La democracia no funciona con otro sistema económico más que
con el capitalismo, ya sea en su versión keynesiana o en el capitalismo salvaje
que se ha implantado en el mundo desde el derrumbe del socialismo real.
El capitalismo del siglo XXI requiere de un régimen político
que logre lo siguiente:
-
Control
de las mayorías (sean trabajadoras y/o marginales), con objeto de que acepten su
explotación y/o marginación sin protestar, a través de los aparatos
propagandísticos (medios de comunicación), coercitivos (fuerzas armadas y de
seguridad) y de supuesta representación (sindicatos y partidos políticos).
-
Creación
de una estructura legal y burocrática que justifique y proteja el sistema de
explotación de la mayoría de la población y de los recursos naturales (poderes
ejecutivo, legislativo y judicial).
-
Sistema
de rotación de élites capitalistas, a través de un sistema electoral para el
reparto del poder, de tal manera que se eviten disputas que pongan en riesgo al
régimen político y al sistema económico (elecciones locales, estatales y
nacionales).
-
Representación
nacional ante otras élites capitalistas en el ámbito internacional, para
negociar su participación en el mercado mundial y canalizar institucionalmente
la competencia capitalista (relaciones internacionales).
En este siglo la importancia de los
derechos sociales de las mayorías (alimentación, salud, educación y vivienda), ya
no están siendo considerados como obligaciones u objetivos de las democracias,
puesto que el sistema económico ha definido que son parte del “mercado” y por
lo tanto objeto también de la competencia depredadora. De ahí que las
legislaciones e instituciones que se fueron conformando durante 150 años para
evitar que la masa trabajadora fuera sobre explotada, han estado desapareciendo
rápidamente en los últimos 20 años.
Las democracias, tanto en los países
denominados desarrollados, como en los eufemísticamente llamados emergentes y
en los subdesarrollados, deben servir al neoliberalismo, para que se pueda
obtener el máximo provecho (o utilidad) de la población y los recursos
naturales, en beneficio de la minoría capitalista dominante. Todo lo demás
queda subordinado a esto.[1]
De ahí que los gobiernos progresistas
de América del Sur (Brasil, Argentina, Venezuela, Bolivia y Ecuador) que en los
últimos 15 años intentaron desde el poder político y a través de la democracia
modificar, que no derrumbar (aunque el chavismo venezolano sí se lo propuso) al
capitalismo salvaje del siglo XXI, utilizando para ello los altos precios de
las materias primas que venden al exterior, se toparon con los límites de la
propia democracia funcional al neoliberalismo, pues la redistribución de la
renta no podía llegar a modificar la esencia del sistema, que es la explotación
de la población y de los recursos naturales en beneficio de las minorías
depredadoras nacionales y trasnacionales.
Cuando la única fuente real para
redistribuir los ingresos se achicó, esto es, los ingresos provenientes de la
exportación de materias primas, estos gobiernos ya no tuvieron asidero para
mantener esas políticas, y los mecanismos de la propia democracia funcional al
neoliberalismo se pusieron en marcha para que el sistema siguiera cumpliendo su
función esencial; esto es, la extracción de la riqueza en beneficio de una
minoría.
Por eso, acusar a personas en
específico (como Macri en Argentina, López y Capriles en Venezuela o Temer y
Cunha en Brasil), como los “malvados” que se lanzaron a destruir los gobiernos “buenos”
de izquierda, es una simplificación que no asume la verdadera causa del fracaso
de dichos gobiernos, que radica en que el régimen político imperante mediante
el cual esos gobiernos asumieron el poder, está embonado perfectamente con el
capitalismo depredador y salvaje actual, por lo que ambos son las dos caras de
una misma moneda, y aspirar a cambiar (o incluso derruir) la explotación
capitalista, usando a la democracia que se ha implantado para desarrollar y
defender ese mismo sistema, es un ingenuidad y está condenado al fracaso.
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