Carta abierta al presidente López Obrador
Me temo que el desempeño de su
gobierno ha fallado en lo más importante, al no ser capaz de atemperar, hasta
ahora, la crisis de violencia criminal, comenta Eduardo Guerrero Gutiérrez.
Eduardo Guerrero Gutiérrez
julio 18, 2021
Le escribo
respetuosamente, tras escuchar con atención algunas de sus recientes
intervenciones relacionadas con el difícil problema de los homicidios dolosos.
En particular, sus palabras durante la conferencia de prensa del pasado 15 de
julio. Como usted señala, durante su gobierno se han registrado algunos avances
importantes en materia de seguridad. Por ejemplo, ha tomado forma una
estructura de coordinaciones estatales y regionales que ha contribuido a una
respuesta más oportuna y mejor articulada de los tres órdenes de gobierno ante
desafíos criminales. Como resultado de este esfuerzo cotidiano algunos delitos
han disminuido de forma significativa.
Sin embargo,
en los dos años y medio que lleva su gobierno, el homicidio doloso se ha
mantenido más o menos igual a como estaba a fines de 2018. Es decir, en niveles
francamente alarmantes. Llevo más de una década estudiando esta infernal
violencia homicida. Se trata de un fenómeno que genera un enorme daño al país,
pero que las autoridades, por regla general, prefieren ignorar. Por ello me
parece importante dirigirme a usted, en estos días en los que el tema ha
cobrado relevancia en la agenda pública. Tiene razón cuando reconoce que su
gobierno no podrá acreditarse históricamente si no hay un punto de inflexión,
no para dar por resuelto el problema –eso, en el mejor de los casos, llevará
una década más–, pero sí para cambiar el rumbo y dar los primeros pasos hacia
la pacificación del país.
En sus
palabras de la semana pasada retomó la frase de “abrazos, no balazos” y dijo
que nos demostrará que, a pesar de las burlas de sus detractores, sí funciona.
En mucho simpatizo con la frase. Coincido plenamente en que la mano dura y las
sentencias severas no son el camino para recuperar la seguridad. También
celebro su determinación para poner fin al “mátalos en caliente”; es decir, a
los indignantes excesos en el uso de la fuerza que en años recientes dieron
lugar a incontables ejecuciones extrajudiciales y otras violaciones graves a
los derechos humanos. En este punto cabe destacar que hay avances. Yo coordino
un monitoreo diario de incidentes de violencia criminal. De acuerdo con ese
ejercicio, en 2018 las instituciones de seguridad del Estado estuvieron
implicadas en 54 masacres; en contraste, en el primer semestre de este año han
participado en cuatro. Esta disminución de los crímenes de Estado no ha sido
valorada todavía en su justa dimensión.
El jueves
pasado también nos reiteró que, en su opinión, la paz sólo puede ser fruto de
la justicia, y que darle espacios a los jóvenes en las universidades es siempre
preferible a arrojarlos a edad temprana a la calle. También coincido. Si la
Ciudad de México no ha sido arrasada por la violencia, en buena medida es
porque cuenta desde hace décadas con una oferta amplia de instituciones
públicas de educación superior, que los gobiernos de izquierda acertadamente
impulsaron.
Sin embargo,
me temo que el desempeño de su gobierno ha fallado en lo más importante, al no
ser capaz de atemperar, hasta ahora, la crisis de violencia criminal. La
justicia no sólo contempla la dimensión social, presente en su discurso.
También hay otra dimensión de la justicia, que tiene que ver con el desarrollo
de capacidades de investigación, con la atención a víctimas del delito, y con
la impartición oportuna de la justicia. En el “credo neoliberal”, como usted
dice, hay dogmas que enajenan. Cierto. Está demostrado, por ejemplo, que el
encarcelamiento masivo, de gente pobre acusada de delitos menores, es
contraproducente.
Sin embargo,
también hay un catecismo de izquierda que obnubila, en el que se omiten
deliberadamente componentes que no embonan bien en la narrativa de la justicia
social, pero que son fundamentales para entender la crisis de seguridad que
vivimos en México. Una cosa son las pandillas juveniles, las personas con
problemas de adicción y las comunidades que cultivan mariguana y amapola. Estos
sectores trabajan para el crimen organizado, ya sea por verdadera necesidad, ya
sea por amenazas. Su condición es atribuible al olvido por parte del Estado que
usted subraya. En el caso de estos grupos vulnerables, la persecución y la
cárcel sólo sirven para perpetuar el círculo vicioso de marginación y
criminalidad.
Sin embargo,
ellos no son ni de lejos quienes hacen más daño. En México también ha florecido
una boyante industria de profesionales de la violencia. Por las carreteras y
las brechas del país, como usted bien sabe, circulan comandos con vehículos y
equipamiento militar que mes con mes logran apoderarse, por medio de la
extorsión, de una creciente tajada de la renta nacional. Estas milicias
privadas son responsables de dos terceras partes de los homicidios dolosos. No
se dedican a una actividad de subsistencia. Operan, por codicia, negocios
multimillonarios. Para terminar de complicar las cosas, estos grupos
constantemente entran en conflicto entre sí y, en la mayoría de los casos,
arrastran a las autoridades locales a uno u otro bando. Es precisamente por
ello, como usted señala, que en muchos lugares ya no se sabe dónde termina la
delincuencia y dónde comienza la autoridad. Para estos grandes empresarios de
la violencia es simplemente inconcebible un desarme voluntario. No hay programa
social, ni exhorto moral que pueda, por sí solo, poner fin a la voraz y
lucrativa maquinaria de guerra que ellos operan.
Así como hay
dogmas de la derecha, también hay dogmatismo cuando, desde Palacio Nacional y
tras 30 meses de estancamiento, se insiste en apelar a una política de abrazos,
extensiva a las milicias del crimen organizado. Hay una indulgencia extrema que
ofende a las víctimas cuando se dice, con ligereza, que dichos grupos se
portaron bien durante las elecciones. En esta coyuntura es necesario su
liderazgo para cambiar de narrativa y cambiar de rumbo. No se trata de volver a
la lógica del exterminio. Sin embargo, tampoco puede haber un repliegue
indefinido del Estado, ni en la carretera que comunica Apatzingán con
Aguililla, ni en los otros muchos otros espacios (que no abarcan el 35 por
ciento del territorio nacional, pero que cada vez son más amplios) donde hoy
manda la delincuencia. La paz sólo puede ser fruto de la justicia, como usted
dice. Pero no olvide que, sin ley y sin Estado de derecho, esa justicia es
inalcanzable.
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