Un gobierno, dos líneas
Ilán Semo
No es difícil datar los
orígenes de las múltiples contradicciones que hoy caracterizan y, en cierta
manera, inmovilizan al gobierno de Morena. El violento ascenso de Felipe
Calderón a la Presidencia en 2006, fraguado en un vasto fraude electoral, trajo
consigo una situación paradójica. Por un lado, la continuación de la simbiosis
entre el Partido Revolucionario Institucional y el Partido Acción Nacional
dedi-cada a preservar la reproducción de las lógicas neoliberales. Del otro, un
abigarrado conjunto de afanes e impulsos sociales empeñados en desmantelar las
tramas de esas lógicas. Movimientos que abarcaban a la educación, la ecología,
los recursos energéticos, el cisma en el campo, la migración, los derechos
humanos, las premisas del mundo del trabajo, el indigenismo y sus batallas por
la autonomía y, sobre todo, la emergencia del feminismo y las acciones
destinadas a modificar la representación de los géneros. La respuesta de
Calderón fue bloquear los espacios de negociación, restringir el acceso a la
política convir-tiendo a los partidos en agentes corporativos y clientelares
del Estado y emprender una guerra bajo el lema de la lucha contra el
crimen organizado. Una guerra que, hoy lo sabemos, no era más que la fachada
para inaugurar una versión nueva e inédita de la guerra civil como técnica de
gobierno y control de poblaciones. ¿O cómo llamar a una estrategia militar
que de facto se prolongó durante 12 años destinada a intimidar
poblaciones enteras, liquidar dirigentes sociales y acabar con las formas
autónomas de la sociedad civil?
Por
cierto, esta nueva forma de guerra civil no es patrimonio del calderonismo. En
los barrios bajos de Chicago, en las franjas más pobres de Marsella, en el
Mediterráneo mueren hoy tantos civiles como en México. Un inédito tipo de
guerra para implementar los mecanismos más oscuros de contención social.
A partir
de 2012, Enrique Peña Nieto reafirmo y amplió esta paradoja con el Pacto por
México. Misma que desembocó en la masacre de Ayotzinapa y la crisis política
más grave por la que atravesó el Estado mexicano en las pasadas tres décadas.
Las movilizaciones de 2014 y 2015 pusieron al descubierto la politicidad de lo
que ocultaba la fachada erigida por la guerra contra las organizaciones
criminales.
De manera
paralela a ese mosaico de movimientos sociales, surgió Morenacomo proyecto de
transformación del gobierno circunscrito al espacio exclusivamente electoral. A
pesar de que la gran mayoría de sus militantes provenían de la esfera social,
Morena se mantuvo en una clara distancia frente a ella. Siempre guardando su
especificidad electoral y alejándose de los empeños que la sociedad acometía
por desmantelar las lógicas de la sociedad de mercado.
En 2017,
con las elecciones en puerta, Morena decidió cambiar radicalmente de
perspectiva. Si antes se había concebido como un organismo al que identificaba
el rechazo al mundo neoliberal, en aras de ganar la elección presidencial se
transformó en un frente que conjugaría a representantes de la izquierda y la
derecha, franjas destacadas de la tecnocracia gobernante y sus críticos
acérrimos, liberales y conservadores, representantes de corporaciones y líderes
que encabezaban luchas contra ellas, etcétera. Y tal vez sólo así pudo ganar
los comicios presidenciales. Pero en ello residió también su novedad. Por primera
vez, aunque fuera de manera minoritaria, un sector de la sociedad en movimiento
se encontró representada en el gobierno.
Obviamente,
la amplitud de este frente sólo podía perseguir un cometido: ofrecer una
solución de estabilidad política a un Estado cuya erosión amenazaba con
transformarse en un estallido de violencia social.
Pero lo
que debía ser un frente dedicado a resolver una crisis, se convirtió en una
ambigua forma de gobierno. Una forma que perseguía llevar al propio gobierno
las contradicciones que aparecían en la sociedad. Porque dos años después de
las elecciones de 2018 uno se pregunta, por ejemplo, ¿qué hacen en la misma
administración Alfonso Romo y Víctor Manuel Toledo? El primero, un
representante de las corporaciones más ecocidas del planeta y el otro, un
representante de los intentos de impulsar la ecoagricultura en el país. ¿O como
pueden convivir en la misma Secretaría (de Educación) la política de Esteban
Moctezuma y la propuesta de Luciano Concheiro para las universidades públicas?
El primero ni siquiera ha enviado una propuesta de ley para abolir las reformas
impuestas por Enrique Peña Nieto, que fue una de las claves en la campaña
presidencial; el segundo, empeñado en desmantelar los diques que hoy impiden el
desarrollo de la educación superior pública. Lo mismo sucede en el ámbito de la
política de migración, de la conducción de la justicia y tantas otras áreas del
ejercicio público.
Lo que
queda al final es una vasta confusión y una concentración cada vez mayor de las
decisiones en manos de la Presidencia. Decisiones que, convertidas en acciones,
deberían ser encargadas a sectores de la sociedad.
De ahí el
carácter prácticamente indescifrable del gobierno de la Cuarta Transformación.
Así será difícil, si no imposible, que la administración de Morena impulse el
programa con el que llegó al poder.
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