Lo que se ha
revelado en las últimas semanas en México, es que las élites económicas y
políticas del país se enfrentan a una crisis en el modelo económico
prevaleciente, con una creciente pero desorganizada inconformidad social; y un
sistema político que está demostrando todas sus carencias y sesgos, que lo
convierten en un vehículo disfuncional para canalizar tanto la insatisfacción
social, como las ambiciones desenfrenadas de la subclase política corrupta (ahora
sí, sin distingos); y un modelo económico cada vez más depredador, expoliador y
excluyente, cuyos actores principales (oligarcas, tecnocracia y potencia
hegemónica) demandan, no sólo su permanencia, sino su profundización (aumentar
la explotación de los recursos financieros, humanos y naturales del país, ad nauseam).
¿Por qué
afirmamos que las élites se están fracturando? Van varios elementos que así lo
reflejan.
Durante los
35 años en que se ha aplicado a rajatabla el modelo económico neoliberal (1983-2018), ha estado claro que el enemigo a vencer es el Estado interventor y el llamado
“Estado de bienestar” en materia social; la “economía mixta”, en donde la
iniciativa privada depende de la inversión pública y de las regulaciones estatales
(proteccionismo), para sobrevivir y prosperar; y un gobierno central encargado
de mantener el orden y la estabilidad política y social; con una relación
“especial” con la potencia hegemónica, que permitía una autonomía acotada, en
materia de política exterior.
Con el
modelo neoliberal, el Estado se “jibarizó”, los poderes fácticos
(principalmente los oligarcas nacionales y las trasnacionales), capturaron la
“regulación económica”, mediante entes supuestamente autónomos, reduciendo
drásticamente la capacidad del Estado para limitarlos; se disminuyó
dramáticamente el alcance del “estado de bienestar”, dejando una gran parte del
mismo al mercado (más bien al “capitalismo de compadres”); se subordinó
explícitamente la política económica a las directrices de los organismos
financieros internacionales y a las necesidades y vaivenes de la economía de la
potencia hegemónica; sólo se hizo crecer exponencialmente el aparato de
seguridad, para mantener controlada a la población y protegidas a las élites
económicas; y se subordinó la política exterior a las prioridades de Estados
Unidos. Todo el esquema ha dependido además de que la subclase política lo
defienda y promueva, a cambio de una demencial corrupción, premiada con
impunidad casi absoluta; lo cual ha prohijado el crecimiento imparable de las
actividades ilegales y por lo tanto de la asociación de las élites económicas
y políticas con las organizaciones criminales (ya no se sabe quiénes son los
verdaderos jefes de ellas, si los políticos; los policías, los altos mandos de
las fuerzas armadas; los banqueros; los grandes empresarios; los “procónsules”
de las agencias de seguridad estadounidenses; los “capos” del narcotráfico; o
todos ellos juntos).
En los
momentos en que ambos modelos económico-políticos se enfrentaron para decidir
el rumbo del país (1988, 1994, 2000, 2006 y 2012), existió claramente un
representante de la política económica “mixta” (que los neoliberales califican
como “populista”); del llamado “nacionalismo revolucionario” (que los
promotores de la globalización califican de “autoritario”) y de una política
exterior “soberanista” (que los promotores del proyecto “Norteamérica” -es
decir de la subordinación explícita de México al proyecto hegemónico de Estados
Unidos- consideran “aislacionista”). En 1988, 1994 y 2000 Cuauhtémoc Cárdenas
se convirtió en el enemigo a vencer de las élites neoliberales, que se
agruparon entorno al PRI y al PAN.
En esas
elecciones, todo el poder del Estado y de la oligarquía nacional se puso en
juego para derrotar al que consideraban un modelo “del pasado”, y por lo tanto
en 1988 se utilizó el fraude electoral; en 1994, se eliminó (incluso
físicamente) a miembros del propio PRI que no estaban totalmente convencidos
del modelo económico-político (fue una especie de purga interna, para dejar el poder
a la tecnocracia); y en el año 2000, se pasó la estafeta al “aliado” PAN, con
un subordinado de los grupos empresariales nacionales (Grupo de los 10 de
Monterrey) y de las trasnacionales (Coca Cola), Vicente Fox.
Pero en 2006
resurgió de sus cenizas una opción nacionalista, soberanista y favorable a la
economía mixta, lo que detonó nuevamente la alianza de las élites económicas
con la subclase política corrupta, para derrotar mediante el fraude electoral
(el más burdo y descarado hasta ahora), al representante de dicha opción,
Andrés Manuel López Obrador.
