CLAUDIA SHEINBAUM Y EL PARTIDO DE ESTADO
La candidata a la presidencia
de la República por parte del frente oficialista en México, conformado por
Morena-PVEM-PT, se encuentra en medio de un doble proceso de conformación-consolidación
dentro del sistema político mexicano.
Para entender dichos procesos,
primero hagamos un breve recuento de la crisis que ha erosionado al sistema
político mexicano en las últimas décadas.
Por un lado, el intento de las
élites neoliberales mexicanas y de sus aliados estadounidenses, de conformar un
sistema político “espejo” del norteamericano, fracasó después de 30 años
(1988-2018), en vista de que la democracia liberal que se pretendía establecer,
como sostén del modelo económico neoliberal, nunca pudo arraigar en tierras
mexicanas, por más que se avanzó con el establecimiento de una
institucionalidad electoral, más o menos honesta y profesional; y se lograron algunos
avances en materia de división de poderes, transparencia gubernamental y
atención a violaciones graves de derechos humanos.
Sin embargo, desde el triunfo
del sector tecnócrata-neoliberal dentro del entonces hegemónico PRI en 1982,
las bases sociales de dicho modelo eran frágiles, en tanto que entre el 60 y el
70% de la población se mantenía en la pobreza y en una precaria medianía
económica, sujeta a serios vaivenes por crisis económicas endógenas o exógenas,
desastres naturales y una permanente presencia de la corrupción, así como
incompetencia en los niveles medios y altos de la burocracia y las élites
político-económicas del país.
El sistema político que se
estructuró después de la Revolución Mexicana, con sus sucesivas adecuaciones
(PNR,PRM y PRI) mantuvo un precario equilibrio entre una economía capitalista
dependiente de la estadounidense; un mayoritario sector popular-obrero-campesino
con niveles de vida apenas de subsistencia; una clase política ambiciosa,
ligada a un sector empresarial necesitado de protección ante la competencia
externa; y una sociedad civil (clases medias) en formación, pero prácticamente
sin peso en las decisiones políticas y económicas fundamentales.
Cuando este sistema y los delicados
equilibrios que mantenía se comenzaron a desmoronar a fines de los años
sesentas y finalmente colapsaron a principios de los años ochentas del siglo
pasado, fue cuando las élites mexicanas se allanaron a las nuevas estructuras
internacionales (lideradas por Estados Unidos y Reino Unido), lo que conllevó
un vaciamiento de “pueblo” al sistema político, para en su lugar empoderar al “ciudadano”;
y el abandono de los “sectores sociales” (encuadrados en el partido hegemónico),
por “agentes económicos” y “consumidores” en el ámbito de las relaciones
productivas.
Si bien se desarrollaron áreas
de la economía y regiones del país que se engancharon con la economía
internacional, prácticamente las dos terceras partes de la población y al
menos, la mitad de las entidades federativas, quedaron soslayadas de este
esquema de desarrollo, lo que permitió que los políticos y operadores del
sistema político tradicional, convivieran con el nuevo modelo e incluso se
fortalecieran durante el experimento neoliberal; mientras la siempre marginal
izquierda mexicana, encontraba un nuevo “caballo de batalla” para mantenerse
vigente, condenando la exclusión de millones de personas del nuevo modelo de
desarrollo, mientras que la promesa democrática sólo se insertaba en ciertos
sectores urbanos medios y altos, pero sin impactar al grueso de la población
mexicana.
Así, las crisis
internacionales del capitalismo (2000-2001; 2008-2009); la clara acumulación de
poder económico y político en una minoría de plutócratas mexicanos; la profundización
del vasallaje mexicano a los Estados Unidos, en todos los ámbitos de la
relación bilateral; e insuficientes políticas de inclusión y desarrollo social para las
mayorías, ayudaron a empoderar a esos grupos políticos y líderes sociales que
nunca desaparecieron de la escena, y que criticaban al modelo económico y
político prevaleciente.
El más persistente y conocido
de dichos líderes, Andrés Manuel López Obrador, quien había estado a la sombra
del líder inicial que encabezó la oposición al neoliberalismo, es decir,
Cuauhtémoc Cárdenas; finalmente pudo conformar una variopinta coalición de grupos
políticos e intereses económicos, con una base social que esperaba desde hacía
3 décadas al menos, hacerse presente en la lucha por el poder, para expresar
sus insatisfacciones y demandas.
