A 50 años del mayo francés
Guillermo Almeyra
La Jornada 25 de marzo de 2018
El 22 de marzo de 1968 comenzó el mayo francés cuando un nutrido
grupo de estudiantes de la Universidad de Nanterre ocupó la torre central de la
misma. Un par de meses después, todas las fábricas de Francia estaban ocupadas,
los estudiantes tomaban sus universidades y colegios y enfrentaban con
adoquines a la policía; los capitalistas emigraban y el presidente Charles De
Gaulle huía a Alemania a pedir el apoyo de las tropas francesas que estaban de
guarnición.
Cincuenta años después, este 22 de marzo, millones de obreros, jubilados
y estudiantes comienzan un mes de manifestaciones y huelgas in
crescendo que harán de esta primavera que comienza con frío y nieve,
una ardiente Primavera Social.
Todos los sindicatos ferroviarios, desde los más conservadores hasta los
más radicales, decidieron, en efecto, hacer una huelga rotativa (dos días de
huelga, tres de trabajo, otros dos de huelga y así sucesivamente hasta fines de
junio por un total de 36 días no trabajados). Como tres días de actividad no
bastan para reorganizar el tráfico ferroviario, Francia vivirá en los próximos
meses en una agitación constante y al borde de la parálisis.
Este 22, por ejemplo, pararon también los distintos sindicatos de los
aeropuertos y de la aviación, así como los controladores de los aeropuertos.
También los sindicatos de funcionarios públicos del Estado central y de las
municipalidades y regiones (salvo la CFDT, a la que el gobierno intenta dividir
de los demás), el sindicato postal o los sindicatos de la educación primaria,
media y universitaria, los de estudiantes universitarios, los de los
hospitales, las casas de ancianos y los de decenas de grandes empresas que
están suspendiendo o piensan trasladarse a países donde la mano de obra es
mucho más barata, así como la participación masiva de partidos de izquierda,
como la Francia Insubordinada de Mélenchon.
El descontento crece rápidamente. El presidente Emmanuel Macron, que
había obtenido 60 por ciento de los votos de 40 por ciento, de los electores
que no se abstuvieron, o sea, un apoyo real en poco superior a 32 por ciento,
tiene ahora un índice de popularidad que ronda 40 por ciento y esa aprobación
tibia va en caída ya que, en su afán de elevar los ingresos del gran capital,
afectó a todas las municipalidades, sin importar si su gobierno era de derecha
o de izquierda, pues les recortó importantes fondos.
También causó la ira de los jubilados, cuyos ingresos disminuyó, recortó
fondos para las escuelas y universidades mientras aumentaba el presupuesto para
la policía y las fuerzas armadas, tuvo una huelga larga y combativa de los
guardacárceles, que en un número insuficiente deben hacer frente a prisiones
cada vez más sobrepobladas, y tiene en agitación desde hace meses a los
estresados y pocos médicos y enfermeras de los hospitales generales o para ancianos,
siempre en peligro de ser procesados si un paciente muere o tiene problemas por
la atención deficiente.
Por eso, en las más de 140 ciudades donde medio millón de personas se
manifestaron, se sumaron miles de pequeños comerciantes, jubilados y parientes
de los niños que no pueden ir a clase o no tienen comedor escolar porque Macron
suprimió puestos en las escuelas.
El gobierno del gran capital debe lidiar con una ola de descontentos y
conflictos que tienden a unirse pero que no tienen el mismo signo político, lo
que aún le permite maniobrar. Enfrenta, en efecto, huelgas que se oponen a la
reforma de las leyes laborales o del estatuto de los ferroviarios, pero también
las protestas de sectores neoliberales y partidarios de dichas reformas de la
clase media conservadora ahora afectados por la distribución de los fondos
estatales exclusivamente en favor del gran capital financiero.
Esta evolución gradual de sectores de la clase media empobrecida e
incluso de otros más acomodados pero amenazados por la concentración de la
riqueza que lleva al cierre de miles de pequeñas empresas, todavía no basta
para soldar de modo duradero ese tipo de protestas con las de los obreros que
ven que los capitalistas tienen ganancias récord y aun así despiden o aumentan
la explotación.
En las luchas, poco a poco se está gestando un frente contra el capital
entre los trabajadores asalariados, la baja intelectualidad (estudiantes,
maestros y profesores), la juventud (estudiantes secundarios y los nini desahuciados
de los suburbios) y parte de las familias populares; es decir, un nuevo 68 pero
aún más potente en la escala de Richter social.
La táctica de Macron, por ahora, es la del romano Fabio. Contemporiza,
trata de dividir a los sindicatos para aislar a la CGT y a la izquierda, tira
migajas a los jubilados, cede a los ecologistas en Les Landes y no hace el
aeropuerto que provocó un conflicto de 50 años, su primer ministro declara que
está abierto a la negociación con tal de cortar en fetas las protestas y de
enfrentarlas una por una. Pero no tiene mucho éxito.
Por ejemplo, los trabajadores de la Ford de Burdeos, en huelga contra el
cierre de ese establecimiento para llevarlo al extranjero, están dirigidos por
la CGT, y uno de sus principales dirigentes fabriles es Philippe Poutou, el
candidato a presidente por el Nuevo Partido Anticapitalista, quien ahora
coincide en la defensa de la fuente de trabajo (para los obreros) y de
impuestos y puestos de trabajo (para la municipalidad)… con el alcalde de
Burdeos, el derechista Alain Juppé. Además, una buena parte de los diputados
macronistas provienen del partido socialista y no están dispuestos a votar la
legislación laboral, las medidas contra los ferroviarios y la privatización de
trenes y aeropuertos, por lo que Macron está obligado a gobernar por decreto,
como un rey pero de un país que le cortó la cabeza a un monarca.
En el 68, París cantaba “¡Ce n’ est qu’un début, continuons le
combat!”. Este 22 parece ser un comienzo, y el combate indudablemente
continuará.
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