LA CONFUSA POLÍTICA EXTERIOR MEXICANA
Desde que
Andrés Manuel López Obrador (AMLO) llegó a la presidencia de México, la
política exterior mexicana ha estado dando bandazos, que han enviado señales
contradictorias hacia el exterior, y una enorme desazón hacia el interior.
En su
ignorancia y desprecio por los asuntos internacionales, AMLO decidió que
utilizaría a la política exterior mexicana como un instrumento más de su
personal “vendetta” contra los poderes fácticos y “el conservadurismo” que le
impidieron llegar a la presidencia en 2006 y 2012.
Así, la
política exterior del país, en vez de ser una vía para fortalecer las políticas
de desarrollo económico y social, y profundización de la democratización del
país, devino en un vehículo de resentimiento y mensajes contra los percibidos
enemigos del presidente[1].
Pero desde
Estados Unidos, el presidente más antimexicano en un siglo, Donald Trump,
obligó a AMLO a definir cómo sería la relación con el país que marca el devenir
internacional de México.
Y AMLO optó
por la obsecuencia y la subordinación a la superpotencia, con el argumento de
que no había que ponerse a pelear con “Sansón a las patadas”; cuando de lo que
se trataba era de defender, con los muchos instrumentos con los que cuenta
México en la relación bilateral con Estados Unidos, la soberanía del país, y el
margen de maniobra que nuestros gobiernos siempre han podido ganar ante
Washington, dada la cada vez mayor interdependencia con el vecino del Norte.
Pero AMLO
consideró que había que aceptar las presiones de Trump, para que este le dejara
hacer a él su supuesta “Cuarta Transformación” en el país; y supuso que
cediendo cada vez más terrenos en la relación bilateral, el gobierno de Estados
Unidos no intervendría en los asuntos internos del país; es decir, en la lucha de
AMLO contra sus enemigos del “conservadurismo”.
Lo que AMLO
pretendió fue subordinar a su gobierno a Trump, para que éste no se aliara con
sus enemigos.
Si ya el
neoliberalismo había cedido enormes porciones de la soberanía económica y en
materia de seguridad ante los Estados Unidos, AMLO acabó por poner los últimos
clavos del ataúd de la independencia y la soberanía mexicanas.
Para fortuna
de AMLO, Trump fue derrotado en las elecciones presidenciales de 2020, y ello evitó,
hasta cierto punto, que la cesión de cada vez más porciones de la definición de
las políticas públicas del país acabara decidiéndose en Washington.
Ya fuera
porque sus radicales asesores lo convencieron de que era necesario poner
distancia respecto a Estados Unidos y para ello se aprovechó la derrota de
Trump; o ya sea porque con la detención del ex secretario de la Defensa Nacional
en Los Angeles, por la DEA, al final del gobierno de Trump, el propio AMLO
finalmente se dio cuenta que sólo aceptar las directrices de Washington
implicaba un mayor intervencionismo de su parte, el presidente mexicano pasó a
modificar su relación con la superpotencia.
Primero,
retrasando lo más que pudo su reconocimiento al triunfo del demócrata Joe Biden
en las elecciones; y después, tratando de reafirmar la autonomía de la política
exterior mexicana respecto a Washington, con una férrea defensa del régimen
cubano; criticando abiertamente a la Organización de Estados Americanos como un
instrumento de los Estados Unidos y al mismo tiempo, intentando darle vida a la
Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC); y cada vez más,
acercándose a los gobiernos “progresistas” de América Latina y censurando las
acciones de Estados Unidos por su intervencionismo en Venezuela y Bolivia.
Así, de ser
un subordinado ejemplar ante Trump, AMLO pasó a ser el “rebelde” ante Joe
Biden.
Sin embargo,
la economía mexicana está atada a la de Estados Unidos por geografía, por la
migración, por las remesas, por el flujo comercial y de capitales, por turismo,
por las comunicaciones y transportes, etc.
Y todo ello
ha quedado plasmado en los tratados de libre comercio firmados y ratificados con
Estados Unidos y Canadá, el TLCAN (1994-2019) y su sucesor el T-MEC (a partir
de 2020).
Y en esos
tratados, las élites neoliberales maniataron al país a los designios de las trasnacionales
norteamericanas y del gobierno de Estados Unidos, por lo que México se convirtió
ya no sólo de facto, sino de jure, en un apéndice de la economía
de su vecino del Norte.
