La votación realizada ayer en la Cámara de Diputados de
Brasil, en la que se aprobó iniciar el procedimiento de juicio político contra
la presidenta Dilma Rousseff (ahora pasará al Senado), fue un espectáculo
denigrante, en donde decenas de diputados que están involucrados en escándalos
de corrupción y tráfico de influencias, se presentaron como los salvadores de
la patria, y votaban en favor del juicio contra la presidenta, en nombre de sus
hijos, nietos, padrinos políticos, e incluso de los autores del golpe de Estado
de 1964 contra el Presidente Joao Goulart.
Hay muchos factores que explican cómo un proyecto político
progresista, como el representado por la dupla Rousseff-Lula, se vino abajo en
poco más de 2 años.
Los exitosos dos períodos gubernamentales de Lula (2003-2010),
tuvieron mucho que ver con el hartazgo de la población con un sistema económico
que sólo canalizaba los beneficios del crecimiento económico hacia las capas
elevadas; un sistema político que respondía a los grandes intereses económicos
nacionales y trasnacionales; y un sistema social caracterizado por gran
cantidad de carencias y desigualdades que fueron minando la confianza en una
democracia aún joven, recuperada en los años ochenta del siglo pasado.
Lula logró un pacto social, mediante el cual se logró una
mejor distribución de la riqueza entre la población más necesitada, a cambio de
que las grandes empresas y las clases altas tuvieran participación en los beneficios
del crecimiento de las inversiones públicas en infraestructura (caso de la
constructora Odebrecht) y de Petrobras, que se convirtió en un gigante, con el
descubrimiento de grandes yacimientos petrolíferos en territorio y en aguas
profundas, pertenecientes al mar patrimonial brasileño.
Fue un acuerdo “gana-gana”, en el que la burguesía brasileña
y las trasnacionales se apropiaron de importantes porciones del capital generado
en esos años, a cambio de no oponerse a las políticas redistributivas
impulsadas por Lula.
El problema es que todo este esquema estaba basado en los
altos precios de las materias primas que Brasil vende en el exterior, y que
resultaron beneficiadas con la demanda de China, principalmente; pero también
de Europa y Estados Unidos; y además, Brasil se consolidó como el principal proveedor
de manufacturas a sus socios del Mercosur (que también se vieron beneficiados
con el boom de los commodities).
El primer golpe vino con la crisis financiera del 2008-2009
que afectó duramente a Estados Unidos, Europa y América Latina, con lo que
mercados importantes para las exportaciones brasileñas se comenzaron a reducir.
Esto coincidió con el fin del gobierno de Lula y la llegada
de Rousseff a la presidencia en las elecciones de 2010, por lo que todavía
disfrutó de los beneficios finales de los altos precios de las materias primas.
Sin embargo, el principal mercado de las exportaciones
brasileñas, esto es China, comenzó a desacelerar su crecimiento, y ello llevó a
la dirigencia china a iniciar la transición de una economía volcada al exterior,
a una más basada en el mercado interno.
Así, durante el primer período gubernamental de Rousseff, la
economía brasileña comenzó lentamente a ver disminuir sus ingresos, y por el
contrario, las demandas sociales de una emergente clase media, en buena medida
impulsada por las políticas redistributivas de Lula, generaba más presión en el
gasto público.
A esto hubo que
sumarle los compromisos internacionales que Lula asumió durante su mandato,
como el Mundial de Fútbol de 2014 y las Olimpiadas de Río de 2016, con sus
onerosos gastos en instalaciones, lo que coincidió con las crecientes demandas
de la emergente clase media por mejores servicios e infraestructura pública.
En los países latinoamericanos los booms económicos, como en México y Venezuela por el petróleo, y
ahora en Brasil (también en buena medida por los hallazgos petroleros), traen
consigo gran cantidad de ingresos, pero con ello, un crecimiento desmedido de
la corrupción, en países que no han desarrollado instituciones sólidas que
eviten esos abusos, ni una ciudadanía consciente que se movilice para evitarlo
y castigarlo.
