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Zapata

lunes, 12 de marzo de 2018

ELITES FRACTURADAS Y SISTEMA POLÍTICO EN CRISIS

Lo que se ha revelado en las últimas semanas en México, es que las élites económicas y políticas del país se enfrentan a una crisis en el modelo económico prevaleciente, con una creciente pero desorganizada inconformidad social; y un sistema político que está demostrando todas sus carencias y sesgos, que lo convierten en un vehículo disfuncional para canalizar tanto la insatisfacción social, como las ambiciones desenfrenadas de la subclase política corrupta (ahora sí, sin distingos); y un modelo económico cada vez más depredador, expoliador y excluyente, cuyos actores principales (oligarcas, tecnocracia y potencia hegemónica) demandan, no sólo su permanencia, sino su profundización (aumentar la explotación de los recursos financieros, humanos y naturales del país, ad nauseam).
¿Por qué afirmamos que las élites se están fracturando? Van varios elementos que así lo reflejan.
Durante los 35 años en que se ha aplicado a rajatabla el modelo económico neoliberal (1983-2018), ha estado claro que el enemigo a vencer es el Estado interventor y el llamado “Estado de bienestar” en materia social; la “economía mixta”, en donde la iniciativa privada depende de la inversión pública y de las regulaciones estatales (proteccionismo), para sobrevivir y prosperar; y un gobierno central encargado de mantener el orden y la estabilidad política y social; con una relación “especial” con la potencia hegemónica, que permitía una autonomía acotada, en materia de política exterior.
Con el modelo neoliberal, el Estado se “jibarizó”, los poderes fácticos (principalmente los oligarcas nacionales y las trasnacionales), capturaron la “regulación económica”, mediante entes supuestamente autónomos, reduciendo drásticamente la capacidad del Estado para limitarlos; se disminuyó dramáticamente el alcance del “estado de bienestar”, dejando una gran parte del mismo al mercado (más bien al “capitalismo de compadres”); se subordinó explícitamente la política económica a las directrices de los organismos financieros internacionales y a las necesidades y vaivenes de la economía de la potencia hegemónica; sólo se hizo crecer exponencialmente el aparato de seguridad, para mantener controlada a la población y protegidas a las élites económicas; y se subordinó la política exterior a las prioridades de Estados Unidos. Todo el esquema ha dependido además de que la subclase política lo defienda y promueva, a cambio de una demencial corrupción, premiada con impunidad casi absoluta; lo cual ha prohijado el crecimiento imparable de las actividades ilegales y por lo tanto de la asociación de las élites económicas y políticas con las organizaciones criminales (ya no se sabe quiénes son los verdaderos jefes de ellas, si los políticos; los policías, los altos mandos de las fuerzas armadas; los banqueros; los grandes empresarios; los “procónsules” de las agencias de seguridad estadounidenses; los “capos” del narcotráfico; o todos ellos juntos).
En los momentos en que ambos modelos económico-políticos se enfrentaron para decidir el rumbo del país (1988, 1994, 2000, 2006 y 2012), existió claramente un representante de la política económica “mixta” (que los neoliberales califican como “populista”); del llamado “nacionalismo revolucionario” (que los promotores de la globalización califican de “autoritario”) y de una política exterior “soberanista” (que los promotores del proyecto “Norteamérica” -es decir de la subordinación explícita de México al proyecto hegemónico de Estados Unidos- consideran “aislacionista”). En 1988, 1994 y 2000 Cuauhtémoc Cárdenas se convirtió en el enemigo a vencer de las élites neoliberales, que se agruparon entorno al PRI y al PAN.
