El gobierno debe exigir un acuerdo transpacífico que beneficie a
mexicanos
Por Joseph E.
Stiglitz y Adam S. Hersh
La Jornada 3
de Octubre de 2015
El
señor Ildefonso Guajardo Villarreal, secretario de Economía del presidente
Enrique Peña Nieto, se está apresurando para viajar a Atlanta con la esperanza
de finalizar un nuevo acuerdo económico internacional –el Acuerdo de Asociación
Transpacífico (TPP, por sus siglas en inglés)– que ampliará el Tratado de Libre
Comercio de América del Norte (TLCAN) a otras nueve economías de Asia y el
Pacífico.
A partir de la experiencia pasada con
acuerdos comerciales liderados por Estados Unidos, y lo que hemos podido deducir
de documentos filtrados de debates de carácter confidencial, es claro que las
esperanzas del presidente Peña Nieto se encuentran fuera de lugar. Los
negociadores de México parecen estar a punto de rendirse ante las demandas de
las empresas de los países avanzados, sin beneficios para su país.
Todavía se mantiene la controversia
acerca del TLCAN. Muchos sostienen que la crisis financiera que ocurrió en
menos de un año después de iniciado el acuerdo, se debió al propio TLCAN. Los
agricultores mexicanos de maíz pobres debieron competir con agricultores
estadunidenses que recibían altos subsidios. Era vergonzoso incluso llamarlo
tratado de libre comercio.
Pero esas batallas quedaron atrás; un
criterio sencillo para las que se avecinan en el futuro, como la del TPP,
debería ser si implica una mejora sobre el TLCAN en cuanto a aumentar el
bienestar económico del pueblo mexicano. Y esto mismo debe ser el punto de
partida para los negociadores mexicanos. De acuerdo con la información
filtrada, en este momento, no están ni siquiera cerca.
El TPP pretende comprometer a los
negocios, trabajadores y agricultores mexicanos a una apertura económica
desigual que posiblemente debilite a las principales industrias mexicanas. El
TPP, sin embargo, irá más allá; probablemente requiera cambios fundamentales en
las instituciones jurídicas, judiciales y regulatorias: una concesión a los
cabilderos adinerados que tienen más acceso al proceso de negociación que los
legisladores electos o los ciudadanos interesados. E infligirá estos daños a
una escala mucho más grande.
Típicamente, uno piensa en la
negociación como en un lado que da algo a fin de obtener otra cosa a cambio.
Pero con el TPP, México está pagando un precio muy elevado por muy poca cosa a
cambio. El país ya cuenta con un tratado de libre comercio con Estados Unidos;
no tiene una gran necesidad de mayor acceso a los mercados estadunidenses ni a
otros mercados internacionales.
Primero, la noción de que el TPP puede
fijar un acuerdo de estándares altos para el libre comercio en cuyo marco los
países miembros prosperen se ve socavada por la continua falta de acuerdo
acerca de las reglas de origen en la industria automotriz y de
fabricación de partes. Estas disposiciones especificarían qué proporción de un
auto o partes de auto puede provenir de fuera de la región del TPP, a la vez
que cumple con los requisitos para mantener el acceso preferencial a los
mercados del TPP. Actualmente, bajo el TLCAN, 62.5 por ciento del contenido en
autos y partes debe provenir de un país del TLCAN, pero un acuerdo tentativo
entre Japón y Estados Unidos bajaría el contenido requerido a 45 por ciento
para vehículos y 30 por ciento para las partes.
En otras palabras, el TPP abriría los
mercados a productores extranjeros –como China– que no necesitan seguir las
reglas y obligaciones del TPP ni necesitan brindar una apertura de comercio
recíproca a los países del TPP para obtener los beneficios del acuerdo. Esta
disposición es claramente un retroceso de las disposiciones del TLCAN por las
cuales se luchó tanto y cambiará drásticamente el mercado integrado de
automóviles de América del Norte y afectará a los productores que alimentan la
manufactura automotriz: acero y otros metales, plásticos y materiales
avanzados.
El presidente Obama argumentó a favor
del TPP, sosteniendo que importa quién escribe las reglas, y que no debe ser
China. Ahora el representante comercial de Estados Unidos (USTR, por sus siglas
en inglés) confeccionó un pacto comercial en el cual China (que ni siquiera es
parte del acuerdo) y Japón son los ganadores y las industrias automotrices de
México, Canadá y Estados Unidos son las perdedoras. El presidente Obama tiene
razón en que importa quién escribe las reglas, y es claro que no es México. Al
que ni siquiera se lo escucha.
Segundo, el TPP consolidaría la ventaja
desigual de las empresas de economías avanzadas al elevar la protección de los
derechos de propiedad intelectual (DPI) de manera que fortalezca los monopolios
de los DPI a costa de todos los demás. En esta área, el TPP exige mucho más de
México que lo que TLCAN exigió. Los mexicanos sentirán el golpe especialmente
en sectores esenciales como el farmacéutico.
Impulsados por los cabilderos de las
grandes empresas farmacéuticas, los negociadores de Estados Unidos están
presionando a los países del TPP para que acepten protecciones que dificultarán
el acceso a los medicamentos genéricos, aumentarán las ganancias corporativas,
no por la innovación de nuevos medicamentos que salvan vidas, sino porque
mantendrán a los competidores potenciales fuera del mercado y cobrarán precios
más altos a los consumidores.
