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Zapata

domingo, 11 de diciembre de 2022

 LA CONFUSA POLÍTICA EXTERIOR MEXICANA

Desde que Andrés Manuel López Obrador (AMLO) llegó a la presidencia de México, la política exterior mexicana ha estado dando bandazos, que han enviado señales contradictorias hacia el exterior, y una enorme desazón hacia el interior.

En su ignorancia y desprecio por los asuntos internacionales, AMLO decidió que utilizaría a la política exterior mexicana como un instrumento más de su personal “vendetta” contra los poderes fácticos y “el conservadurismo” que le impidieron llegar a la presidencia en 2006 y 2012.

Así, la política exterior del país, en vez de ser una vía para fortalecer las políticas de desarrollo económico y social, y profundización de la democratización del país, devino en un vehículo de resentimiento y mensajes contra los percibidos enemigos del presidente[1].

Pero desde Estados Unidos, el presidente más antimexicano en un siglo, Donald Trump, obligó a AMLO a definir cómo sería la relación con el país que marca el devenir internacional de México.

Y AMLO optó por la obsecuencia y la subordinación a la superpotencia, con el argumento de que no había que ponerse a pelear con “Sansón a las patadas”; cuando de lo que se trataba era de defender, con los muchos instrumentos con los que cuenta México en la relación bilateral con Estados Unidos, la soberanía del país, y el margen de maniobra que nuestros gobiernos siempre han podido ganar ante Washington, dada la cada vez mayor interdependencia con el vecino del Norte.

Pero AMLO consideró que había que aceptar las presiones de Trump, para que este le dejara hacer a él su supuesta “Cuarta Transformación” en el país; y supuso que cediendo cada vez más terrenos en la relación bilateral, el gobierno de Estados Unidos no intervendría en los asuntos internos del país; es decir, en la lucha de AMLO contra sus enemigos del “conservadurismo”.

Lo que AMLO pretendió fue subordinar a su gobierno a Trump, para que éste no se aliara con sus enemigos.

Si ya el neoliberalismo había cedido enormes porciones de la soberanía económica y en materia de seguridad ante los Estados Unidos, AMLO acabó por poner los últimos clavos del ataúd de la independencia y la soberanía mexicanas.

Para fortuna de AMLO, Trump fue derrotado en las elecciones presidenciales de 2020, y ello evitó, hasta cierto punto, que la cesión de cada vez más porciones de la definición de las políticas públicas del país acabara decidiéndose en Washington.

Ya fuera porque sus radicales asesores lo convencieron de que era necesario poner distancia respecto a Estados Unidos y para ello se aprovechó la derrota de Trump; o ya sea porque con la detención del ex secretario de la Defensa Nacional en Los Angeles, por la DEA, al final del gobierno de Trump, el propio AMLO finalmente se dio cuenta que sólo aceptar las directrices de Washington implicaba un mayor intervencionismo de su parte, el presidente mexicano pasó a modificar su relación con la superpotencia.

Primero, retrasando lo más que pudo su reconocimiento al triunfo del demócrata Joe Biden en las elecciones; y después, tratando de reafirmar la autonomía de la política exterior mexicana respecto a Washington, con una férrea defensa del régimen cubano; criticando abiertamente a la Organización de Estados Americanos como un instrumento de los Estados Unidos y al mismo tiempo, intentando darle vida a la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC); y cada vez más, acercándose a los gobiernos “progresistas” de América Latina y censurando las acciones de Estados Unidos por su intervencionismo en Venezuela y Bolivia.

Así, de ser un subordinado ejemplar ante Trump, AMLO pasó a ser el “rebelde” ante Joe Biden.

Sin embargo, la economía mexicana está atada a la de Estados Unidos por geografía, por la migración, por las remesas, por el flujo comercial y de capitales, por turismo, por las comunicaciones y transportes, etc.

Y todo ello ha quedado plasmado en los tratados de libre comercio firmados y ratificados con Estados Unidos y Canadá, el TLCAN (1994-2019) y su sucesor el T-MEC (a partir de 2020).

Y en esos tratados, las élites neoliberales maniataron al país a los designios de las trasnacionales norteamericanas y del gobierno de Estados Unidos, por lo que México se convirtió ya no sólo de facto, sino de jure, en un apéndice de la economía de su vecino del Norte.