AMLO decidió
(por ignorancia primordialmente) que eso no cambiara, cuando ordenó a sus
lacayos senadores ratificar, sin discusión alguna el T-MEC, en donde se
estableció que el estratégico sector energético mexicano quedaba abierto de
par en par a las inversiones de estadounidenses y canadienses.
Así, AMLO
fue “chamaqueado” no sólo por sus contrapartes estadounidenses y canadienses
que aceptaron integrar un par de párrafos en el preámbulo del acuerdo,
reconociendo la “soberanía” de México sobre sus recursos naturales, lo cual no
se tradujo en el articulado del tratado, y por lo tanto no tiene una expresión
tangible en el mismo; sino por su propio equipo (comandado por el impresentable
Jesús Seade), que no le explicó que la política energética de su gobierno quedaba
condicionada, aún antes de que AMLO tomara posesión.
AMLO ha cambiado
la política energética aperturista de los gobiernos neoliberales, al dar
preferencia a las empresas públicas Pemex y CFE, con lo que ha violado el
T-MEC, y ahora se encuentra entre “la espada y la pared” ante Estados Unidos y Canadá
que están por detonar el mecanismo del panel de controversias en donde nuestro
gobierno seguramente perderá, y tendrá que sufrir las consecuencias de
sanciones comerciales por el “daño” causado a los inversionistas estadounidenses
y canadienses.
Así, el
voluntarismo de AMLO, dando bandazos en la relación bilateral con Estados
Unidos, queriendo presentarse como el “campeón” de las causas latinoamericanas,
pero con “pies de barro” debido a la enorme dependencia mexicana respecto a la
economía estadounidense, sólo ha dejado a México más vulnerable ante Estados
Unidos.
En este
sentido, la política exterior mexicana, que se sigue presentando como basada en
los principios establecidos en el Artículo 89 de la Constitución, ha caído una
y otra vez en serias contradicciones.
La principal,
afirmar continuamente que respeta el principio de no intervención en los asuntos
internos de otros países; especialmente cuando se refiere a la relación
bilateral con Estados Unidos, exigiendo continuamente al gobierno de este país
que no se entrometa en los asuntos internos de México (específicamente por el
financiamiento a organizaciones no gubernamentales que AMLO considera “sus
enemigas”); pero en cambio “opinando” y calificando permanentemente las
situaciones que se presentan en países latinoamericanos en donde los grupos que
AMLO considera “conservadores” o de “derecha” minan, erosionan o atacan a los
que él considera sus aliados, los gobiernos de “izquierda”.
La política
exterior mexicana ha quedado desnudada en su hipocresía al demandar que Estados
Unidos no se meta en las discusiones y lucha por el poder en México; pero el
gobierno mexicano lo hace constantemente en los países latinoamericanos, como en
los casos boliviano (apoyando abiertamente al depuesto gobierno de Evo Morales,
al que se le brindó asilo); a la vicepresidenta de Argentina, Cristina Fernández
sentenciada a 6 años de cárcel por corrupción y ahora al depuesto presidente de
Perú, Pedro Castillo, destituido por el Congreso de su país.
La
justificación de AMLO, su canciller Ebrard y sus asesores es que la “derecha” y
el “conservadurismo” realizan “golpes blandos” contra gobiernos de “izquierda”,
porque han afectado los privilegios de las élites políticas y económicas.
Eso justificaría
el intervencionismo mexicano en favor de los gobernantes izquierdistas,
atacados o acosados por la “derecha” y por Estados Unidos.
En cambio,
el acoso y la permanente demonización de AMLO a sus oponentes en México; o el
de Maduro en Venezuela; o el del régimen cubano contra los disidentes en la
isla; o peor aún, la abierta represión del gobierno de Ortega en Nicaragua,
contra todos sus opositores: eso sí es aceptable, en vista de que estos son
gobiernos “del pueblo”, y por lo tanto cualquier acto de acoso, censura y represión
contra los disidentes y opositores está justificado.
Así, el
intervencionismo de los gobiernos de izquierda es para defensa del “pueblo”;
mientras que el intervencionismo de “derecha” es sólo para defender los
privilegios de las élites.
Este tipo de
explicación maniquea de AMLO (y de su ya patético canciller Ebrard) sólo
desnaturaliza los principios de no intervención y de autodeterminación de los
pueblos.
