El paso de
la segunda caravana de hondureños por el país durante este año (la primera fue
en abril), ahora con cerca de 9 mil integrantes, ha generado un indispensable
debate sobre la posición que el gobierno y la sociedad mexicanas deben asumir
en tema tan relevante para México y para la comunidad internacional.
Desde que nuestro
país perdió más de la mitad de su territorio con Estados Unidos en 1848, todos
los gobiernos mexicanos (unos más, otros menos), han intentado proteger a la
población mexicana que primero, quedó de aquel lado después del conflicto; y
que después, por diversas circunstancias (guerras civiles en nuestro país;
conflictos políticos; la Revolución Mexicana; crisis económicas; violencia criminal,
simple búsqueda de mejores oportunidades de vida), han llegado a Estados Unidos
de manera legal o ilegal (según la narrativa mexicana, serían indocumentados,
no ilegales).
Así, para
los gobiernos mexicanos cualquier descalificación de nuestros migrantes por
parte de las autoridades estadounidenses y/o de diversos sectores sociales de
ese país, siempre se equiparó a xenofobia, racismo y discriminación laboral.
Por lo que, a lo largo del último siglo desplegaron una red de 50 consulados a
todo lo largo y ancho del territorio estadounidense para asistir y asesorar a
nuestros connacionales, que en su gran mayoría van a Estados Unidos a buscar mejorar
su nivel de vida y enviar dinero a sus familias que quedan en México.
Sin embargo,
como México es el paso obligado por tierra de muchos millones de otros
ciudadanos de diversos países, que también van buscando mejorar su vida,
emigrando a los Estados Unidos, especialmente de los centroamericanos y
caribeños, nuestras autoridades han tenido que lidiar con un flujo constante, y
al paso de los años, creciente de personas que ingresan ilegalmente al país,
con objeto de cruzar la frontera norteamericana.
Esto ha sido
aprovechado por autoridades federales, estatales y municipales; y por grupos
delincuenciales, como fuente de extorsión para obtener ingresos de estos
migrantes, ya sea mediante robos, secuestros, explotación laboral y/o sexual; y
como pretexto para malos tratos, violaciones a los derechos humanos y
discriminación para los migrantes que pasan por territorio mexicano.
Por ello, tiene
décadas que los gobiernos de Centroamérica han acusado al nuestro de ser “luz de
la calle y oscuridad en la casa”, pues demanda trato digno y humanitario para
sus migrantes en Estados Unidos, pero no lo otorga para los que se internan de manera
ilegal en su territorio.
Además,
recordemos que desde los gobiernos de la posrevolución y hasta los neoliberales
que han dirigido al país los últimos 36 años, se utilizó la emigración de
mexicanos a Estados Unidos como una “válvula de escape” de la economía
mexicana, que nunca ha podido dar empleo suficiente y bien pagado a los
habitantes del país; y al mismo tiempo, como fuente de divisas para la siempre
emproblemada balanza de pagos nacional, a través de las remesas que envían los
residentes legales e ilegales en Estados Unidos.
Ahora el
gobierno saliente de Peña Nieto, ante las presiones del gobierno estadounidense,
ha señalado que los migrantes hondureños de la caravana (y al parecer ya
también guatemaltecos y salvadoreños), deben ingresar y permanecer en el país
de manera legal; justamente la misma exigencia que han hecho los gobiernos estadounidenses
al nuestro desde hace décadas, y que ha sido rechazada por el nuestro, esgrimiendo
el derecho humano de nuestros migrantes a desplazarse para ganarse la vida y a
que se respeten sus derechos humanos.
En cambio,
el presidente electo Andrés Manuel López Obrador (AMLO), ha manifestado que no
sólo se debe permitir la entrada de los migrantes y respetar sus derechos
humanos, sino incluso otorgarles permisos para trabajar.
La realidad
es que el gobierno mexicano, a pesar de que siempre le ha hecho el “trabajo
sucio” a Washington en materia de deportaciones de los centroamericanos (los
últimos años el promedio es de 200 mil deportados por año, por parte de las
autoridades mexicanas), no tiene la capacidad para controlar los flujos migratorios
de Centroamérica, Sudamérica, el Caribe, Asia y Africa; pues ahora llegan de
todas partes del mundo, con el objetivo principal de utilizar a México como
plataforma para entrar a Estados Unidos, ya sea pidiendo asilo o de manera
ilegal.
Sin embargo,
desde la llegada de Donald Trump a la presidencia del país vecino, se ha
verificado un claro endurecimiento de la política migratoria y de la de
seguridad, dificultando la entrada a Estados Unidos, así como la migración
legal a través de reunificaciones familiares o loterías y generando el aumento
de las deportaciones; lo que ha hecho muy improbable que todo este flujo de
migrantes logre su objetivo de entrar y quedarse en Estados Unidos.
Por ello, la
mayoría de ellos se está quedando en México en condiciones precarias, presa del
hambre y la desesperación, lo que fácilmente los puede hacer caer en las redes
de los grupos delincuenciales, que los utilizarán como su “mano de obra”.
¿Qué hacer?