Ante el
fracaso de Felipe Calderón para consolidar el modelo neoliberal y en especial
al perder totalmente el control sobre sus aliados del crimen organizado, se
optó por regresar al PRI; y nuevamente se utilizó el fraude electoral para
derrotar al representante de lo que quedaba de la ya muy menguada y debilitada
opción nacionalista; otra vez López Obrador.
El problema
radica ahora en que el modelo económico prevaleciente las últimas 3 décadas y
media, que ha sido liderado en el mundo por Estados Unidos, ha sido puesto en
entredicho en ese mismo país; y nada menos que por el actual presidente de la
potencia hegemónica, Donald Trump.
Y una de las
piezas fundamentales del modelo, el Tratado de Libre Comercio de América del
Norte (TLCAN), ha sido puesto en duda y criticado acremente por una parte del
establecimiento político de Washington (no sólo Trump, sino también Bernie
Sanders y Elizabeth Warren en el Partido Demócrata), lo que ha puesto contra la
pared a las élites económicas mexicanas; y ha descolocado a la lacayuna y
complaciente subclase política corrupta mexicana.
Por el otro
lado, el modelo está diseñado para generar desigualdad, exclusión y pobreza; y
concentrar los recursos económicos y el exiguo desarrollo en una minoría privilegiada,
totalmente desconectada del resto de la población y vinculada por intereses,
gustos, idioma (el inglés), estudios y visión del mundo a las élites
globalizantes de Nueva York, Washington, Los Ángeles, Chicago, San Francisco,
Seattle, Houston, Miami, Londres, etc.
De ahí que
después de 35 años, más de la mitad de la población mexicana se encuentra en
una pobreza y marginación brutales; el aparato estatal sólo está dedicado a
proteger la seguridad y las ganancias de las élites depredadoras (oligarcas,
tecnócratas y subclase política corrupta); y la descomposición social que se ha
generado a lo largo de estos años, después del casi desmantelamiento de la
política social, ha provocado un aumento de la ira, la inconformidad y el descreimiento
popular hacia el gobierno, las clases acomodadas del país y las instituciones públicas
que han conformado para su beneficio.
Ahora
además, el que ha sido el principal opositor político a todo este esquema de
explotación, Andrés Manuel López Obrador, junto con su familia y equipo más
cercano, ha considerado que seguir intentando recuperar el modelo de economía
mixta y enfrentar a la potencia hegemónica, las trasnacionales, la oligarquía,
la tecnocracia y los aparatos del PRI y del PAN (con los partidos “bonsái” que
los apoyan), resultaría en una nueva derrota electoral, por la vía del fraude
sin duda; pero imposible de remontar con movilizaciones y protestas (como lo
intentó y fracasó en 2006); además de que se pondría en riesgo él, sus bases de
apoyo y a la población en general, al enfrentar la segura represión del
régimen, sobre todo con la aprobación de la Ley de Seguridad Interior, que
prácticamente abre las puertas a la intervención militar en la política.
Por ello,
López Obrador intentó dividir a sus poderosos opositores, cambiando su discurso
y sus propuestas; ya no oponiéndose a la política económica neoliberal en su
conjunto; sino sólo a algunas políticas públicas en lo individual (la reforma
educativa o el nuevo aeropuerto de la Ciudad de México); pero dando seguridades
de que los dueños del capital podrán seguir haciendo sus negocios sin
interferencia gubernamental (discurso en la Convención Nacional de Banqueros en
Acapulco).
Así también,
López Obrador ha incorporado a numerosos miembros de la subclase política
corrupta (Germán Martínez Cázares, Gabriela Cuevas, etc.); de la tecnocracia (Esteban
Moctezuma); de la oligarquía (Alfonso Romo, Miguel Torruco, Marcos Fastlicht) a
su equipo; y le ha abierto las puertas a panistas, priístas, perredistas y de
cualquier partido político, sin importar su supuesta tendencia ideológica (ahí
está la alianza con el partido casi confesional Encuentro Social), con tal de
conformar un frente amplio; que en principio no pueda ser identificado como de “izquierda”
y ni siquiera como representante del “nacionalismo revolucionario” (cada vez
más panistas se suman al Movimiento de Regeneración Nacional); todo ello con
objeto de diluir la narrativa de “populismo” que se le sigue adjudicando; o de querer
convertir al país en una nueva Venezuela y de pretender regresar al país al “pasado”.