AMLO decidió (por ignorancia primordialmente) que eso no cambiara, cuando ordenó a sus lacayos senadores ratificar, sin discusión alguna el T-MEC, en donde se estableció que el estratégico sector energético mexicano quedaba abierto de par en par a las inversiones de estadounidenses y canadienses.

Así, AMLO fue “chamaqueado” no sólo por sus contrapartes estadounidenses y canadienses que aceptaron integrar un par de párrafos en el preámbulo del acuerdo, reconociendo la “soberanía” de México sobre sus recursos naturales, lo cual no se tradujo en el articulado del tratado, y por lo tanto no tiene una expresión tangible en el mismo; sino por su propio equipo (comandado por el impresentable Jesús Seade), que no le explicó que la política energética de su gobierno quedaba condicionada, aún antes de que AMLO tomara posesión.

AMLO ha cambiado la política energética aperturista de los gobiernos neoliberales, al dar preferencia a las empresas públicas Pemex y CFE, con lo que ha violado el T-MEC, y ahora se encuentra entre “la espada y la pared” ante Estados Unidos y Canadá que están por detonar el mecanismo del panel de controversias en donde nuestro gobierno seguramente perderá, y tendrá que sufrir las consecuencias de sanciones comerciales por el “daño” causado a los inversionistas estadounidenses y canadienses.

Así, el voluntarismo de AMLO, dando bandazos en la relación bilateral con Estados Unidos, queriendo presentarse como el “campeón” de las causas latinoamericanas, pero con “pies de barro” debido a la enorme dependencia mexicana respecto a la economía estadounidense, sólo ha dejado a México más vulnerable ante Estados Unidos.

En este sentido, la política exterior mexicana, que se sigue presentando como basada en los principios establecidos en el Artículo 89 de la Constitución, ha caído una y otra vez en serias contradicciones.

La principal, afirmar continuamente que respeta el principio de no intervención en los asuntos internos de otros países; especialmente cuando se refiere a la relación bilateral con Estados Unidos, exigiendo continuamente al gobierno de este país que no se entrometa en los asuntos internos de México (específicamente por el financiamiento a organizaciones no gubernamentales que AMLO considera “sus enemigas”); pero en cambio “opinando” y calificando permanentemente las situaciones que se presentan en países latinoamericanos en donde los grupos que AMLO considera “conservadores” o de “derecha” minan, erosionan o atacan a los que él considera sus aliados, los gobiernos de “izquierda”.

La política exterior mexicana ha quedado desnudada en su hipocresía al demandar que Estados Unidos no se meta en las discusiones y lucha por el poder en México; pero el gobierno mexicano lo hace constantemente en los países latinoamericanos, como en los casos boliviano (apoyando abiertamente al depuesto gobierno de Evo Morales, al que se le brindó asilo); a la vicepresidenta de Argentina, Cristina Fernández sentenciada a 6 años de cárcel por corrupción y ahora al depuesto presidente de Perú, Pedro Castillo, destituido por el Congreso de su país.

La justificación de AMLO, su canciller Ebrard y sus asesores es que la “derecha” y el “conservadurismo” realizan “golpes blandos” contra gobiernos de “izquierda”, porque han afectado los privilegios de las élites políticas y económicas.

Eso justificaría el intervencionismo mexicano en favor de los gobernantes izquierdistas, atacados o acosados por la “derecha” y por Estados Unidos.

En cambio, el acoso y la permanente demonización de AMLO a sus oponentes en México; o el de Maduro en Venezuela; o el del régimen cubano contra los disidentes en la isla; o peor aún, la abierta represión del gobierno de Ortega en Nicaragua, contra todos sus opositores: eso sí es aceptable, en vista de que estos son gobiernos “del pueblo”, y por lo tanto cualquier acto de acoso, censura y represión contra los disidentes y opositores está justificado.

Así, el intervencionismo de los gobiernos de izquierda es para defensa del “pueblo”; mientras que el intervencionismo de “derecha” es sólo para defender los privilegios de las élites.

Este tipo de explicación maniquea de AMLO (y de su ya patético canciller Ebrard) sólo desnaturaliza los principios de no intervención y de autodeterminación de los pueblos.