El actual
gobierno seguirá con su narrativa dual, de por un lado no criminalizar a los migrantes
y tratar de evitar que se les maltrate y extorsione; y por el otro lado,
insistir en que “regularicen” su situación en el país (ya sea pidiendo refugio
o una visa temporal), lo que evidentemente no está siendo considerado como una
opción por la mayoría de ellos.
La verdadera
pregunta es qué hará el gobierno de AMLO, pues los flujos migratorios van a
continuar y a agravarse; las presiones estadounidenses para que los detengan,
se incrementarán; y el gobierno mexicano deberá asumir una posición en ambos
casos.
La realidad
es que México no tiene, y nunca ha tenido, la capacidad para evitar la llegada
de cientos de miles de indocumentados al país, y menos de deportarlos a todos
ellos.
Por otro
lado, México tampoco tiene, ni ha tenido la capacidad (y a veces, como en esta
época), ni siquiera la voluntad de oponerse a las órdenes de Washington en
temas de migración y seguridad. Y AMLO ha dejado muy claro que él quiere
llevarse bien con Trump a como dé lugar.
Así que todo
indica que la única opción para el siguiente gobierno es: fronteras abiertas
para todo el que quiera venir a México.
Los que
quieran venir al país sólo tendrían que llenar un pequeño cuestionario de
entrada para fines estadísticos y nada más.
Desaparecería
el Instituto Nacional de Migración, y sólo quedaría una Dirección de Migración
dependiente de la Secretaría de Seguridad Pública Federal para la contabilidad
de personas, nacionalidades y género de quienes entran a territorio nacional.
¡Que van a
entrar terroristas y delincuentes de toda laya! Seguramente. Pero nuestras
autoridades de todas formas no castigan, ni previenen el delito en el país.
Existe una absoluta impunidad, así que no parece que los criminales, que de todas
formas entran como se les antoja al país (ahí está el caso de los
colombianos, que asaltan a placer en todas las colonias de clase media de la
Ciudad de México), vayan a generar un caos peor del que ya existe.
Por ese
lado, el gobierno mexicano ya no tendría las críticas, ni la presión
internacional sobre su maltrato a los migrantes que entran al país, pues con
fronteras abiertas, todos podrían hacerlo legalmente (lo de traer o no
pasaporte también podría quedar como algo optativo).
El problema
sería Estados Unidos, que demandaría un control, al menos de los probables
terroristas. En ese caso, en vista de que ya se les permite a los miembros de
las agencias estadounidenses moverse a su antojo en el país; recabar la
información que deseen y estar armados; bien se podría aprobar que fueran ellas
las que ejercieran el control en aeropuertos y puertos terrestres y marítimos,
sufragando los gastos requeridos para realizar el trabajo.
Ante la
magnitud del reto, muy probablemente los estadounidenses declinarían tan
generosa oferta.
Así que la
única opción que tendrían sería construir el muro en la frontera; concentrar
varias decenas de miles de agentes de la patrulla fronteriza y miembros de la
guardia nacional en la misma; y mantener drones, aviones y helicópteros de
manera permanente en ella, para evitar los masivos flujos de migrantes que
intentarían entrar a los Estados Unidos desde México.
Claro que
esta generosidad mexicana con los migrantes del mundo acabaría por colmar la
paciencia de Washington (incluso de un gobierno demócrata); y las relaciones
entre ambos países se hundirían rápidamente en acusaciones mutuas. Y tarde
que temprano en las sanciones estadounidenses a nuestro país, como ya lo está
haciendo Trump contra los gobiernos de Honduras, El Salvador y Guatemala.
Ahora bien,
si AMLO decide mantener la ambigua política de permitir la entrada de migrantes
al país, prácticamente sin restricciones -lo que generará el incentivo para que
lleguen millones de todo el mundo, esperando cruzar en algún momento a Estados
Unidos; y a la vez, quedar bien con Washington, se tendrá que comprometer
entonces a mantener a esos migrantes en México. Es decir, darles trabajo,
subsidios, vivienda, educación, salud, etc. con objeto de que disminuya su
deseo de pasar al otro lado.
Y esa
política implicaría contar con cientos de miles de millones de pesos del presupuesto,
lo que cortaría los fondos para los generosos programas sociales que AMLO ha
prometido; así como para los proyectos de infraestructura que ha planteado.
Por ello,
tendría que pedir prestados o a través de algún tipo de inversión, esos miles
de millones de dólares a los Estados Unidos (y en menor medida a Canadá), para
poder mantener a los migrantes en México, sin quebrar las finanzas del país.
Es factible
que Washington y Ottawa pudieran aportar algo, pero las enormes cantidades que
se requerirían para sostener a los millones de migrantes del todo el mundo que
llegarán a México, no saldrán de la comunidad internacional, sino de los
mexicanos. Y eso a la larga (y a lo mejor en el corto plazo), va a ocasionar
insatisfacción y hasta odio hacia los migrantes de la mayor parte de la
sociedad mexicana.
En fin, a
ver qué camino toma la siguiente administración, en un tema que va a definir las
relaciones entre los países en los próximos años; y que puede ocasionar guerras
y disoluciones de sociedades nacionales enteras.