Si bien las
críticas en ese sentido se mantienen contra López Obrador, la realidad es que
sí ha abierto un boquete en la supuesta “unidad” neoliberal/pro globalización
de las élites y de la subclase política corrupta; todo con objeto de que esa
división le permita mantener la ventaja que le dan las encuestas, hasta el día
de la elección. Y especialmente, esperando que la disputa que se ha manifestado
entre priístas y panistas se mantenga, evitando así la consolidación de un
nuevo polo “anti López Obrador”.
La mejor
prueba de la fractura de las élites es la disputa entre la coalición “Por
México al Frente” que apoya a Ricardo Anaya y la oficialista “Todos por México”
que apoya a José Antonio Meade.
Tanto el ostensible endurecimiento del gobierno peñista ante la creciente inconformidad social; como
la profundización del modelo expoliador neoliberal; la ruptura del acuerdo con al
menos una parte de las élites estadounidenses; y la trasformación del rival
anti sistema, en una opción dentro del sistema, han descolocado a los
tecnócratas, oligarcas y a parte de la subclase política corrupta; que ante
ello están buscando opciones para “salvarse”, ya sea acercándose a la anterior “bestia
negra” que ahora sí representa un camino “sistémico”, López Obrador; o a la
otra opción del sistema, pero que se fue “por la libre”, sin el visto bueno de
todos los oligarcas y del gobierno peñista, es decir Ricardo Anaya.
Si a lo
anterior le agregamos un sistema político que se ha ido rediseñando a lo largo
del período neoliberal, sólo con el objetivo de asegurar los privilegios y
ganancias de los oligarcas, las trasnacionales y la potencia hegemónica; y para
asegurar la impunidad de la subclase política corrupta; resulta lógico que no
sea funcional para canalizar pacífica y democráticamente las inconformidades
sociales; y que la sociedad civil no cuente con mecanismos suficientes para
evitar el uso patrimonial y faccioso del Estado, en beneficio de grupos
privados y criminales.
Ahí está
como prueba el descabezamiento de la Fiscalía de Delitos Electorales, para no
continuar con las pesquisas en el caso Odebrecht; o cómo ese mismo caso, a
pesar de que supuestamente ya terminó su investigación en la PGR (según el ex
procurador Cervantes), no ha avanzado en la acusación formal contra ninguna
persona, a diferencia de otros países en Latinoamérica, en donde se ha acusado
por igual a grandes empresarios, que a políticos encumbrados; o los amagos de
utilizar a la PGR para sacar de la contienda electoral a Anaya, por su muy
probable enriquecimiento ilícito, que sin embargo, hasta ahora no ha sido
probado fehacientemente ante las autoridades judiciales; la utilización
facciosa del Centro de Investigación y Seguridad Nacional (CISEN) para investigar
a los opositores al gobierno; y la muy probable utilización de la Secretaría de
Relaciones Exteriores por parte de Luis Videgaray, para acordar con el gobierno
de Estados Unidos posibles “investigaciones” contra los candidatos opositores
al PRI en las elecciones presidenciales; el nulo avance del Sistema Nacional
Anticorrupción en el Congreso (faltan los nombramientos de los funcionarios
principales); etc.
Esta
división de las élites; la creciente ira social por la desatada inflación (impulsada
sobre todo por los altos precios de los energéticos, único resultado tangible
para la población de la reforma energética); creciente inseguridad y violencia
(2017 el año más violento de que se tenga registro en las últimas dos décadas;
y 2018 lo superará), y nulo combate a la corrupción; sumado a un sistema
político que no procesa, ni canaliza los problemas para su solución, sino que
se ha convertido en un vertedero de ataques y acusaciones entre los grupos que
se disputan el poder, y en un instrumento para eliminar y/o descalificar a los
opositores y defender los privilegios de las clases acomodadas, pero sin
intervenir como el mediador y el representante entre los grupos que conforman
la sociedad; está derivando en una crisis profunda, que quizás a simple vista
parezca no ser tan grave.
Un escenario
así, con unas elecciones competidas; ante las constantes presiones del gobierno
de Trump (en materia comercial, en migración, combate al narcotráfico); y la
posibilidad de que nuevamente se intente un fraude electoral para hacer ganar a
la opción oficialista (Meade); muy bien pueden llevar en los próximos meses a
una descomposición política y social grave (con su consecuencia en la
economía), que provoque la intervención de las fuerzas armadas, y con ello la
deriva del país hacia una de dos opciones: Estado fallido o dictadura.
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