Hoy en la noche se realizará en la universidad Hofstra, en
Hampstead, Nueva York, el primer debate de tres (los otros dos se realizarán en
el mes de Octubre), entre los candidatos a la presidencia de Estados Unidos,
Hillary Clinton por el Partido Demócrata y Donald Trump por el Partido
Republicano.
Llegan al debate prácticamente empatados en las encuestas a
nivel nacional (46% Clinton, 44% Trump)[1],
cuando hace dos meses Clinton aventajaba a Trump por 5 puntos porcentuales.
Se espera que esta noche alrededor de 100 millones de
personas vean el debate, cuando la mayor cantidad se había alcanzado en el
primer debate entre Ronald Reagan del Partido Republicano y el entonces
presidente James Carter del Partido Demócrata en 1980, que alcanzó 70 millones
de televidentes.
En anteriores elecciones el primer debate no ha sido tan
decisivo, pues se recuerda que en 1984, el entonces candidato demócrata Walter
Mondale, le pasó por encima al presidente Reagan, y sin embargo el resultado
final de esas elecciones fue el triunfo más holgado en la historia de las
elecciones presidenciales, en favor de Reagan.
De igual forma, en las pasadas elecciones del 2012, si bien
el actual presidente Barack Obama fue visto como el perdedor ante el candidato
republicano Mitt Romney en el primer debate, al final de la contienda electoral
Obama se impuso con cierta facilidad sobre el ex gobernador de Massachussetts.
Sin embargo, esta elección representa un parteaguas en la
historia reciente de Estados Unidos, pues Donald Trump está desafiando varias
de las “verdades” prácticamente inmutables de las políticas exterior, militar, interior
y económica de ese país, en los últimos 25 años, por lo menos.
Así, para las élites política, militar y económica estadounidenses
no está a discusión que Estados Unidos es la máxima potencia mundial y por lo
tanto, no aceptan que ningún otro país los desafíe en plano alguno de los
campos del poder.
En ese sentido, después del fin de la Segunda Guerra Mundial
quedó claro para cualquier aspirante presidencial que el “destino manifiesto”
de Estados Unidos era ser el “líder del mundo libre”, o lo que era lo mismo en
ese entonces, el país hegemónico del campo capitalista, entendiendo que desde
1945 y hasta 1991 existió un bloque antagónico, con un líder visible (la URSS),
que disputaba la hegemonía mundial a los estadounidenses.
Ese liderazgo implicaba mantener las fuerzas armadas más poderosas
del mundo (lugar siempre en disputa con la URSS); la economía dominante; la
moneda clave en las relaciones económicas internacionales; y la capacidad y
voluntad para intervenir política y militarmente en casi cualquier parte del planeta
(excepto en la URSS y su área de influencia, ni en China comunista).
Con la caída del “socialismo real” en 1991, las élites
estadounidenses se encontraron dirigiendo a la única superpotencia mundial, y
por lo tanto hicieron de la “unipolaridad” su condición sine qua non. Esto es, una vez alcanzado el dominio del mundo, ya
no permitirían ser desafiados en ningún campo del poder nuevamente.
En el mismo sentido, el triunfo del capitalismo sin
fronteras, en el que las grandes corporaciones de Estados Unidos serían las principales
promotoras, se convirtió en la otra cara de la moneda de la dominación mundial,
pues la “globalización” económica le permitía al capitalismo estadounidense
superar sus contradicciones internas (disminución de la tasa de ganancia por
mayores regulaciones laborales, ambientales, de protección al consumidor;
crisis de sobreproducción; trabas a la expansión del capital; etc.).
Así, desde 1991 se incluyó en el catálogo de convicciones de
todos los candidatos a la presidencia de Estados Unidos el mantenimiento del
dominio político y militar, a través de un gasto militar exorbitante; apoyando
la intervención política y militar en regiones y países en donde se advirtiera
oposición o reticencia al dominio estadounidense (y de ahí la presencia de más
de 800 bases militares y navales alrededor del mundo)[2];
y el impulso de la globalización económica, y especialmente de la financiera,
como medio para asegurar el predominio del capitalismo trasnacional
estadounidense en todo el orbe.
Para Hillary Clinton, estas “verdades” siguen siendo
inmutables, y por lo tanto, ella representa ese “consenso” entre la mayor parte
de las élites estadounidenses.
Sin embargo, los costos y el peso de la hegemonía política,
económica y militar para Estados Unidos han ido creciendo continuamente desde
1991.
Y es que se creyó que con la desaparición del “bloque
comunista” y la transformación de China en un taller del capitalismo mundial,
el Occidente capitalista contaría con un excedente de recursos que ya no
necesitaría destinar a defensa y gastos militares, pues la amenaza de un bloque
antagónico se había disipado.
