El dirigente del Movimiento de Regeneración Nacional (MORENA),
Andrés Manuel López Obrador, está recorriendo la República Mexicana con objeto
de lograr que organizaciones sociales, empresariales, no gubernamentales,
ciudadanos, e incluso miembros de otros partidos políticos firmen el Acuerdo de unidad por la prosperidad del
pueblo y el renacimiento de México, mediante el cual se pretende que “mujeres
y hombres, pobres y ricos…pobladores del campo y de la ciudad, religiosos o
libre pensadores” luchen juntos para lograr “por la vía pacífica y legal, un
cambio de régimen y hacer de la honestidad una forma de vida y de gobierno”.
En la convocatoria, López Obrador señala que su Nuevo Proyecto
de Nación 2018-2024 se resume en “gobernar con rectitud, desterrar la
corrupción, abolir la impunidad, actuar con austeridad y destinar lo que se
ahorre para financiar el desarrollo del país”.[1]
Como se puede apreciar en esa convocatoria, la crítica al
modelo económico neoliberal, que ha concentrado el 65% del PIB nacional en el
10% de la población; que ha devastado los recursos naturales y financieros del
país; y ha ocasionado crisis económicas profundas como las de 1995 y 2009 (ésta
proveniente de Wall Street); y que se ha impuesto al país mediante tres grandes
fraudes electorales (1988, 2006 y 2012), ha desaparecido del discurso del
principal opositor al sistema económico y político imperante en México.
Como ya lo analizamos en otro artículo de este blog (López
Obrador y la Gran Burguesía; 17/02/17), el dirigente de Morena ha optado por
hacer una alianza con una parte de la gran burguesía del país, para evitar que
los oligarcas se unan en su contra y frustren una vez más su llegada a la
presidencia.
Vale la pena recordar aquí que nuestro país, desde su
nacimiento como país independiente, ha estado dividido entre una minoría
poderosa y separada del resto de la población; una raquítica clase media que se
debate entre su subordinación y admiración por las clases altas y su deseo de
erigirse en la dirigente del país, y por lo tanto en opositora de esas mismas
clases; y una gran mayoría de pobres y desheredados que luchan por sobrevivir,
y que por lo general son utilizados como clientela política y en su caso, como “carne
de cañón” en las disputas por el poder entre las élites.
Así, en 1820, la revuelta encabezada por Rafael del Riego en
España, obligó al rey Fernando VII a jurar la Constitución liberal de 1812,
aprobada por las Cortes de Cádiz.
Este hecho amenazó los intereses del clero, el ejército y los
terratenientes de la Nueva España, que durante diez años habían combatido y
vencido a los insurgentes mexicanos que luchaban por independizar a la colonia
de la madre patria.
Pero ahora, la independencia se presentaba como la mejor
opción para evitar que la Constitución liberal de 1812 se impusiera en tierras
americanas y con ello los privilegios y fueros de las clases altas de la Nueva
España se vieran amenazados.
Y como lo señala Enrique González Pedrero[2]:
“Para evitar que todo cambiara, la sociedad colonial debió romper la
dependencia. Y lo hizo: se sustrajo del liberalismo hispano para garantizar privilegios
corporativos de la jerarquía eclesiástica y del ejército”.
Y es así como las clases acomodadas de la Nueva España le
encomiendan a uno de los militares más influyentes, Agustín de Iturbide, que
encabece el movimiento de independencia, para lo cual éste considera
indispensable atraer a la causa a los pocos insurgentes que en el Sur aún
estaban levantados, bajo las órdenes de Vicente Guerrero, y así concibe el Plan
de Iguala, que en palabras de Lorenzo de Zavala[3]
pretendía:
..conciliar los
diferentes intereses de los partidos, pues se establecía la independencia, se
aseguraba la monarquía, se daban garantías a los españoles y el pueblo recibía
una forma de gobierno más análoga a sus nuevas necesidades y a sus costumbres y
hábitos.
