Cada vez es
más evidente que el triunfo de Andrés Manuel López Obrador en las elecciones
presidenciales del 2018 no constituyó el triunfo de un Proyecto Nacional para
que la mayoría del pueblo de México dejara de ser explotado por una minoría
rapaz y corrupta, aliada al crimen organizado y a la potencia hegemónica.
Con el paso
de los meses se ha hecho evidente que el triunfo de López Obrador fue el suyo,
no el de un movimiento que aglutinara a numerosas fuerzas sociales capaces de
transformar de fondo al país.
Lo único que
se logró fue que la desesperación y el hartazgo social, finalmente se expresara
en las urnas, pero sin un proyecto consensuado entre clases trabajadoras,
medias, intelectuales, pequeños y medianos empresarios e incluso sectores de
las fuerzas armadas y de seguridad.
Todo fue un
ejercicio de coyuntura, realizado por pequeños grupos de allegados al entonces
candidato presidencial López Obrador, que trazaron líneas generales y buenas
intenciones en un proyecto presentado para el consumo electoral; pero que, una
vez llegado al poder el candidato, ha dejado de lado y ha gobernado de acuerdo
a su única y específica visión del país.
¿Y cuál es
esa visión? Ya lo hemos dicho muchas veces en este blog, su modelo es el México
de 1952-58, el sexenio de Adolfo Ruiz Cortines, cuando el régimen del Partido
Revolucionario Institucional (PRI) alcanzó su clímax, con un crecimiento
económico del 6% anual (el “desarrollo estabilizador”), con el completo dominio
del PRI en los tres órdenes de gobierno; con una presidencia omnipotente y con
una relación más o menos tersa y cooperativa con Estados Unidos (a pesar de la
famosa “operación Wetback” de 1954, mediante la cual el gobierno de Eisenhower
expulsó de Estados Unidos a un millón de indocumentados, la gran mayoría de
ellos, mexicanos). Con una paz social
aplicada a rajatabla de ser necesario (represión a maestros y ferrocarrileros);
y el establecimiento del “tapadismo” mediante el cual Ruiz Cortines pudo
manejar a su conveniencia las ambiciones de los aspirantes a presidente, sin
tener que enfrentar las disputas abiertas, como sucedieron con el “henriquismo”
en la sucesión anterior.
López Obrador
cree poder recrear ese sistema, con un presidente fuerte, con dominio sobre el
Congreso y el Poder Judicial, con la mayoría de los gobernadores subordinados a
sus directrices, un proyecto económico basado en grandes obras públicas y en la
producción petrolera; una oposición política débil y dividida y una política
social destinada a vincular orgánicamente a las masas con el gobierno, mediante
generosos programas sociales.
El problema
es que para lograr eso requeriría regresarle al gobierno todos los instrumentos
de política económica que tenía entonces (principalmente la política monetaria,
a través del Banco de México); eliminar la aplastante y abrumadora presencia de
la economía internacional en la del país, a través de la casi absoluta
dependencia de México respecto a Estados Unidos; eliminar por completo a los
organismos autónomos que se fueron creando durante los gobiernos neoliberales,
como el Instituto Nacional Electoral, la Comisión Nacional de los Derechos
Humanos, el Instituto Nacional de Acceso a la Información, la Comisión Federal
de Competencia, etc.
Y tendría
que contar con una organización política corporativa como la tuvo el PRI en esa
época con los sectores obrero, campesino y popular; y un aparato de seguridad
encargado de aplicar la represión a diferentes escalas, cuando el sistema lo
requiriera.
Nada de eso
tiene López Obrador, y por lo tanto está tratando de forzar cambios legislativos
y políticos que lo aproximen a ese modelo, lo que lo confronta inevitablemente
con los poderes fácticos que fueron los beneficiarios de los gobiernos
neoliberales; y crecientemente con ciertas bases sociales, principalmente de
izquierda, que están reconociendo en ese tipo de políticas, la reedición del
autoritarismo y la imposición de los gobiernos priistas y también panistas de
antaño.
Pero López Obrador
está decidido a seguir adelante con sus políticas, que en conjunto no
constituyen un proyecto viable y coherente para la nación.
Lo peor de
todo es que para lograrlo, está dispuesto a ceder ante actores poderosos que
coyunturalmente aparentan favorecer esas políticas, como el gran empresariado
nacional, en el que nuevamente está poniendo sus esperanzas para que invierta
en sus proyectos de obra pública, lo que bien puede resultar en serios
enfrentamientos con poblaciones rurales e indígenas que se oponen a los mismos;
y nuevamente en la concesión de grandes presupuestos a grupos empresariales que
sólo explotarán la oportunidad a su favor, sin comprometerse a impulsar un
verdadero proyecto de desarrollo social, comunitario y de vida digna para los
habitantes de las zonas en donde se realizarán dichas obras.
Aún más
preocupante resultan las enormes concesiones, que llegan ya al escándalo, que
López Obrador ha hecho al gobierno de Estados Unidos en materia de política
migratoria, de seguridad y comercial, lo que prácticamente ha convertido a
México en un protectorado estadounidense, con lo que la soberanía nacional ha
quedado quizás mortalmente herida. Pero una y otra vez, el presidente de México
se niega a reconocer esto e insiste en que es mejor “llevarse bien” con Estados
Unidos, como si ceder todo a cambio de nada implicara que el país estará mejor.
Cualquiera que sea el gobierno que siga a López Obrador se encontrará que no
podrá hacer prácticamente nada sin el visto bueno y la conformidad estadounidense,
a riesgo de sufrir amenazas y sanciones de todo tipo. Es uno de los legados más
trágicos que esta administración está legando a los mexicanos de las siguientes
generaciones.
Y qué decir
de la inoperancia de las instituciones encargadas de enfrentar la creciente
inseguridad. Es la misma estrategia de militarizar, ahora mediante la Guardia Nacional,
el combate al crimen organizado. Es cierto que el gobierno insiste en que las
causas profundas como la falta de oportunidades para los jóvenes, los campesinos
y en general la población más desfavorecida, es lo que permite la permanencia y
el crecimiento del crimen organizado, así como la colusión de autoridades con este
último. Pero hasta el momento, no se ha propuesto una estrategia integral que
ataque las causas y las consecuencias de la inseguridad, la violencia y la
impunidad. Son políticas aisladas, sin que se perciba un plan general para ir
reduciendo, no sólo controlando, la violencia y la inseguridad en el país.
Desgraciadamente
si esta desarticulación de políticas y decisiones se mantiene, lo que va a
suceder va a ser un aumento de la frustración de la población, al no ver
resultados concretos para resolver los principales problemas del país, y eso va
a abrir la puerta para que el gobierno comience a tomar medidas desesperadas
que empeoren las cosas, con lo que los neoliberales y la derecha política del
país podrán presentarse como los “salvadores” mediante un regreso a las políticas
del pasado reciente (al estilo Macri en Argentina), que seguramente hundirán
todavía más a México en la miseria, la violencia y la subordinación a los
Estados Unidos.
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