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Zapata

miércoles, 4 de julio de 2018

¿Voto de castigo o voto afirmativo?
A pesar de las encuestas, pocos imaginamos un triunfo tan arrollador como el de la coalición Juntos Haremos Historia. No ceso de escuchar con sorpresa que esto se debió al voto de castigo que los electores les propinaron al PRI y al PAN por su mal desempeño en los tres sexenios que encabezaron desde el 2000

MARÍA AMPARO CASAR
04 de Julio de 2018
Aunque algo de razón hay en este argumento difiero respecto a que este voto de castigo sea el que explique la victoria que le dio un mandato tan claro y contundente. Una victoria que, en democracia, no se había visto. Planteo, en cambio, que lo que vimos el 1º de julio fue más que un voto negativo a los “otros”, un voto afirmativo por AMLO. Difiero, también, respecto a que este triunfo se parece a los de la época dorada del PRI. Es cierto que el haber ganado en todos los estados salvo en Guanajuato y haber ganado la mayoría en el Congreso nos hace recordar esa época, pero entonces las elecciones no eran competidas, ni había un árbitro imparcial ni los ciudadanos se hacían cargo de las casillas ni se contaban los votos. El último Presidente que rebasó la barrera del 50% fue Salinas y esas fueron unas elecciones marcadas por el fraude. Zedillo rozó el 50%, pero como él mismo dijo no hubo equidad en la contienda. En adelante la votación para los candidatos ganadores fue de 43% (Fox), de 35.9% (Calderón) y de 39% (Peña).
López Obrador ganó en primerísimo lugar porque en México hay democracia electoral. Porque hubo una equidad razonable, porque los votos se emitieron en libertad y porque, como en las tres últimas elecciones, se contaron y se contaron bien. Dicho esto, el triunfo se debe en parte a sus aciertos y en parte a los errores de sus contrincantes. Fueron mayores los primeros que los segundos. Ganó porque el 80% del electorado manifestaba querer un cambio y fue el único que supo/pudo captar el voto antisistema. Porque apostó a convertir su movimiento en partido político y, en este sentido y, paradójicamente, apostó a jugar dentro del sistema.
Porque supo leer el desprecio del ciudadano hacia la clase política tradicional y a los partidos de siempre y se presentó como uno nuevo. Porque a pesar de estar compuesto de exmilitantes de otros partidos (PRI-PAN-PRD-MC), Morena se identifica como un partido nuevo y sin mácula. Como escribió José Antonio Crespo, porque aplicó “la magia de las nuevas siglas”. Porque recorrió el país como ningún otro. Porque se concentró en unos pocos mensajes que no se cansó de repetir y lo hizo en un lenguaje llano. Mensajes que a muchos nos parecían demagógicos y simplones, pero que a muchos más les parecían precisos y acertados y que fueron muy efectivos frente al electorado.
Porque se volvió el centro de la atención pública fijando la agenda. De hecho, porque ganó todas las agendas: la del cambio, la corrupción, la violencia, la desigualdad, la pobreza, la educación, la salud, las oportunidades, los privilegios. De esta manera, forzó a que sus adversarios se definieran frente a él y no frente al país y sus electores. Porque no reparó en hacer alianzas de jure (PES) o de facto (Elba Esther Gordillo o Napito) con antiguos adversarios.
Porque se posicionó como invencible y logró fijar la inevitabilidad de su triunfo desde el inicio de las campañas.  Porque supo sentarse con la mafia en el poder sin dejar su discurso de que ya estaba bien de que las élites saquearan al pueblo.  Ayudaron sin duda la realidad y los errores de las otras coaliciones, partidos y candidatos. El sexenio de Peña Nieto quedó marcado indeleblemente por la corrupción y su popularidad cayó a niveles nunca vistos.
El PRI y el PAN tardaron mucho en designar formalmente a sus respectivos candidatos y entraron tarde a las campañas. Ni Meade ni Anaya fueron plenamente aceptados por sus partidos. Además, menospreciaron el hartazgo de la sociedad y el potencial de AMLO.
El PAN cometió error tras error. Destacan el que Anaya fracturara a su partido y el haber escogido a un socio —PRD— que no convenció a sus militantes y cuyo sello venía desplomándose desde que AMLO lo abandonó. En las últimas encuestas marcaba apenas el 3.5% de la preferencia electoral.  Ambas coaliciones decidieron combatirse ferozmente pensando en capitalizar los votos del otro haciendo de la posibilidad del voto útil la certeza de su inutilidad. Sus ataques en materia de corrupción acabaron por convencer a todos que ambos cojeaban de la misma pata.
No han salido aún las primeras encuestas de las expectativas sobre el nuevo gobierno. Serán muy altas. El cambio de mayor envergadura antes de éste, fue el de Fox. A Fox en el 2000 le pedían “no nos falles”. Lo mismo le piden hoy a López Obrador. La aprobación inicial de Fox era de 80%. El 60% consideraba que lo que había ocurrido en México con la alternancia era “no sólo un cambio de persona sino de sistema”, el 69% que la situación económica mejoraría notablemente y el 66% tenía una opinión favorable de la forma en que combatiría la corrupción (Consulta-Mitofsky, noviembre de 2000). A un año de gobierno, Fox tenía una aprobación de 45%. Terminó con 36 por ciento.
López Obrador puede ser diferente. Por lo pronto, y como siempre, habrá que esperar a conocer su desempeño.

Investigadora del CIDE


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