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Zapata

miércoles, 28 de febrero de 2018

PEÑA Y EL PRI UTILIZAN TODO PARA PERMANECER EN EL PODER

Peña Nieto y el Grupo Atlacomulco tienen claro que de no triunfar su títere candidato Meade en las elecciones presidenciales del próximo 1º de Julio, pueden quedar a merced de sus enemigos. Y no porque Anaya o López Obrador pretendan cambiar el esquema de explotación imperante, pues como se ha visto en la precampaña, sólo pretenden “humanizarlo” un poco; sino precisamente porque la oposición no está en contra del “sistema” y representa una nueva opción dentro del mismo, haciéndole sólo algunos ajustes para que siga cumpliendo su función expoliadora; por lo que ahora Peña, el PRI y sus socios, pueden resultar prescindibles.
Cuando Cárdenas en 1988 y López Obrador en 2006 y 2012 confrontaron al sistema neoliberal desde la izquierda, la propuesta era clara; había que cambiar la política económica y detener las trasformaciones estructurales que llevaban al país a sucumbir ante las élites globalizantes y tecnocráticas, y a dejar a la subclase política corrupta como “capataz” de dicho esquema. Por lo que la derecha conservadora (PAN), la tecnocrática-autoritaria (PRI), los oligarcas y la potencia hegemónica se unieron en esas tres oportunidades para derrotar, con sendos fraudes electorales, a la opción de cambio proveniente de la izquierda.
Pero ahora ya no hay izquierda, sólo tres formaciones que se presentan como los custodios del sistema neoliberal, pero con la diferencia de que dos de ellas pueden convencer a las élites económicas internacionales y a una parte de las nacionales, de que el sistema no tiene porque derivar hacia una dictadura para sostenerse (Ley de Seguridad Interior, fortalecimiento de las Fuerzas Armadas); sino que puede transitar por una renovada “democratización”; para evitar, tanto el endurecimiento gubernamental (para continuar la explotación, reprimiendo la creciente inconformidad social); como el caos derivado del enfrentamiento continuo entre representantes del statu quo y sectores sociales excluidos y marginados.
Anaya y su coalición prometen un gobierno de “coalición” en donde el titular del Poder Ejecutivo Federal esté acotado, no sólo por los otros poderes, sino por un pacto de gobernabilidad que obligue al presidente a negociar permanentemente los cambios y adecuaciones que el sistema neoliberal requiera; dándole así a la tecnocracia, a los oligarcas y a los grupos políticos regionales, el espacio necesario para defender sus intereses.
En cambio, López Obrador lo que propone es un Ejecutivo fuerte, que sirva de árbitro entre los intereses populares, generalmente excluidos, y los de la oligarquía, la tecnocracia y los grupos políticos regionales; constituyéndose en una especie de “fiel de la balanza”, muy al estilo de los presidentes priístas de los años 40 y 50 del siglo pasado; y en especial tomando como modelo a Adolfo Ruiz Cortines, a quien López Obrador ha admirado desde hace tiempo (aunque él insiste en que sus modelos a seguir son Juárez, Madero y Cárdenas).
De ahí que el PRI actual se encuentra perdido entre ambas propuestas, ya que desearía regresar a ese tipo de presidencialismo “bonapartista” del siglo pasado, principalmente el que ejerció Carlos Salinas en su sexenio. Un gobierno tecnócrata, con su vertiente social (Pronasol); vinculado a la potencia hegemónica (Tratado de Libre Comercio), y con una oposición controlada.
Peña fracasó rotundamente en reeditar esa versión del presidencialismo priísta, en vista de la profundización de los peores vicios de dicho esquema como la corrupción, la asociación permanente con el crimen organizado; el aumento exponencial de la violencia e inseguridad; la permanencia del “pacto de impunidad”; la creciente desigualdad y la exclusión de más de la mitad de la población, del endeble crecimiento económico que ha logrado el país durante tres décadas y media.
De ahí que Peña y su grupo estén utilizando todo el poder que aún concentran en el Ejecutivo, Legislativo, Judicial y gobiernos estatales y municipales para destruir a un ex aliado que decidió lanzarse por la “libre” para llegar a la presidencia y convencer a oligarcas, tecnócratas y a la potencia hegemónica de que él sí puede salvar al sistema, sin tener que llevarlo al autoritarismo o incluso a la dictadura abierta. Y ése ex aliado es Anaya.
El sistema siempre ha tenido como “palanca” para hacer a un lado a miembros indeseados del mismo, expedientes que los ligan a la corrupción o al crimen organizado, dado que ha sido práctica común apoyarse en una o en ambas vertientes para enriquecerse y subir en la competida escalera que lleva al poder.
Anaya no es diferente a miles y miles de políticos de todos los partidos que han formado parte del sistema; pues la corrupción es el sistema.
Así que ahora Peña y el PRI pueden exhibirlo primero y acusarlo directamente después, por la forma en que se ha enriquecido (junto con su familia política) durante la última década, aprovechando los cargos públicos que ha ocupado.
La intención del PRI es clara, eliminar a una de las dos opciones alternas dentro del sistema, para así dejar sólo al tecnócrata Meade contra López Obrador, quien a pesar de su brutal corrimiento a la derecha y las seguridades que ha dado a los oligarcas de que no cambiará la política económica, sigue generando dudas entre las élites económicas y tecnocráticas, y en la potencia hegemónica.
De igual forma, la vertiente tecnocrática representada por Videgaray, intentó amarrar a la potencia hegemónica en un compromiso de apoyo al gobierno de Peña y a Meade, con la fracasada reunión con Trump. Pero resulta que el arrogante y pendenciero presidente estadounidense le puso un precio muy alto a Peña para apoyarlo a él y a su candidato en las elecciones presidenciales; que a su vez apoyara el muro y se quedara callado cuando Trump afirmara que México lo pagaría. Para Peña eso sería el suicidio político y la estocada final a su candidato presidencial, por lo que esa parte de la estrategia, por lo pronto, se les vino abajo.
La otra parte de la estrategia para mantener el poder a toda costa, ya está a todo vapor, y es el uso de los recursos públicos en favor del PRI y de su candidato presidencial; no sólo a través de la inauguración de obras y de la repartición de recursos a los gobiernos estatales priístas; sino también mediante la no tan velada compra del voto, pues en el Estado de México el gobernador Del Mazo ya lanzó las “tarjetas rosas”, mediante las cuales se les da un pago mensual a las mujeres de escasos recursos en la entidad, con lo que se les condicionará el mantenimiento de ese estipendio, a que apoyen a los candidatos priístas.
Peña, el PRI, el Grupo Atlacomulco, los grupos regionales que ahora han sido sumados de manera formal a la campaña (Osorio, Beltrones, Paredes, Moreira, etc.), están utilizando todos los recursos del Estado para mantener el poder, sin importarles el descaro con que lo hacen, pues saben que enfrente tienen a dos coaliciones de intereses que ya no representan un peligro para el sistema en sí, sino que son un peligro exclusivamente para los actuales detentadores del poder político, que bien pueden ser sustituidos, sin que el sistema neoliberal en su conjunto sufra cambios de fondo.

El problema que este uso faccioso del poder por parte de Peña y el PRI entraña, es que se llegue a tal nivel de ataques entre las coaliciones, que el frágil sistema político-jurídico-electoral del país no soporte la tensión, y se acabe por recurrir a las fuerzas armadas, con todos los riesgos que ello implica.

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