El TPP logra esto por medio de una
variedad de cambios regulatorios aparentemente oscuros –enterrados en jerga
sobrevinculación de las patentes y datos biológicos– que colectivamente
le permitirían a las compañías de medicamentos extender sus patentes (y por lo
tanto sus monopolios) por muchos más años de lo que pueden hacerlo actualmente.
Esto sería especialmente costoso en México, cuyas reglamentaciones actuales
alientan más el intercambio de datos y la investigación.
Mylan, un fabricante de medicamentos
genéricos, ha alertado que el TPP podría de hecho dejar a su negocio fuera de
los países participantes; es decir, no sólo la gente en México pagará más por
los medicamentos, sino que también la gente dejaría de tener acceso fácil a
algunos fármacos que salvan vidas.
Incluso Obama se opuso supuestamente a
los 12 años de exclusividad para datos biológicos. El verdadero punto es que
fijar estas normas en un tratado difícil de modificar, con ciencia que
evoluciona rápido, es un gran error. Debería haber un proceso para fijar normas
periódicamente, de manera que se incluya a los poderes ejecutivo y legislativo
de los países del TPP. Los acuerdos comerciales bien diseñados del siglo XXI
pueden fortalecer los procesos democráticos; éste hace exactamente lo opuesto.
Tercero, el TPP limitaría que los
gobiernos de los países miembros –incluido México– aprueben reglamentaciones
para proteger la salud pública, la seguridad y el medio ambiente, o cualquier
otro aspecto del bien público. Esto se debe a que el TPP podría crear
mecanismos de solución de controversias entre inversores y estados (ISDS, por
sus siglas en inglés) que permitirían a extranjeros demandar al gobierno cuando
creen que una reglamentación perjudicará sus ganancias. El arbitraje sería
privado –y por lo tanto opaco al público– y vinculante, incluso si el resultado
contradice las leyes nacionales. Y la empresa recibiría compensación por la
pérdida de sus ganancias esperadas, no sólo por sus inversiones pasadas,
incluso si sus ganancias se generan con la venta de productos que matan a la
gente y si no hay discriminación en la reglamentación.
Estas no son amenazas hipotéticas: ya
existen acuerdos de inversión similares y han causado este tipo de demandas.
México mismo ha hecho frente a estos retos muchas veces. En 1997, lo árbitros
fallaron que México debía pagar más de 15 millones de dólares por la decisión
del gobierno municipal de Guadalcázar de cerrar un vertedero de desechos tóxicos
construido sin permiso, porque se halló que filtraba en las aguas subterráneas.
En 2003 y 2004, los árbitros ordenaron a México que pagara 58 millones de
dólares a la empresa estadunidense Corn Products International, 37 millones a
Archer Daniels Midland Corporation y 91 millones a Cargill por gravámenes
impuestos sobre bebidas que usaban edulcorantes producidos con jarabe de maíz
rico en fructosa, conectados con un aumento en la incidencia de la obesidad.
En otras partes, Australia está
afrontando una demanda presentada por empresas de tabaco estadunidenses por
poner etiquetas de advertencia en las cajas e cigarrillos, lo mismo que Uruguay
(que no es un socio de TPP). Canadá, ante la amenaza de juicio, abandonó una
reglamentación de tabaco similar.
Estos son sólo algunos de los cientos
de casos indignantes que inversionistas multinacionales han presentado contra
reglamentaciones en beneficio del público. Con mucha frecuencia los árbitros
fallan a favor de los intereses de los inversionistas o los gobiernos
nacionales optan por resolver la disputa para evitar las presiones legales.
Los mecanismos de ISDS cambian
drásticamente el entendimiento anterior de los derechos y obligaciones de los
inversionistas y los estados. Bajo el TPP, los gobiernos deberán pagar a los
inversionistas extranjeros por no perjudicar al público, en vez de tener la
libertad de regular el alcance de una actividad comercial justa. Los mecanismos
de ISDS existentes ya son suficientemente malos. Su ampliación radical bajo el
TPP sería un desastre.
Ciertamente, una mayor integración
comercial y de inversión con el mundo es muy prometedora para México, pero el
TPP no es la manera de lograrla. No hay evidencia que sus protecciones a los
inversionistas y un fortalecimiento de los derechos de propiedad aumentarán la
inversión extranjera o traerán más innovación a la economía mexicana. Lo que
harán es asegurar que una mayor parte de los sueldos de los esforzados
trabajadores mexicanos termine en los bolsillos de las corporaciones
extranjeras.
Los líderes políticos han alardeado que
con el TPP están promoviendo el bienestar de sus pueblos y sus países. Pero eso
es pura retórica política. La realidad es que se ha brindado a los intereses
especiales –en Estados Unidos y en todas partes– demasiada influencia en las
negociaciones.
Si el presidente Peña Nieto desea hacer
lo correcto por el pueblo mexicano, instruirá al secretario Guajardo Villarreal
para que rechace un acuerdo que dejará el futuro económico de México en manos
de inversionistas multinacionales.
*Joseph E. Stiglitz, premio Nobel en
Economía, es profesor en la Universidad de Columbia y economista jefe en el
Instituto Roosevelt.
*Adam S. Hersh es economista sénior en
el Instituto Roosevelt e investigador visitante en la Iniciativa para el
Diálogo Político de la Universidad de Columbia.
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