En las últimas tres décadas, a instancias de Estados Unidos y de Occidente, se ha relativizado la aplicación de ambos principios, afirmando que graves violaciones a los derechos humanos en un país, genocidios y “limpiezas étnicas” obligan a la comunidad internacional a intervenir en nombre de la Declaración Universal de los Derechos Humanos.

Y ello sería cierto, si no fuera porque Estados Unidos ha utilizado esa llamada “responsabilidad de proteger”, sólo como un instrumento más de su política exterior para intervenir en aquellos países que no se alinean a sus intereses geopolíticos y geoeconómicos, por lo que tal variación a los principios de no intervención y autodeterminación de los pueblos se ha ido “prostituyendo” en los últimos años con el uso ventajoso y acomodaticio que ha dado Estados Unidos al mismo (Irak, Afganistán, Libia, Siria, etc.).

Pero de ahí a que México se arrogue ese derecho a interpretar cuando sí y cuando no se vale intervenir en los asuntos internos de un país, hay un largo trecho, ya que al también desnaturalizar ese principio, nuestro gobierno abre la posibilidad de que “se interprete” a conveniencia de otras potencias cuando sí, y cuando no intervenir en nuestro país.

De ahí la importancia de la Doctrina Estrada (1930) que establecía que en ningún caso México calificaría a los gobiernos de otros países y tan sólo se limitaría a mantener o retirar a sus representantes diplomáticos, como una especie de tácita aprobación o censura a dichos gobiernos, pero sin pronunciarse abiertamente sobre las disputas políticas en los países en cuestión.

De esa forma nuestro país no se comprometía abiertamente a intervenir en los asuntos internos de otros países; pero si consideraba ciertas situaciones como condenables, retiraría a sus representantes diplomáticos.

Sin embargo al menos 3 presidentes no cumplieron con dicha Doctrina, dos considerados de izquierda, Cárdenas en el caso de la Guerra Civil Española (1936-39) y Luis Echeverría en el caso del golpe de Estado en Chile (1973) y en el de la ejecución de varios miembros de ETA en España, poco antes de la muerte de Franco (1975); y uno considerado de derecha, Vicente Fox, en los casos cubano y venezolano, criticándolos abiertamente en materia de derechos humanos y de falta de democracia.

En todos esos casos hubo fuertes reclamos de los países que se consideraron afectados por los dichos y hechos del gobierno mexicano, como ahora está sucediendo con Perú.

Por ello, si la Doctrina Estrada se ha usado, y se sigue usando “a contentillo”, la realidad es que ya no tiene sentido seguir esgrimiéndola y presentándola como parte del bagaje de la política exterior mexicana.

Por el contrario, México debería adscribirse a la “real politik”, es decir basarla en los factores y circunstancias de la permanente lucha por el poder en el ámbito internacional, en vez de en premisas éticas que todo el tiempo son utilizadas según conviene al gobierno en turno.

Pero AMLO y Ebrard mantienen la ficción de que se apegan estrictamente a los principios de no intervención y autodeterminación de los pueblos, cuando está claro que no es así; y ello da la justificación más clara para que nuestro vecino del Norte mantenga su perenne intervencionismo en los asuntos internos mexicanos.

La política exterior mexicana seguirá entre bandazos, confusiones y contradicciones el resto de la administración de AMLO, con lo que se seguirá desnaturalizando y perdiéndose como instrumento indispensable para el desarrollo nacional.

El siguiente mandatario recibirá una política exterior sin eficacia, sin coherencia y con un conjunto de embajadores, cónsules y funcionarios nombrados para fortalecer al grupo político en el poder, pero no para mejorar la defensa de los intereses nacionales; la presencia, imagen e influencia del país en el exterior.

 



[1] Ahí están como ejemplo la famosa “pausa” en las relaciones con España, como respuesta a las concesiones que el gobierno de Calderón (2006-2012) dio a empresas españolas en el ámbito energético; o los nombramientos de embajadores y cónsules sin experiencia, ni preparación (y a veces sin calidad moral) sólo como pago político por aliarse a su gobierno, en contra de sus enemigos del “conservadurismo”; sin importar el maltrato a los países a los que se envió a dichos representantes (casos Panamá y España, significativamente).

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