecto económico que el país debe seguir, en vista de que
el neoliberalismo que ha sido impuesto durante 35 años ha mantenido la desigual
distribución del ingreso (el 10% de la población concentra el 65% de la riqueza
nacional); los índices de pobreza no han cambiado (las estadísticas oficiales
la sitúan desde hace 25 años entre 45 y 55% de la población[1]);
mientras que estudios de investigadores mexicanos la llegan a situar en 83.4%[2]);
y el crecimiento económico promedio en todo ese periodo no ha superado el 2%
anual[3].
Los ataques a la izquierda por el actual gobierno neoliberal
y en general la coalición que ha dominado al país estas tres décadas, se
intensificarán hacia el candidato de izquierda como representante del “populismo”,
a pesar de que el modelo económico neoliberal ha demostrado que su objetivo es
la concentración del ingreso y del poder económico en una minoría, en detrimento
de las mayorías del país.
Por lo que si bien el término populismo puede ser usado de manera peyorativa y descalificadora,
no es un concepto negativo per se,
sino de acuerdo a quien lo emite, en el contexto en que lo usa y dependiendo a
quién va dirigido.
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