Pero da la casualidad de que todo el aparato
político-económico-militar construido a raíz de la Segunda Guerra Mundial y que
alcanzó niveles mayúsculos durante la Guerra Fría, no estaba dispuesto a
desaparecer de la noche a la mañana.
Este complejo entramado de poderosísimos intereses buscó
mantener su presencia impulsando el intervencionismo militar estadounidense en
cuanto conflicto local o regional se presentara, con el pretexto de defender la
democracia, los derechos humanos o combatir a narcotraficantes o dictadores (Panamá,
Colombia, Somalia, Serbia, Kosovo, Irak).
Pero esos pretextos no eran suficientes para sostener la
maquinaria bélica funcionando, por lo que convenientemente surgió de los
sótanos de la CIA y de las cuentas de los jeques árabes, una organización
terrorista que se encargó de sustituir al “enemigo” existencial que era la
URSS, llamada Al Qaeda (ahora es el Estado Islámico), que a partir de mediados
de los años noventa del siglo pasado permitió mantener al alza los presupuestos
y el intervencionismo militar estadounidense.
El ataque de “bandera falsa” del 11 de septiembre de 2001,
acabó de cerrar el círculo, con lo que una nueva, interminable y jugosa guerra
(en términos políticos y presupuestales) nació: “la “Guerra contra el
Terrorismo”.
Hillary Clinton y en parte Donald Trump, representan una
continuidad con esa exigencia de los poderes fácticos que se han beneficiado de
dicha guerra como el complejo militar-industrial-de seguridad, el lobby pro
Israel y grupúsculos políticos incrustados en ambos partidos, como los
neoconservadores en el Republicano y los “humanitarios intervencionistas” en el
Demócrata.
Ahora Trump y una parte del establecimiento político
estadounidense ha puesto en duda esas “verdades” (Bernie Sanders también lo
hizo en el bando demócrata), especialmente en la supuesta responsabilidad estadounidense
de ser el “policía del mundo” (Trump ha dicho que él se está postulando para
ser presidente de Estados Unidos, no del mundo); y en lo que se refiere a
seguir impulsando la apertura comercial y la globalización económica, que desde
su punto de vista, y el de una parte de la propia élite política
estadounidense, ha resultado en la destrucción de la base manufacturera del
país, monstruosos déficits comerciales, pérdida de empleos y caída de salarios.
Así también, Trump ha desafiado uno de los puntos centrales
en los que se ha basado una parte de la economía estadounidense, y esto ha sido
el aceptar, desde 1965, millones de migrantes (legales e ilegales) para
mantener competitiva a la economía, con la incorporación de mano de obra
fácilmente explotable, con sueldos y prestaciones menores a los de los
residentes y ciudadanos.
De ahí que para la élite dominante (hasta ahora) de Estados
Unidos, Trump represente una amenaza mayor, pues ha señalado que los pilares
fundamentales del consenso post Guerra Fría, e incluso del consenso post
Segunda Guerra Mundial (como sus críticas a la OTAN), favorecen a esas élites,
pero no necesariamente a la mayoría de la población.
Así también, para Trump no significa mayor amenaza a la
hegemonía estadounidense el que Rusia intente reafirmar su status de potencia
regional, o que se integre como parte fundamental de la “guerra contra el
Terrorismo”, en cambio para las élites del complejo militar-industrial-de
seguridad y el lobby pro Israel, el permitir que una potencia que ya se
consideraba vencida, se recupere y vuelva a ponerse al mismo nivel que Estados
Unidos en el plano militar, constituye un retroceso inaceptable y posiblemente
el inicio de la decadencia estadounidense.
Por todo lo anterior, esta elección es crucial en la vida de
Estados Unidos y del mundo, pues puede significar un giro importantísimo en la
forma en que este país ejerce su hegemonía y se relaciona con el resto de la
comunidad internacional.
Esto no quiere decir que Trump esté renunciando a la primacía
norteamericana, sino que lo haría de una forma distinta, regresando posiblemente
a formas más arcaicas (imposición de tratados o de condiciones políticas y
económicas favorables a Washington, como en el caso de México), pero también
menos sofisticadas (enfrentamiento comercial con China), que bien pueden tener
consecuencias desastrosas para el planeta.
Hillary por su parte, intenta mantener la hegemonía
indisputada de Estados Unidos, y ello puede llevar ciertamente a situaciones
límite con las otras dos potencias nucleares que no aceptan el dominio
estadounidense: Rusia y China.
En suma, este primer debate puede ya dar algunas pistas de
por dónde se podría decantar la elección presidencial de Estados Unidos, y las
consecuencias que tendrá para el mundo en los próximos cuatro años.
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