Espejismos ideológicos y realidades
David Ibarra
Vivimos
en un periodo donde la fuerza de la realidad trastoca creencias arraigadas en
nuestras mentes y comportamientos. Se nos dijo y lo aceptamos, que la inflación
encerraba el mal fundamental del orden mundial, de las economías nacionales y
de la distribución de los ingresos. Con tal idea en la cabeza creamos un banco
central independiente encargado exclusivamente de atender los problemas
enunciados, aunque relegase otras aspiraciones de la población y del gobierno.
Hoy, tal credo se debilita, los bancos centrales del primer mundo, a los que
copiamos, no buscan negar toda inflación, se esfuerzan, sin
éxito, en regenerar alguna razón para mantener o corregir a la baja las tasas
de interés.
En los
hechos la inflación se desvanece quizás no tanto por la acción de los bancos
centrales, sino por la integración de los mercados. Los precios de los abastos
externos derrotan los costos o deficiencias de los productores nacionales. De
igual suerte la competencia abierta en el empleo de la cuantiosa mano de obra
mundial golpeó con fuerza a asalariados y sindicatos hasta convertirlos en
débiles opositores de la concentración universal del ingreso. Por esas y otras
causas persisten costos sociales a pagar: el mundo hereda políticas
generalizadas de austeridad y, en México, la búsqueda de precios estables no
desterró las crisis cambiarias, pero sí abatió el crecimiento histórico de 5
por ciento o 6 anual a 2 por ciento, cuando hay suerte.
Se nos
aconsejó y lo aceptamos que la producción nacional lejos de fincarse en la sustitución
de importaciones, así como en la política industrial propia, debiera
incursionar en los mercados externos hasta afianzar las genuinas ventajas
comparativas del país. Así lo hicimos, sin meditar que nuestra principal
ventaja comparativa era y es la baratura de la mano de obra, hecho que nos
encajona en los eslabones menos prometedores de las cadenas internacionales de
producción al tiempo que rompe las nuestras y hace que el sector exportador no
jale al resto de la economía.
Mucho
aportó el Tratado de Libre Comercio de América del Norte al validar la
complementariedad de la tecnología estadunidense con la baratura de la mano de
obra mexicana. Pero los superávits comerciales resultantes fueron dilapidados
en el intercambio con otros países o al celebrar a diestra y siniestra
convenios deficitarios de libre comercio. Del mismo modo pusimos fe en que la
inversión extranjera nos sacaría del atraso equilibrando, de paso, nuestra
balanza de pagos. Pero a diferencia de lo ocurrido en China, la transferencia de
capitales sirvió no tanto para iniciar nuevas producciones como para
extranjerizar a las mejores empresas nacionales públicas y privadas.
La
explosión del intercambio que acompañó a la apertura de mercados superó
inicialmente el ascenso de la producción, impulsando el crecimiento mundial.
Ese impulso se desvanece, a partir de 2008, cuando la demanda interna queda
como único sostén de las economías de los países, poniendo en tela de juicio la
validez permanente de las estrategias exportadoras. El crecimiento hacia afuera
seguirá cediendo el papel privilegiado que tuviera en el pasado a menos que
milagrosamente se logren acuerdos innovadores, equitativos, en la economía
internacional y se cierren desajustes insostenibles.
Hicimos
nuestro el aserto de que la competencia de mercados es siempre buena en tanto
hermana calidad y eficiencia con precios inmejorables. Hay razones para exaltar ese
objetivo, excepto cuando se le usa más de la cuenta para empobrecer las
finanzas públicas o segregar del bienestar económico a grupos humanos. Hoy se
compite para multiplicar los paraísos fiscales, para mermar el aporte
impositivo de las empresas (de 49 a 24 por ciento, en el promedio del primer
mundo) y para acortar, en consecuencia, los derechos y accesos a los servicios
sociales básicos (educación, salud, jubilaciones). Contra toda evidencia
empírica se compite fiscalmente con la esperanza de atraer inversiones propias
o ajenas, reales o de papel. En ese entendimiento ya son notorias en países la
reducción de tarifas y de la progresividad impositiva al acercarse que los
salarios paguen tributos mayores a los de las utilidades.
En
términos más generales, al abrazar el neoliberalismo pusimos enorme confianza
en que la libertad del mercado resolvería las encrucijadas de nuestro
desarrollo. Pareció aceptable perder algo o mucho de la soberanía de los
estados-nación. Al efecto, con alto costo político desmantelamos las
estrategias e instituciones proteccionistas, sociales y hasta las del
corporativismo, instituciones que poco a poco se habían erigido con finalidades
igualitarias o de desarrollo por más que reconocieran errores y exageraciones.