En las
últimas tres décadas, a instancias de Estados Unidos y de Occidente, se ha relativizado
la aplicación de ambos principios, afirmando que graves violaciones a los
derechos humanos en un país, genocidios y “limpiezas étnicas” obligan a la
comunidad internacional a intervenir en nombre de la Declaración Universal de
los Derechos Humanos.
Y ello sería
cierto, si no fuera porque Estados Unidos ha utilizado esa llamada “responsabilidad
de proteger”, sólo como un instrumento más de su política exterior para
intervenir en aquellos países que no se alinean a sus intereses geopolíticos y geoeconómicos,
por lo que tal variación a los principios de no intervención y
autodeterminación de los pueblos se ha ido “prostituyendo” en los últimos años
con el uso ventajoso y acomodaticio que ha dado Estados Unidos al mismo (Irak,
Afganistán, Libia, Siria, etc.).
Pero de ahí
a que México se arrogue ese derecho a interpretar cuando sí y cuando no se vale
intervenir en los asuntos internos de un país, hay un largo trecho, ya que al
también desnaturalizar ese principio, nuestro gobierno abre la posibilidad de
que “se interprete” a conveniencia de otras potencias cuando sí, y cuando no
intervenir en nuestro país.
De ahí la
importancia de la Doctrina Estrada (1930) que establecía que en ningún caso
México calificaría a los gobiernos de otros países y tan sólo se limitaría a
mantener o retirar a sus representantes diplomáticos, como una especie de tácita
aprobación o censura a dichos gobiernos, pero sin pronunciarse abiertamente
sobre las disputas políticas en los países en cuestión.
De esa forma
nuestro país no se comprometía abiertamente a intervenir en los asuntos
internos de otros países; pero si consideraba ciertas situaciones como condenables,
retiraría a sus representantes diplomáticos.
Sin embargo
al menos 3 presidentes no cumplieron con dicha Doctrina, dos considerados de
izquierda, Cárdenas en el caso de la Guerra Civil Española (1936-39) y Luis
Echeverría en el caso del golpe de Estado en Chile (1973) y en el de la
ejecución de varios miembros de ETA en España, poco antes de la muerte de
Franco (1975); y uno considerado de derecha, Vicente Fox, en los casos cubano y
venezolano, criticándolos abiertamente en materia de derechos humanos y de falta
de democracia.
En todos
esos casos hubo fuertes reclamos de los países que se consideraron afectados
por los dichos y hechos del gobierno mexicano, como ahora está sucediendo con
Perú.
Por ello, si
la Doctrina Estrada se ha usado, y se sigue usando “a contentillo”, la realidad
es que ya no tiene sentido seguir esgrimiéndola y presentándola como parte del
bagaje de la política exterior mexicana.
Por el
contrario, México debería adscribirse a la “real politik”, es decir basarla en
los factores y circunstancias de la permanente lucha por el poder en el ámbito
internacional, en vez de en premisas éticas que todo el tiempo son utilizadas
según conviene al gobierno en turno.
Pero AMLO y
Ebrard mantienen la ficción de que se apegan estrictamente a los principios de
no intervención y autodeterminación de los pueblos, cuando está claro que no es
así; y ello da la justificación más clara para que nuestro vecino del Norte
mantenga su perenne intervencionismo en los asuntos internos mexicanos.
La política
exterior mexicana seguirá entre bandazos, confusiones y contradicciones el
resto de la administración de AMLO, con lo que se seguirá desnaturalizando y
perdiéndose como instrumento indispensable para el desarrollo nacional.
El siguiente
mandatario recibirá una política exterior sin eficacia, sin coherencia y con un
conjunto de embajadores, cónsules y funcionarios nombrados para fortalecer al
grupo político en el poder, pero no para mejorar la defensa de los intereses
nacionales; la presencia, imagen e influencia del país en el exterior.
[1]
Ahí están como ejemplo la famosa “pausa” en las relaciones con España, como
respuesta a las concesiones que el gobierno de Calderón (2006-2012) dio a
empresas españolas en el ámbito energético; o los nombramientos de embajadores
y cónsules sin experiencia, ni preparación (y a veces sin calidad moral) sólo
como pago político por aliarse a su gobierno, en contra de sus enemigos del “conservadurismo”;
sin importar el maltrato a los países a los que se envió a dichos
representantes (casos Panamá y España, significativamente).
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