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Zapata

lunes, 8 de octubre de 2018

EL MAYOR PROBLEMA: INSEGURIDAD Y VIOLENCIA (I)

La cancelación de los últimos 5 foros sobre la pacificación del país (Tamaulipas, Veracruz, Sinaloa, Tabasco y Morelos), por parte del equipo del presidente electo, Andrés Manuel López Obrador (AMLO), con la explicación de que deben concentrarse en ultimar el plan general sobre el tema que se presentará el próximo 24 de octubre, sólo refleja lo complejo del problema, los muchos intereses que están en juego y las dificultades que tiene el equipo del gobierno entrante para presentar propuestas que conciten apoyo público, que no sean sólo la repetición de políticas públicas ya ensayadas y  fracasadas; y que efectivamente estén dirigidas a atacar las causas y no sólo las consecuencias, de la inseguridad y la violencia que inundan al país.
Hay varios aspectos que tendrán que ser considerados en el plan del nuevo gobierno.
Diagnóstico
Se dirá que la situación está “sobre diagnosticada”, pues el aumento de homicidios (ya prácticamente 30 mil por año); desapariciones (oficialmente 37 mil desaparecidos); desplazados por la violencia (alrededor de 300 mil personas); costos por la inseguridad (el año pasado tuvo un costo de 4.72 millones de millones de pesos)[1] y la percepción que tiene la ciudadanía sobre el tema (75.9% de la población con 18 años y más, considera que vivir en su ciudad es inseguro)[2], reflejan el tamaño descomunal del fenómeno, y el reto al que se enfrentan las autoridades federales, estatales y municipales.
Autoridades
La función principal de los gobiernos es garantizar la seguridad física y los bienes de la población que se asienta en el territorio (los tres componentes del Estado, territorio, población y gobierno). En principio, los riesgos se considera que pueden venir del exterior, es decir de otros estados hostiles, por lo que las fuerzas armadas se encargan de disminuir dicho peligro.
En el caso de México, la disparidad enorme entre el poder militar de su vecino del norte y el nuestro es tal, que la mejor defensa que se ha ideado ante la amenaza estadounidense ha sido convertirnos en un estado lacayo, subordinado y acomodaticio a las demandas y necesidades de la superpotencia. Y al menos desde la última invasión de este país al nuestro (la Expedición Punitiva de 1916-17), esa estrategia ha funcionado para evitar nuevas invasiones militares o pérdidas de territorio (no así en lo que se refiere a la soberanía política y económica, siempre condicionadas y dependientes de los deseos y necesidades de la superpotencia).
En el sur, a pesar de tener un vecino no siempre pacífico, como Guatemala, la disparidad entre el poder militar de México y dicho país (así como Belice y el resto de Centroamérica), ha evitado riesgos mayores a la seguridad nacional, por lo que si bien en esa zona las fuerzas armadas mexicanas han debido mantener una mayor vigilancia que en el norte (conflictos internos en esos países, que han tendido a desbordarse hacia la zona fronteriza con México), en general tampoco se ha considerado que la seguridad nacional del país en su conjunto, corra peligro derivado de los problemas en esa región.
De ahí que el mayor peligro para la paz y la tranquilidad del país ha sido interno. Primero, por las disputas entre los distintos grupos políticos por hacerse del poder o por el tipo de proyecto nacional a seguir (Revolución, guerra cristera, rebelión escobarista; grupos armados en distintas zonas del país, desde los años sesentas del siglo pasado); y después, desde los años ochenta del siglo XX, por el crecimiento exponencial de la inseguridad y violencia criminales, que han rebasado las capacidades del Estado.
Crecimiento de la criminalidad
Las policías municipales, estatales y federales no fueron diseñadas, ni adecuadas en el tiempo, para hacer frente al desbordamiento criminal que ha sufrido el país las últimas tres décadas y media (que por cierto coinciden con la aplicación a ultranza del modelo económico neoliberal en México).
Tanto el marco legal, como las instituciones creadas en el período postrevolucionario, consideraron a la inseguridad como un subproducto social relativamente “controlable”, e incluso como fuente adicional de ingresos para las propias corporaciones policiales y para grupos políticos regionales y locales.
Sin embargo, ese tipo de política pública para lidiar con dichos asuntos, cambiaron radicalmente en los años sesenta del siglo XX, a raíz del crecimiento del consumo de drogas en Estados Unidos, derivado de la participación forzada de decenas de miles de jóvenes en la Guerra de Vietnam, que encontraron una salida a sus traumas de guerra y a su rechazo a la misma, en el consumo de estupefacientes (así como también la medicación por heridas de guerra, que a la postre se convertiría en fuente de adicción para miles de veteranos).
México se convirtió en proveedor de marihuana y opiáceos para el mercado estadounidense, lo que llevó al gobierno de Richard Nixon a culpar únicamente a nuestro país del aumento del consumo, ordenando en 1969 la “Operación Intercepción” en la frontera con México (que causó un caos en el flujo de personas y mercancías entre ambos países), y con ella el inicio formal de la “Guerra contra las Drogas”.
Así, el gobierno mexicano lanzó al Ejército a destruir los cultivos de marihuana en el país, con objeto de seguir la narrativa estadounidense de disminuir el abasto de drogas, poniendo mucho menor atención al consumo.
La cantidad de dinero que un negocio tan lucrativo como el comercio de drogas hacia los Estados Unidos, generó en grupos delincuenciales en México (en muchos casos surgidos de las propias corporaciones policiacas estatales y/o federales, y también con cobertura y apoyo de grupos políticos), cambió de forma fundamental la estructura y los alcances de la actividad criminal en el país, que no sólo contó así con el flujo de efectivo necesario para crecer, sino los incentivos para hacerlo, tanto por la creciente demanda del mercado estadounidense, como de otros grupos delincuenciales dedicados a abastecer dicho mercado, que necesitaban aliarse con los mexicanos para ello, tales como los colombianos.
Se puede debatir si la disminución de la participación estatal en materia de política social, con los ajustes acordados con el Fondo Monetario Internacional en los años ochenta del siglo XX, dejaron sin apoyo a miles de familias y jóvenes que así, sin mayores opciones decidieron emigrar a Estados Unidos o unirse al creciente negocio de la droga; o ello no tuvo una mayor incidencia en el aumento de personas dedicadas a esta actividad. Lo que es indudable es que ambos fenómenos coinciden en tiempo y espacio: “jibarización” del Estado de Bienestar y al mismo tiempo, aumento exponencial de las actividades criminales en el país.
¿Y cuál fue la respuesta del Estado Mexicano a esta situación? Asumir acríticamente y sin diagnosticar a fondo la situación, la estrategia y la narrativa estadounidense de declarar una guerra interminable a los cárteles de la droga, como única forma de atacar el problema.

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