En esas elecciones, todo el poder del Estado y de la oligarquía nacional se puso en juego para derrotar al que consideraban un modelo “del pasado”, y por lo tanto en 1988 se utilizó el fraude electoral; en 1994, se eliminó (incluso físicamente) a miembros del propio PRI que no estaban totalmente convencidos del modelo económico-político (fue una especie de purga interna, para dejar el poder a la tecnocracia); y en el año 2000, se pasó la estafeta al “aliado” PAN, con un subordinado de los grupos empresariales nacionales (Grupo de los 10 de Monterrey) y de las trasnacionales (Coca Cola), Vicente Fox.
Pero en 2006 resurgió de sus cenizas una opción nacionalista, soberanista y favorable a la economía mixta, lo que detonó nuevamente la alianza de las élites económicas con la subclase política corrupta, para derrotar mediante el fraude electoral (el más burdo y descarado hasta ahora), al representante de dicha opción, Andrés Manuel López Obrador.
Ante el fracaso de Felipe Calderón para consolidar el modelo neoliberal y en especial al perder totalmente el control sobre sus aliados del crimen organizado, se optó por regresar al PRI; y nuevamente se utilizó el fraude electoral para derrotar al representante de lo que quedaba de la ya muy menguada y debilitada opción nacionalista; otra vez López Obrador.
El problema radica ahora en que el modelo económico prevaleciente las últimas 3 décadas y media, que ha sido liderado en el mundo por Estados Unidos, ha sido puesto en entredicho en ese mismo país; y nada menos que por el actual presidente de la potencia hegemónica, Donald Trump.
Y una de las piezas fundamentales del modelo, el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), ha sido puesto en duda y criticado acremente por una parte del establecimiento político de Washington (no sólo Trump, sino también Bernie Sanders y Elizabeth Warren en el Partido Demócrata), lo que ha puesto contra la pared a las élites económicas mexicanas; y ha descolocado a la lacayuna y complaciente subclase política corrupta mexicana.
Por el otro lado, el modelo está diseñado para generar desigualdad, exclusión y pobreza; y concentrar los recursos económicos y el exiguo desarrollo en una minoría privilegiada, totalmente desconectada del resto de la población y vinculada por intereses, gustos, idioma (el inglés), estudios y visión del mundo a las élites globalizantes de Nueva York, Washington, Los Ángeles, Chicago, San Francisco, Seattle, Houston, Miami, Londres, etc.
De ahí que después de 35 años, más de la mitad de la población mexicana se encuentra en una pobreza y marginación brutales; el aparato estatal sólo está dedicado a proteger la seguridad y las ganancias de las élites depredadoras (oligarcas, tecnócratas y subclase política corrupta); y la descomposición social que se ha generado a lo largo de estos años, después del casi desmantelamiento de la política social, ha provocado un aumento de la ira, la inconformidad y el descreimiento popular hacia el gobierno, las clases acomodadas del país y las instituciones públicas que han conformado para su beneficio.
Ahora además, el que ha sido el principal opositor político a todo este esquema de explotación, Andrés Manuel López Obrador, junto con su familia y equipo más cercano, ha considerado que seguir intentando recuperar el modelo de economía mixta y enfrentar a la potencia hegemónica, las trasnacionales, la oligarquía, la tecnocracia y los aparatos del PRI y del PAN (con los partidos “bonsái” que los apoyan), resultaría en una nueva derrota electoral, por la vía del fraude sin duda; pero imposible de remontar con movilizaciones y protestas (como lo intentó y fracasó en 2006); además de que se pondría en riesgo él, sus bases de apoyo y a la población en general, al enfrentar la segura represión del régimen, sobre todo con la aprobación de la Ley de Seguridad Interior, que prácticamente abre las puertas a la intervención militar en la política.
  
