Rusia, China y el reorden
hegemónico
Ilán Semo
El acuerdo reciente que
firmó el régimen de Teherán con los gobiernos de China, por una parte, y Rusia,
por la otra, es de proporciones todavía impredecibles. Probablemente fija el
primer gran momento (institucional) de inflexión y quiebre del orden mundial
que surgió con la caída del Muro de Berlín en 1989. A lo largo de 25 años, Irán
recibirá de Pekín, a intereses bajos, 400 mil millones de dólares para
desarrollar su infraestructura, sus sistemas de comunicación y para cuatro
ramas industriales básicas. Asimismo, acordó lineamientos para la cooperación
militar directa y su respectiva logística. ¿Un Plan Marshall?... ¡Pero chino! A
cambio, el gobierno de Pekín tendrá acceso a sus recursos energéticos y
mineros. El tratado con Rusia se ciñe a la esfera de la colaboración
militar. Todas las transacciones se realizarán en las respectivas monedas
nacionales, es decir, no se empleará el dólar ni otros equivalentes generales
como moneda de intercambio.
En otras
palabras, Irán pasa en términos económicos y militares a formar parte de la
zona de influencia de esa peculiar alianza que han urdido China y Rusia a lo
largo de la pasada década. Se trata evidentemente de la disputa por la
hegemonía de una parte de los recursos energéticos más cuantiosos del mundo,
los que se sitúan en el Golfo Pérsico. Si se toma en cuenta que el petróleo y
las reservas venezolanas ya se encuentran bajo las mismas manos, a pesar de
todos los infructuosos intentos de Estados Unidos por impedirlo, y que Rusia es
uno de los grandes productores mundiales, el Tratado de Oriente, por
llamarlo de alguna manera, tendrá un poder decisivo en el mercado mundial
energético. Es decir, en la política mundial.
No es
casual que el acuerdo se firmara en el momento en que la crisis social y
económica provocada por la pandemia de Covid-19 en Occidente atraviesa por su
punto más álgido. Estados Unidos se ha replegado sobre sí mismo, con un
enloquecido presidente que ha perdido legitimidad incluso entre los círculos
militares y el aparato de intervención internacional en Washington. Europa, por
lo pronto, empleó sus ahorros de las décadas recientes en una política (hasta
ahora exitosa) de enfrentar la pandemia sin afectar los beneficios del Estado
social. Sin embargo, atraviesa por una recesión sin precedentes desde 1929 y hace
rato que ha abandonado el fervor militar que se requiere para intervenciones en
ultramar. La pregunta es ¿si se trata de una recesión o el comienzo de una
decadencia?
Pero las
crisis son sólo los momentos axiales en que los que procesos de larga duración
cobran cuerpo. China ha mostrado que su expansión económica contiene dos
factores inconcebibles en la mentalidad (y en las prácticas) expansivas de
Estados Unidos: a) es indiferente al régimen político dominante del país –igual
se adapta a Venezuela que a Irán o Pakistán– y no busca entretejer ni su
ideología ni sus formas de gobierno; b) ofrece condiciones para una mejor
redistribución del ingreso nacional. Acaso una proyección de su propia
realidad. ¿O existe en la experiencia moderna otro país que haya redistribuido
el ingreso con la eficacia y la velocidad que China?
Esto
habla ya de una proyección hegemónica inédita. En la relación entre las grandes
potencias y los países subalternos, hegemonía nunca ha significado –ni
significa– someterse a la alianza con la potencia más adecuada, sino con la que
se tiene la creencia de que es la menos tóxica, la menos dañina. El tándem con
Rusia, y su vasto aparato militar, potencia el binomio a escala inédita.
Paradójicamente, China se ha revelado como una potencia mucho más pragmática de
lo que fue alguna vez Estados Unidos. En una época donde el pragmatismo parece
ser el dueño de la lógica de las hegemonías actuales.
Hay en
todo esto una ironía histórica. Una de las claves del despliegue de Estados
Unidos en la guerra fría fue precisamente agudizar la
separación, primero, y después la división entre China y la Unión Soviética.
Bastaron cuatro años de una paranoia aislacionista, como la que hoy define a
Washington, para volver a reunirlos. Juntos serán un hueso muy difícil de roer
para Occidente. La conjunción entre ambos ha golpeado a los dominios
estadunidenses en múltiples conflictos del mundo: Siria, Pakistán, Venezuela,
Nigeria... Moscú tiene una larguísima experiencia de intervención gradual sobre
estados enteros y Pekín los recursos económicos, tecnológicos y financieros
para capitalizarla. Son regímenes que se han alejado del esquema neoliberal y
que no requieren de los grandes relatos de la sociedad de mercado para
funcionar ideológicamente. Carecen acaso de la otra gran parte que requiere
toda hegemonía: la influencia cultural. Pero en un mundo radicalmente
fragmentado, exento ya de toda noción de universalidad, donde lo político se
expresa en un abigarrado pluriverso o multiverso, ésta puede ser una cuantiosa
ventaja. Si se suma el hecho de que hoy son capaces de abandonar el dólar como
moneda de transacción, la conclusión es que Estados Unidos ha perdido ya su
antigua capacidad de alinear a, incluso, sus aliados más naturales.
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