Así, con el boom petrolero,
Petrobras (como en su momento la ahora casi quebrada Pemex y Petróleos de Venezuela)
se convirtió en la “gallina de los huevos de oro”, a la que todas las empresas
y políticos querían vincularse, para obtener recursos económicos legal o
ilegalmente, en beneficio propio, familiar, de grupos de interés, empresas y
partidos políticos.
Petrobras dio para que todos (tanto del partido gobernante,
como de sus aliados y los de la oposición), obtuvieran beneficios económicos
desmesurados y en buena parte, producto de prácticas corruptas.
De ahí que cuando la economía casi se detuvo, al finalizar el
primer período de Rousseff, la población de clase media (la nueva y la ya
establecida), más las grandes empresas y políticos que vieron sus ingresos
mermados, comenzaron a buscar alguien que pagara los platos rotos del desastre
que se avecinaba, y esa fue la presidenta Rousseff, lo que se expresó en una
dura campaña electoral en el 2014, en la que Rousseff apenas ganó con poco
margen en la segunda vuelta.
Pero los lobos ya habían olido la sangre, y ante la evidente debilidad
del gobierno, no sólo por el atorón económico, las crecientes demandas de la
clase media por mejores servicios; los escándalos de corrupción que aparecían
continuamente (afectando tanto a miembros del gobierno, como de la oposición),
y para colmo la eliminación en semifinales de la selección brasileña ante
Alemania en el Mundial de Fútbol, abrió las puertas para que los tradicionales
sectores derechistas, que de por sí no transigían con el programa progresista
de Lula y Rousseff, y menos estaban a gusto con una ex guerrillera como
presidenta, iniciaran una ofensiva general contra el Partido de los
Trabajadores y sus dirigentes, desde el que siempre ha sido el centro de la
oposición a la izquierda brasileña, esto es, Sao Paulo.
Con tantos factores acumulados en contra de Rousseff, los
oportunistas partidos asociados al PT, como el Partido Movimiento Democrático
Brasileño y su corrupto dirigente, Eduardo Cunha decidieron desviar la atención
pública de sus propias acciones de corrupción, para señalar como la única gran
culpable de todo (desaceleración económica, malos servicios públicos,
corrupción generalizada, onerosos gastos para los eventos deportivos, etc.) a
la presidenta.
Aquí vale la pena señalar que Rousseff, ni por asomo, se
acercó ni al carisma, ni a la visión estratégica que tuvo Lula en su
momento, por lo que además de los problemas económicos que enfrentó, también la
faltó pasta de líder.
Todo lo anterior, más el empujoncito que Washington y las
trasnacionales le han dado a la economía brasileña para que caiga más
(apreciación del dólar, “desconfianza de los mercados”, medios de comunicación
permanentemente críticos a Rousseff, alianzas propagandísticas con la burguesía
brasileña, etc.) y para que se califique a la presidenta como débil en el
ámbito internacional, pusieron a Dilma a un paso de dejar la presidencia (ya
sea por el juicio político, o porque finalmente renuncie).
La acusación contra Rousseff es ridícula (supuestamente la
reasignación de recursos presupuestales de manera indebida), pero eso es lo de
menos. El objetivo es claramente político (así como el que se planteó cuando
Lula fue llevado a la fuerza a declarar, porque supuestamente había hecho uso
indebido de recursos públicos para la compra de un departamento).
El objetivo de la derecha brasileña, de la burguesía, las
trasnacionales y Washington, no es limpiar de corrupción la política brasileña,
sino dar un golpe de muerte a la izquierda brasileña y a sus principales
representantes, con objeto de que ya no puedan levantarse para las elecciones
del 2018 (el vicepresidente Temer, que quedaría en vez de Rousseff, es parte de
todo este entramado), y así reiniciar el ciclo de depredación de los recursos
financieros y naturales; y de explotación de los recursos humanos de este vasto
y rico país, que ahora está a punto de iniciar un retroceso como en el que se
encuentra Argentina, con el cipayo Macri.
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