Sigue diciendo González Pedrero[4]:
“..la habilidad de Iturbide consistió en plantear las cosas no ideológicamente
sino en términos políticos. Reunidos en Acatempan el 24 de febrero de 1821,
Iturbide y Guerrero proclaman, en el Plan de Iguala, a la vez, la independencia
y la monarquía bajo una sola religión y en medio de la unión de todos los
mexicanos”.
Pero las “contradicciones que el papel toleraba hacían corto
circuito en la realidad”[5].
Y esto fue así porque “en política no sólo es imposible sino sospechosa la
unanimidad y hay que optar siempre entre inconvenientes”.
Ahora López Obrador pareciera establecer la unidad de los
mexicanos en base a unos cuantos principios (honestidad, combate a la
corrupción y a la impunidad, austeridad y ahorro), para así evitar entrar en
una disputa ideológica con los poderosos representantes del modelo neoliberal,
que a falta de pueblo, tienen en su haber los recursos económicos y el aparato
de coerción que les puede permitir frustrar por tercera vez consecutiva la
llegada de López Obrador a la presidencia.
El problema con este neo Plan de Iguala, en el que las clases
altas no se sientan atacadas y tengan “garantías” de que no serán consideradas
como enemigas de un gobierno encabezado por López Obrador, es que más temprano
que tarde, las mismas prácticas corruptas y de “capitalismo de compadres”; los
mismos privilegios y abusos que han permitido a esas clases dominar al país por
décadas; las mismas relaciones peligrosas con políticos corruptos e incluso con
los grupos del crimen organizado, van a llevarlas a intentar detener y sabotear
cualquier agenda que pretenda cambiar esas reglas del juego.
Y si bien López Obrador está siendo cuidadoso en no atacar a
la “libre empresa”, ni enemistarse con la superpotencia (Estados Unidos),
incluso señalando que estaría dispuesto a defender el Tratado de Libre Comercio
de América del Norte ante su posible repudio por parte del gobierno de Trump;
la realidad es que en el momento en que pretenda llevar a la práctica una
gestión gubernamental honesta, sin corrupción y atacando la impunidad (lo de la
austeridad lo va a enfrentar con las burocracias establecidas en los gobiernos
federal, estatales, municipales y en los partidos políticos), va a chocar con
los grupos económicos poderosos que han medrado por décadas en un sistema en el
que la ley se aplica solo a los débiles y a los pobres; y en el que las
relaciones, conexiones y complicidades entre poder económico y político han
permitido la concentración de la riqueza y de los privilegios en una minoría
que no va a estar dispuesta a cambiar dichas prácticas y que por lo mismo se va
a encargar de sabotear a un gobierno de Morena que pretenda afectar ese
sistema.
Pero por el momento, la “cargada” (sobre todo de perredistas)
se está yendo en favor de López Obrador, que promete perdón y casi olvido (pues
aún manifiesta que “Nuestros adversarios están en las cúpulas de poder
económico y político y en las burocracias corruptas de los partidos. Abajo no
tenemos diferencias con nadie; el problema está arriba”), a cambio de que un
gran frente se conforme a su alrededor y así se evite un nuevo fraude electoral
en el 2018.
Si llega a la presidencia, entonces se verá si puede cumplir
con una agenda menos ambiciosa que la de sus anteriores campañas presidenciales,
y que seguramente llegará más acotada por los acuerdos de “garantías” que haya
tenido que dar a ciertos grupos poderosos, con tal de que jueguen como “aval”
de su moderación y nuevo espíritu conciliador. Veremos.
[1]
Regeneración; Número 16; Enero-Febrero; Año 2; México; p.5
[2]
González Pedrero, Enrique; País de un
solo hombre: el México de Santa Anna. Vol. I La ronda de los contrarios;
Fondo de Cultura Económica; México; 1ª. Edición; 1993; p.127.
[3]
Ibidem. P.128
[4]
Ibid. P.129
[5]
Ibid.P.129
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