Las consecuencias están a la vista, logramos incorporar al país a la
integración económica global y reducir un tanto la inflación al costo de abatir
en dos tercios la tasa de crecimiento y de permitir desigualdades distributivas
enormes. Las deficiencias subsecuentes en materia de representatividad política
todavía imprimen tumbos y estorban a nuestra incipiente democracia.
Con todo,
el golpe más fuerte a la constelación de creencias que alimentaron y alimentan
a nuestra política de desarrollo y al proceso global de integración de mercados
surge cuando el país líder del mundo, Estados Unidos, opta por una suerte de
proteccionismo para enjugar sus enormes desequilibrios de pagos y su
desindustrialización. La pugna con China, la negativa a participar en arreglos
multinacionales de comercio, la renegociación del Tratado de Libre Comercio de
América del Norte, el debilitamiento deliberado de la Organización Mundial del
Comercio son otras manifestaciones de ese fenómeno que trastoca certidumbres
básicas del orden económico internacional.
No sólo
dentro de los países, ideas, estrategias e instituciones resultan candidatos a
la remodelación, otro tanto ocurre a escala universal. Basta un ejemplo: la
OTAN, organización creada por Occidente para contener el expansionismo
político, económico y militar de la vieja Unión Soviética, a duras penas
mantiene la racionalidad de sus empeños en la nueva configuración de los
poderes hegemónicos del mundo.
Como sea,
la admisión del orden externo demolió la creencia en la soberanía plena de las
naciones y su lógica fue determinante en la dirección de nuestra política
económica: más estabilidad, menos crecimiento. Sin embargo, preservar la salud
de las economías implica algo más: cuidar escrupulosamente el desarrollo, la
dimensión humana de la demanda, no simplemente suplirlos con manipulaciones
populistas o financieras. Ahí los gobiernos tienen a querer o no una responsabilidad
indelegable. En nuestro caso, la política fiscal y de gasto público, la de
salarios y sobre todo la de inversión, pese a descuidos o abstenciones,
seguirán jugando un papel insustituible en el resguardo de la armonía social.
Entonces,
la tarea correctora es enorme por cuanto el punto de partida arranca con una
enorme población de pobres (40 por ciento), con un sector informal que absorbe
la mitad de la mano de obra, con un reparto que favorece con 60 por ciento de
los ingresos a 10 por ciento de la población rica, con un sector industrial
estancado, con un ritmo descendente de crecimiento, con una de las cargas
tributarias más bajas del mundo y con una inversión (pública y privada)
inhibida, compensada apenas con algunos esfuerzos distributivos recientes.
Al mismo
tiempo las circunstancias a equilibrar en lo externo no son alentadoras. El
intercambio y el desarrollo universal se comprimen, así como la inversión
empresarial, las bolsas de valores se sostienen bien por las bajas tasas de
interés y la recompra, incluso a crédito, de las acciones de las propias
empresas; las deudas de gobiernos y ahora de corporaciones privadas crecen
peligrosamente al tiempo que la desocupación se abate casi exclusivamente en
estratos de salarios comprimidos. En el mundo la recuperación del empleo con
bajos salarios y baja inversión implica desaceleración de la productividad que,
a su vez, alimenta ciclos repetitivos de demanda insuficiente y de pugnas
distributivas. Por si fuese poco la salud económica comienza a depender por
igual de la acción global en el cuidado climático. En esta vertiente surgen
topes al desarrollo asequible que enunciara tiempo atrás el Club de Roma y que
hoy angosta el estilo permisible por limpio de ese desarrollo.
La
lección a sacar no es que la historia nos jugó una mala pasada; hoy, por el
contrario, despeja tímidamente horizontes al acentuar voces y votos en favor de
cambiar el statu quo del mundo. En México, no hay vuelta
atrás, ni certezas en el ya envejecido camino neoliberal. Eso nos obliga a
intentar la construcción de un futuro con menos creencias neocoloniales con
nuestro ingenio y trabajo puestos en diseñar una política propia que a la par
de democrática resulte más autónoma e igualitaria, aun frente a restricciones
externas a veces inescapables. Ya lo hicimos una vez. Con todo, la tarea es y
será pausada, difícil, en la atmósfera de desasosiego, de intensa polarización
distributiva que todavía priva en el país. ¿Emprenderemos la tarea unidos, con
la persistencia obsesiva para alcanzar metas que hermanen progreso e igualdad y
permitan ir corrigiendo errores inevitables? Esa, es precisamente la cuestión
más relevante a responder en nuestro nuevo tiempo mexicano.
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