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Zapata

jueves, 30 de enero de 2020

NO HAY PROYECTO NACIONAL


Cada vez es más evidente que el triunfo de Andrés Manuel López Obrador en las elecciones presidenciales del 2018 no constituyó el triunfo de un Proyecto Nacional para que la mayoría del pueblo de México dejara de ser explotado por una minoría rapaz y corrupta, aliada al crimen organizado y a la potencia hegemónica.
Con el paso de los meses se ha hecho evidente que el triunfo de López Obrador fue el suyo, no el de un movimiento que aglutinara a numerosas fuerzas sociales capaces de transformar de fondo al país.
Lo único que se logró fue que la desesperación y el hartazgo social, finalmente se expresara en las urnas, pero sin un proyecto consensuado entre clases trabajadoras, medias, intelectuales, pequeños y medianos empresarios e incluso sectores de las fuerzas armadas y de seguridad.
Todo fue un ejercicio de coyuntura, realizado por pequeños grupos de allegados al entonces candidato presidencial López Obrador, que trazaron líneas generales y buenas intenciones en un proyecto presentado para el consumo electoral; pero que, una vez llegado al poder el candidato, ha dejado de lado y ha gobernado de acuerdo a su única y específica visión del país.
¿Y cuál es esa visión? Ya lo hemos dicho muchas veces en este blog, su modelo es el México de 1952-58, el sexenio de Adolfo Ruiz Cortines, cuando el régimen del Partido Revolucionario Institucional (PRI) alcanzó su clímax, con un crecimiento económico del 6% anual (el “desarrollo estabilizador”), con el completo dominio del PRI en los tres órdenes de gobierno; con una presidencia omnipotente y con una relación más o menos tersa y cooperativa con Estados Unidos (a pesar de la famosa “operación Wetback” de 1954, mediante la cual el gobierno de Eisenhower expulsó de Estados Unidos a un millón de indocumentados, la gran mayoría de ellos, mexicanos).  Con una paz social aplicada a rajatabla de ser necesario (represión a maestros y ferrocarrileros); y el establecimiento del “tapadismo” mediante el cual Ruiz Cortines pudo manejar a su conveniencia las ambiciones de los aspirantes a presidente, sin tener que enfrentar las disputas abiertas, como sucedieron con el “henriquismo” en la sucesión anterior.
López Obrador cree poder recrear ese sistema, con un presidente fuerte, con dominio sobre el Congreso y el Poder Judicial, con la mayoría de los gobernadores subordinados a sus directrices, un proyecto económico basado en grandes obras públicas y en la producción petrolera; una oposición política débil y dividida y una política social destinada a vincular orgánicamente a las masas con el gobierno, mediante generosos programas sociales.
El problema es que para lograr eso requeriría regresarle al gobierno todos los instrumentos de política económica que tenía entonces (principalmente la política monetaria, a través del Banco de México); eliminar la aplastante y abrumadora presencia de la economía internacional en la del país, a través de la casi absoluta dependencia de México respecto a Estados Unidos; eliminar por completo a los organismos autónomos que se fueron creando durante los gobiernos neoliberales, como el Instituto Nacional Electoral, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, el Instituto Nacional de Acceso a la Información, la Comisión Federal de Competencia, etc.
Y tendría que contar con una organización política corporativa como la tuvo el PRI en esa época con los sectores obrero, campesino y popular; y un aparato de seguridad encargado de aplicar la represión a diferentes escalas, cuando el sistema lo requiriera.
Nada de eso tiene López Obrador, y por lo tanto está tratando de forzar cambios legislativos y políticos que lo aproximen a ese modelo, lo que lo confronta inevitablemente con los poderes fácticos que fueron los beneficiarios de los gobiernos neoliberales; y crecientemente con ciertas bases sociales, principalmente de izquierda, que están reconociendo en ese tipo de políticas, la reedición del autoritarismo y la imposición de los gobiernos priistas y también panistas de antaño.
Pero López Obrador está decidido a seguir adelante con sus políticas, que en conjunto no constituyen un proyecto viable y coherente para la nación.
Lo peor de todo es que para lograrlo, está dispuesto a ceder ante actores poderosos que coyunturalmente aparentan favorecer esas políticas, como el gran empresariado nacional, en el que nuevamente está poniendo sus esperanzas para que invierta en sus proyectos de obra pública, lo que bien puede resultar en serios enfrentamientos con poblaciones rurales e indígenas que se oponen a los mismos; y nuevamente en la concesión de grandes presupuestos a grupos empresariales que sólo explotarán la oportunidad a su favor, sin comprometerse a impulsar un verdadero proyecto de desarrollo social, comunitario y de vida digna para los habitantes de las zonas en donde se realizarán dichas obras.
Aún más preocupante resultan las enormes concesiones, que llegan ya al escándalo, que López Obrador ha hecho al gobierno de Estados Unidos en materia de política migratoria, de seguridad y comercial, lo que prácticamente ha convertido a México en un protectorado estadounidense, con lo que la soberanía nacional ha quedado quizás mortalmente herida. Pero una y otra vez, el presidente de México se niega a reconocer esto e insiste en que es mejor “llevarse bien” con Estados Unidos, como si ceder todo a cambio de nada implicara que el país estará mejor. Cualquiera que sea el gobierno que siga a López Obrador se encontrará que no podrá hacer prácticamente nada sin el visto bueno y la conformidad estadounidense, a riesgo de sufrir amenazas y sanciones de todo tipo. Es uno de los legados más trágicos que esta administración está legando a los mexicanos de las siguientes generaciones.
Y qué decir de la inoperancia de las instituciones encargadas de enfrentar la creciente inseguridad. Es la misma estrategia de militarizar, ahora mediante la Guardia Nacional, el combate al crimen organizado. Es cierto que el gobierno insiste en que las causas profundas como la falta de oportunidades para los jóvenes, los campesinos y en general la población más desfavorecida, es lo que permite la permanencia y el crecimiento del crimen organizado, así como la colusión de autoridades con este último. Pero hasta el momento, no se ha propuesto una estrategia integral que ataque las causas y las consecuencias de la inseguridad, la violencia y la impunidad. Son políticas aisladas, sin que se perciba un plan general para ir reduciendo, no sólo controlando, la violencia y la inseguridad en el país.
Desgraciadamente si esta desarticulación de políticas y decisiones se mantiene, lo que va a suceder va a ser un aumento de la frustración de la población, al no ver resultados concretos para resolver los principales problemas del país, y eso va a abrir la puerta para que el gobierno comience a tomar medidas desesperadas que empeoren las cosas, con lo que los neoliberales y la derecha política del país podrán presentarse como los “salvadores” mediante un regreso a las políticas del pasado reciente (al estilo Macri en Argentina), que seguramente hundirán todavía más a México en la miseria, la violencia y la subordinación a los Estados Unidos.

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