Peña Nieto y
el Grupo Atlacomulco tienen claro que de no triunfar su títere candidato Meade
en las elecciones presidenciales del próximo 1º de Julio, pueden quedar a
merced de sus enemigos. Y no porque Anaya o López Obrador pretendan cambiar el
esquema de explotación imperante, pues como se ha visto en la precampaña, sólo
pretenden “humanizarlo” un poco; sino precisamente porque la oposición no está
en contra del “sistema” y representa una nueva opción dentro del mismo,
haciéndole sólo algunos ajustes para que siga cumpliendo su función expoliadora;
por lo que ahora Peña, el PRI y sus socios, pueden resultar prescindibles.
Cuando
Cárdenas en 1988 y López Obrador en 2006 y 2012 confrontaron al sistema
neoliberal desde la izquierda, la propuesta era clara; había que cambiar la
política económica y detener las trasformaciones estructurales que llevaban al
país a sucumbir ante las élites globalizantes y tecnocráticas, y a dejar a la
subclase política corrupta como “capataz” de dicho esquema. Por lo que la
derecha conservadora (PAN), la tecnocrática-autoritaria (PRI), los oligarcas y
la potencia hegemónica se unieron en esas tres oportunidades para derrotar, con
sendos fraudes electorales, a la opción de cambio proveniente de la izquierda.
Pero ahora
ya no hay izquierda, sólo tres formaciones que se presentan como los custodios
del sistema neoliberal, pero con la diferencia de que dos de ellas pueden
convencer a las élites económicas internacionales y a una parte de las
nacionales, de que el sistema no tiene porque derivar hacia una dictadura para
sostenerse (Ley de Seguridad Interior, fortalecimiento de las Fuerzas Armadas);
sino que puede transitar por una renovada “democratización”; para evitar, tanto
el endurecimiento gubernamental (para continuar la explotación, reprimiendo la
creciente inconformidad social); como el caos derivado del enfrentamiento
continuo entre representantes del statu
quo y sectores sociales excluidos y marginados.
Anaya y su
coalición prometen un gobierno de “coalición” en donde el titular del Poder
Ejecutivo Federal esté acotado, no sólo por los otros poderes, sino por un
pacto de gobernabilidad que obligue al presidente a negociar permanentemente
los cambios y adecuaciones que el sistema neoliberal requiera; dándole así a la
tecnocracia, a los oligarcas y a los grupos políticos regionales, el espacio
necesario para defender sus intereses.
En cambio,
López Obrador lo que propone es un Ejecutivo fuerte, que sirva de árbitro entre
los intereses populares, generalmente excluidos, y los de la oligarquía, la
tecnocracia y los grupos políticos regionales; constituyéndose en una especie
de “fiel de la balanza”, muy al estilo de los presidentes priístas de los años
40 y 50 del siglo pasado; y en especial tomando como modelo a Adolfo Ruiz
Cortines, a quien López Obrador ha admirado desde hace tiempo (aunque él
insiste en que sus modelos a seguir son Juárez, Madero y Cárdenas).
De ahí que
el PRI actual se encuentra perdido entre ambas propuestas, ya que desearía
regresar a ese tipo de presidencialismo “bonapartista” del siglo pasado,
principalmente el que ejerció Carlos Salinas en su sexenio. Un gobierno
tecnócrata, con su vertiente social (Pronasol); vinculado a la potencia
hegemónica (Tratado de Libre Comercio), y con una oposición controlada.
Peña fracasó
rotundamente en reeditar esa versión del presidencialismo priísta, en vista de
la profundización de los peores vicios de dicho esquema como la corrupción, la
asociación permanente con el crimen organizado; el aumento exponencial de la
violencia e inseguridad; la permanencia del “pacto de impunidad”; la creciente
desigualdad y la exclusión de más de la mitad de la población, del endeble
crecimiento económico que ha logrado el país durante tres décadas y media.
De ahí que
Peña y su grupo estén utilizando todo el poder que aún concentran en el
Ejecutivo, Legislativo, Judicial y gobiernos estatales y municipales para
destruir a un ex aliado que decidió lanzarse por la “libre” para llegar a la
presidencia y convencer a oligarcas, tecnócratas y a la potencia hegemónica de
que él sí puede salvar al sistema, sin tener que llevarlo al autoritarismo o
incluso a la dictadura abierta. Y ése ex aliado es Anaya.
El sistema
siempre ha tenido como “palanca” para hacer a un lado a miembros indeseados del
mismo, expedientes que los ligan a la corrupción o al crimen organizado, dado
que ha sido práctica común apoyarse en una o en ambas vertientes para
enriquecerse y subir en la competida escalera que lleva al poder.
Anaya no es
diferente a miles y miles de políticos de todos los partidos que han formado
parte del sistema; pues la corrupción es el sistema.
Así que
ahora Peña y el PRI pueden exhibirlo primero y acusarlo directamente después,
por la forma en que se ha enriquecido (junto con su familia política) durante
la última década, aprovechando los cargos públicos que ha ocupado.
La intención
del PRI es clara, eliminar a una de las dos opciones alternas dentro del
sistema, para así dejar sólo al tecnócrata Meade contra López Obrador, quien a
pesar de su brutal corrimiento a la derecha y las seguridades que ha dado a los
oligarcas de que no cambiará la política económica, sigue generando dudas entre
las élites económicas y tecnocráticas, y en la potencia hegemónica.
De igual
forma, la vertiente tecnocrática representada por Videgaray, intentó amarrar a
la potencia hegemónica en un compromiso de apoyo al gobierno de Peña y a Meade,
con la fracasada reunión con Trump. Pero resulta que el arrogante y pendenciero
presidente estadounidense le puso un precio muy alto a Peña para apoyarlo a él
y a su candidato en las elecciones presidenciales; que a su vez apoyara el muro
y se quedara callado cuando Trump afirmara que México lo pagaría. Para Peña eso
sería el suicidio político y la estocada final a su candidato presidencial, por
lo que esa parte de la estrategia, por lo pronto, se les vino abajo.
La otra
parte de la estrategia para mantener el poder a toda costa, ya está a todo
vapor, y es el uso de los recursos públicos en favor del PRI y de su candidato
presidencial; no sólo a través de la inauguración de obras y de la repartición
de recursos a los gobiernos estatales priístas; sino también mediante la no tan
velada compra del voto, pues en el Estado de México el gobernador Del Mazo ya
lanzó las “tarjetas rosas”, mediante las cuales se les da un pago mensual a las
mujeres de escasos recursos en la entidad, con lo que se les condicionará el
mantenimiento de ese estipendio, a que apoyen a los candidatos priístas.
Peña, el
PRI, el Grupo Atlacomulco, los grupos regionales que ahora han sido sumados de
manera formal a la campaña (Osorio, Beltrones, Paredes, Moreira, etc.), están
utilizando todos los recursos del Estado para mantener el poder, sin importarles el
descaro con que lo hacen, pues saben que enfrente tienen a dos coaliciones de
intereses que ya no representan un peligro para el sistema en sí, sino que son
un peligro exclusivamente para los actuales detentadores del poder político,
que bien pueden ser sustituidos, sin que el sistema neoliberal en su conjunto
sufra cambios de fondo.
El problema
que este uso faccioso del poder por parte de Peña y el PRI entraña, es que se
llegue a tal nivel de ataques entre las coaliciones, que el frágil sistema
político-jurídico-electoral del país no soporte la tensión, y se acabe por
recurrir a las fuerzas armadas, con todos los riesgos
que ello implica.