La dictadura democrática de los poderosos
Raúl Zibechi
La Jornada 12 de Mayo de 2017
Nos hacen falta ideas. La mente no piensa con información sino con
ideas, como destaca Fritjof Capra en La trama de la vida. En esta
tremenda transición/tormenta que vivimos, necesitamos lucidez y organización
para comprender lo que sucede y para construir las salidas. Cuando la realidad
se hace más compleja y la percepción se enturbia, una característica de las
tormentas sistémicas, aclarar la mirada es un paso ineludible y vital.
Por eso nos atiborran con información
basura, porque contribuye a potenciar la confusión. Es en este sentido que los
medios juegan un papel sistémico que consiste en desviar la atención, hacer que
las cosas importantes y decisivas tengan un trato idéntico a las más
superficiales (un accidente en carretera tiene más cobertura que el caos
climático) y tratan los temas serios como si fueran un partido de futbol.
Como sabemos, hay quienes piensan que
no hay cambios mayores, que la tormenta sistémica es una crisis pasajera, luego
de la cual todo seguirá su curso normal. Pero los de abajo necesitamos aguzar
los sentidos, detectar los sonidos y los movimientos imperceptibles, porque
nuestras vidas están en riesgo y cualquier despiste puede tener consecuencias
desastrosas. No tenemos seguros de vida ni guardias privados, como tienen los
de arriba.
El historiador francés Emmanuel Todd
reflexiona sobre las elecciones en su país, con análisis bien interesantes. El
primero, es que desde hace varias décadas existen campos de fuerzas sociales
estables, que le permiten asegurar que la sociedad está dividida en dos mitades
y que esa división permanece casi inalterada (goo.gl/p1i6WN).
En segundo lugar, se pregunta porqué en
el pasado cuarto de siglo el rechazo al modelo neoliberal no ha crecido (en
Europa), pese al aumento de la desocupación y al fracaso del euro. Analiza la
población, un dato estructural que tienden a minimizar los analistas. En
Francia, la población envejeció hasta seis años desde 1992 y, de hecho, los
ancianos han perdido el derecho de voto, porque una salida del euro
derrumbaría sus pensiones.
La segunda cuestión que contempla es la
estratificación educativa. Concluye que la gente con estudios superiores
produjo una oligarquía de masas y que esa élite pasó de 12 por ciento de
la población en 1992 a 25 por ciento, en sólo 25 años. La conclusión estremece:
una población envejecida sumada a una mayor masa oligárquica desemboca
en un creciente conformismo de la mitad de la población, mientras la otra mitad
de abajo se ha deteriorado notablemente desde el tratado de Maastricht de 1992.
Cuando Marx escribe el Manifiesto
Comunista, la relación entre los de abajo y los de arriba era de nueve a
uno. No había pensiones para los mayores y la universidad estaba reservada para
las élites. Era un sistema inestable, donde 90 por ciento tenía interés en
derribarlo.
Los dos cambios mencionados por Todd
(demografía y educación superior) representan mutaciones profundas para quienes
aspiramos a transformar el mundo. Todavía en 1960 abundaban los universitarios
como el Che, dispuestos a utilizar sus conocimientos junto a los
oprimidos. El sistema supo comprender que tenía un punto débil entre los
jóvenes universitarios y tomó medidas.
Ahora los docentes de ese nivel ganan
fortunas, hasta 30 veces el salario mínimo en varios países. Los estudiantes
cuentan con becas que les permiten estirar los estudios de posgrado hasta
bordear los 40 años y luego aspiran a ingresar en la élite universitaria. En el
imaginario colectivo el ascenso social pasa por los estudios superiores a los
que se entrega buena parte de la vida.
Immanuel Wallerstein sostenía hace tres
décadas (en Marx y el subdesarrollo) que bajo el capitalismo la
clase alta pasó de 1 a 20 por ciento de la población mundial. La cifra puede
acercarse ahora a 25 por ciento que presume Todd para la oligarquía de
masas. En América Latina las cifras deben matizarse, pero vamos hacia allá.
Es posible que estemos bordeando la dominación
perfecta: sociedades divididas en partes casi iguales, entre los que necesitan
patear el tablero y los que temen cualquier cambio. Una mitad conformista y la
otra mitad apabullada por la cuarta guerra mundial. Por encima de ambas, 1 por
ciento controla el poder estatal, el material y las democracias electorales.
A medida que se expanden las
dimensiones del grupo en la cima, a medida que vamos haciendo a los miembros
del grupo de la cima cada vez más iguales entre sí en sus derechos políticos,
se hace posible extraer más de los de abajo, escribe Wallerstein en Después
del liberalismo (página 168). Y agrega que un país mitad libre y
mitad esclavo sí puede durar mucho tiempo.
Las consecuencias de estos cambios
deberían llevarnos a sacar algunas conclusiones estratégicas.
Primero, la democracia se asienta en
ese sector que no quiere desestabilizar el sistema, mientras la otra mitad no
se siente representada. La democracia electoral tiene sentido para la mitad de
arriba, pero es una cárcel para los de abajo.
Dos, para la mitad desheredada de la
población, el diseño actual del capitalismo es una realidad opresiva, ya que
las políticas sociales focalizadas tienden a neutralizar y dividir a quienes
necesitan levantarse contra el sistema.
Los partidos de centro-izquierda
recogen las aspiraciones, y los miedos, de esa mitad de la población que sólo
quiere cambios cosméticos y cuyo ejercicio político excluyente es votar cada
cinco o seis años y asistir a mítines para aplaudir a sus caudillos.
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