Por ello, López Obrador intentó dividir a sus poderosos opositores, cambiando su discurso y sus propuestas; ya no oponiéndose a la política económica neoliberal en su conjunto; sino sólo a algunas políticas públicas en lo individual (la reforma educativa o el nuevo aeropuerto de la Ciudad de México); pero dando seguridades de que los dueños del capital podrán seguir haciendo sus negocios sin interferencia gubernamental (discurso en la Convención Nacional de Banqueros en Acapulco).
Así también, López Obrador ha incorporado a numerosos miembros de la subclase política corrupta (Germán Martínez Cázares, Gabriela Cuevas, etc.); de la tecnocracia (Esteban Moctezuma); de la oligarquía (Alfonso Romo, Miguel Torruco, Marcos Fastlicht) a su equipo; y le ha abierto las puertas a panistas, priístas, perredistas y de cualquier partido político, sin importar su supuesta tendencia ideológica (ahí está la alianza con el partido casi confesional Encuentro Social), con tal de conformar un frente amplio; que en principio no pueda ser identificado como de “izquierda” y ni siquiera como representante del “nacionalismo revolucionario” (cada vez más panistas se suman al Movimiento de Regeneración Nacional); todo ello con objeto de diluir la narrativa de “populismo” que se le sigue adjudicando; o de querer convertir al país en una nueva Venezuela y de pretender regresar al país al “pasado”.
Si bien las críticas en ese sentido se mantienen contra López Obrador, la realidad es que sí ha abierto un boquete en la supuesta “unidad” neoliberal/pro globalización de las élites y de la subclase política corrupta; todo con objeto de que esa división le permita mantener la ventaja que le dan las encuestas, hasta el día de la elección. Y especialmente, esperando que la disputa que se ha manifestado entre priístas y panistas se mantenga, evitando así la consolidación de un nuevo polo “anti López Obrador”.
La mejor prueba de la fractura de las élites es la disputa entre la coalición “Por México al Frente” que apoya a Ricardo Anaya y la oficialista “Todos por México” que apoya a José Antonio Meade.
Tanto el ostensible endurecimiento del gobierno peñista ante la creciente inconformidad social; como la profundización del modelo expoliador neoliberal; la ruptura del acuerdo con al menos una parte de las élites estadounidenses; y la trasformación del rival anti sistema, en una opción dentro del sistema, han descolocado a los tecnócratas, oligarcas y a parte de la subclase política corrupta; que ante ello están buscando opciones para “salvarse”, ya sea acercándose a la anterior “bestia negra” que ahora sí representa un camino “sistémico”, López Obrador; o a la otra opción del sistema, pero que se fue “por la libre”, sin el visto bueno de todos los oligarcas y del gobierno peñista, es decir Ricardo Anaya.
Si a lo anterior le agregamos un sistema político que se ha ido rediseñando a lo largo del período neoliberal, sólo con el objetivo de asegurar los privilegios y ganancias de los oligarcas, las trasnacionales y la potencia hegemónica; y para asegurar la impunidad de la subclase política corrupta; resulta lógico que no sea funcional para canalizar pacífica y democráticamente las inconformidades sociales; y que la sociedad civil no cuente con mecanismos suficientes para evitar el uso patrimonial y faccioso del Estado, en beneficio de grupos privados y criminales.
Ahí está como prueba el descabezamiento de la Fiscalía de Delitos Electorales, para no continuar con las pesquisas en el caso Odebrecht; o cómo ese mismo caso, a pesar de que supuestamente ya terminó su investigación en la PGR (según el ex procurador Cervantes), no ha avanzado en la acusación formal contra ninguna persona, a diferencia de otros países en Latinoamérica, en donde se ha acusado por igual a grandes empresarios, que a políticos encumbrados; o los amagos de utilizar a la PGR para sacar de la contienda electoral a Anaya, por su muy probable enriquecimiento ilícito, que sin embargo, hasta ahora no ha sido probado fehacientemente ante las autoridades judiciales; la utilización facciosa del Centro de Investigación y Seguridad Nacional (CISEN) para investigar a los opositores al gobierno; y la muy probable utilización de la Secretaría de Relaciones Exteriores por parte de Luis Videgaray, para acordar con el gobierno de Estados Unidos posibles “investigaciones” contra los candidatos opositores al PRI en las elecciones presidenciales; el nulo avance del Sistema Nacional Anticorrupción en el Congreso (faltan los nombramientos de los funcionarios principales); etc.
Esta división de las élites; la creciente ira social por la desatada inflación (impulsada sobre todo por los altos precios de los energéticos, único resultado tangible para la población de la reforma energética); creciente inseguridad y violencia (2017 el año más violento de que se tenga registro en las últimas dos décadas; y 2018 lo superará), y nulo combate a la corrupción; sumado a un sistema político que no procesa, ni canaliza los problemas para su solución, sino que se ha convertido en un vertedero de ataques y acusaciones entre los grupos que se disputan el poder, y en un instrumento para eliminar y/o descalificar a los opositores y defender los privilegios de las clases acomodadas, pero sin intervenir como el mediador y el representante entre los grupos que conforman la sociedad; está derivando en una crisis profunda, que quizás a simple vista parezca no ser tan grave.

Un escenario así, con unas elecciones competidas; ante las constantes presiones del gobierno de Trump (en materia comercial, en migración, combate al narcotráfico); y la posibilidad de que nuevamente se intente un fraude electoral para hacer ganar a la opción oficialista (Meade); muy bien pueden llevar en los próximos meses a una descomposición política y social grave (con su consecuencia en la economía), que provoque la intervención de las fuerzas armadas, y con ello la deriva del país hacia una de dos opciones: Estado fallido o dictadura.

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