Presidente o gerente
Pedro Miguel
La Jornada 26 de Febrero de 2018
Uno de los valores aspiracionales favoritos de las clases altas y
medias altas es enviar a los hijos a estudiar posgrados en el extranjero,
especialmente a Estados Unidos, Francia y España. No importa qué ni en qué
universidad; en esos sectores suele darse por hecho que cursar una carrera en
esos países garantiza, en automático, una formación profesional superior a la
que ofrecen instituciones públicas mexicanas como la UNAM y el Poli, que
ostentan un nivel académico equiparable al de las mejores universidades gringas
y europeas. Ricardo Anaya tiene tan acendrada esa clase de pensamientos que
mandó a sus hijos a Estados Unidos, no a un posgrado ni a una licenciatura,
sino a que cursaran prescolar. Esa sola decisión, cuya veracidad es
indiscutible y aceptada por él mismo, basta para entender la percepción de
México que caracteriza al aspirante presidencial panrredista y
lo colonizada que tiene la cabeza. A la espera de que las investigaciones digan
si son ciertos o falsos los señalamientos en su contra por triangulación de
fondos o un mero invento perverso del priísmo –el panismo no se ha quedado
atrás cuando ha gobernado–, los electores conscientes y racionales tienen en
ese dato un buen elemento de juicio para saber si en julio próximo eligen a un
estadista o a un nuevo gerente sometido desde los reflejos mentales a los
intereses corporativos extranjeros.
Ahora que están tan de moda las habladurías sobre la supuesta
interferencia rusa en el proceso electoral mexicano, no está de más recordar
que la única interferencia probada, constante, sistemática y desastrosa en
nuestra política interna es la de Estados Unidos: las conjuras contra el
gobierno de Madero en la embajada de ese país; la célebre receta de Robert
Lansing de dominar a México abriéndoles a jóvenes mexicanos ambiciosos las
puertas de nuestras universidades y educarlos en el modo de vida estadunidense,
en nuestros valores y el respeto a nuestro liderazgo; la cooptación de
presidentes por parte de la CIA; las constantes presiones para obligar al país
a cambiar su política exterior; la documentada intervención del embajador Tony
Garza para imponer a Calderón en Los Pinos en 2006 y el sistemático espionaje a
Peña Nieto, presumiblemente desde que fue jefe de Administración en el gobierno
de Arturo Montiel, y que le ha permitido a la inteligencia de Washington
hacerse con un voluminoso expediente del mexiquense; la reforma energética
intentada en el sexenio anterior, lograda en la administración presente y
diseñada por el equipo de Hillary Clinton. Si hay motivo de preocupación ante
la intervención extranjera en la vida institucional del país, sería bueno que
esos políticos y columnistas del régimen empezaran a fijarse en lo evidente y
dejaran la alharaca de los rusos para cuando exista una sola prueba
de eso.
José Antonio Meade, por su parte, es un gran ejemplo de esos servidores
disciplinados, fieles y confiables de la OCDE, el Banco Mundial, el Fondo
Monetario Internacional y el Departamento de Estado del país vecino, a los que
ha servido con lealtad intachable y precisión milimétrica a su paso por las
secretarías de Energía, Hacienda, Relaciones Exteriores, Desarrollo Social y
nuevamente Hacienda; y es también, claro, uno de esos jóvenes
ambiciosos a los que Estados Unidos abrió las puertas de sus
universidades.
En Meade y en Anaya el poder político y empresarial estadunidense tiene
espléndidos prospectos para asegurar la continuidad del modelo de integración
subordinada que ha sido aplicado en México desde 1988, que ha colocado al país
en una situación de desastre y que, a partir de la llegada de Donald Trump a la
Casa Blanca, ha prescindido de los buenos modales para convertirse en una
brutal exigencia de rendición total y supeditación absoluta a los designios de
Washington. Sirvan como ejemplos las gritonizas telefónicas que el magnate le
ha puesto a Peña Nieto –la más reciente, hace una semana–, las constantes
humillaciones y el chantaje constante de romper el TLCAN, algo que asusta
sobremanera a los gobernantes oligárquicos porque, carentes de respaldo social
y de programa alternativo, es el único clavo al que pueden aferrarse.
El programa de la dependencia tiene dos módulos: las órdenes que
provienen de aquel lado y el equipo humano que las cumple en éste. Si se
suprime uno de esos factores, el mecanismo de la subordinación se colapsa y
obliga a los dos países a formular bases nuevas y más justas para la relación
bilateral. Tal vez la sociedad mexicana no logre quitarle lo depredador y
metiche a Washington, pero sí puede poner fin, con su voto en julio, a la era
trágica y oprobiosa de los gerentes al servicio de poderes extranjeros. Y no
precisamente el ruso.
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