El triunfo de López Obrador en
2018, fue el fracaso del intento tecnócrata-oligarca-neoliberal por cimentar un
modelo económico basado en la subordinación mexicana a las necesidades de la
potencia hegemónica, con una preponderancia de las grandes empresas
trasnacionales y un papel menor del Estado Mexicano.
Al no poder consolidar dicha
propuesta, lo que quedó fue un andamiaje institucional listo para apoyar ese
modelo, que finalmente no se pudo concretar; pero sobre una mayoritaria base
social que no está integralmente conectada a dicho modelo y que por el
contrario demanda empleo, salud, educación, vivienda, etc. que sólo el Estado
puede proporcionar.
López Obrador, infructuosa y
hasta torpemente, ha tratado de conciliar el modelo económico de dependencia
estructural de México respecto a Estados Unidos, y su inserción en el esquema
de dominación mundial de la superpotencia (de ahí que no sólo no se haya
retirado del Nafta, sino que apoyó la renegociación del nuevo tratado con
Estados Unidos y Canadá, T-MEC); con las demandas y necesidades de las dos
terceras partes de la población mexicana, que tienen un nivel de vida de subsistencia
precaria, que no está vinculada con las cadenas de valor de la economía
internacional; y por lo mismo, requieren de la intervención estatal para su
supervivencia y eventual desarrollo.
Pero para ello, López Obrador
y su grupo político consideraron indispensable desmontar, no sólo el entramado
legal que durante 30 años el neoliberalismo había creado, para darle sustento a
su modelo económico y político; sino también destruir la institucionalidad que
dicha legalidad había creado.
Y la única forma que
encontraron para hacerlo fue reconstituyendo el partido de Estado y las
facultades meta constitucionales del presidente. Es decir, la concentración del
poder otra vez, tal como lo hizo el PRI durante 71 años, con objeto de obligar
a los oligarcas, a la clase política (partidocracia); a los medios de
comunicación, a la academia y a la sociedad civil, a aceptar que la única forma
de mantener el precario equilibrio entre el México moderno, neoliberal y
vinculado con Estados Unidos y la economía internacional; y el México
pre-moderno, subdesarrollado y excluido de la economía mundial, es mediante un
Estado todo poderoso, cuyo centro, la Presidencia de la República, pueda dictar
el rumbo a los otros poderes (Legislativo y Judicial), a los gobiernos
estatales, a los empresarios, obreros, campesinos, clases populares,
académicos, intelectuales, artistas y sociedad civil en general; para así
evitar que la brecha entre los dos Méxicos se ensanche; para evitar que la
subordinación y dependencia de México hacia Estados Unidos acabe por nulificar
la soberanía y hasta la integridad territorial del país; y para evitar que las
divisiones internas acaben en una nueva guerra civil, como las muchas que se
han verificado en la historia nacional.
En eso está López Obrador en
su último año de gobierno. Tratando de acabar de consolidar al nuevo partido de
Estado, Morena (ya sin los sectores que caracterizaron al viejo PRI, pero con
las mismas funciones de control y disciplina del así llamado “partidazo”), que
pueda extender sus tentáculos a todos los ámbitos de la vida nacional; pero
especialmente que el sistema político sea Morena; es decir, nada fuera del “universo
morenista”, en donde la presidencia de la República tendrá siempre la última
palabra.
Este proceso de consolidación
del partido de Estado queda fuera del ámbito de responsabilidad de Claudia
Sheinbaum, y es López Obrador el que lleva la voz cantante.
A Sheinbaum le corresponde
consolidar a Morena como un partido funcional para mantener la disciplina entre
sus diferentes grupos e intereses; y ganar los procesos electorales que están
en puerta.
En estos momentos Sheinbaum no
tiene la responsabilidad de acabar de conformar el gran esquema de dominación
que significa apuntalar al Estado Mexicano y a su centro, la presidencia de la
República, como el eje de todos los equilibrios políticos, económicos y
sociales. Sheinbaum tiene que disciplinar a los miembros del partido y lograr
los triunfos electorales que se requieren en 2024.
Después de eso, será la
encargada de fortalecer y cuidar ese esquema de dominación, muy similar al que
estableció el PRI durante la mayor parte del siglo XX, y que sirve de modelo
para lo que ahora están tratando de lograr López Obrador y Morena.
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