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Zapata

miércoles, 15 de noviembre de 2023

 CLAUDIA SHEINBAUM Y EL PARTIDO DE ESTADO

La candidata a la presidencia de la República por parte del frente oficialista en México, conformado por Morena-PVEM-PT, se encuentra en medio de un doble proceso de conformación-consolidación dentro del sistema político mexicano.

Para entender dichos procesos, primero hagamos un breve recuento de la crisis que ha erosionado al sistema político mexicano en las últimas décadas.

Por un lado, el intento de las élites neoliberales mexicanas y de sus aliados estadounidenses, de conformar un sistema político “espejo” del norteamericano, fracasó después de 30 años (1988-2018), en vista de que la democracia liberal que se pretendía establecer, como sostén del modelo económico neoliberal, nunca pudo arraigar en tierras mexicanas, por más que se avanzó con el establecimiento de una institucionalidad electoral, más o menos honesta y profesional; y se lograron algunos avances en materia de división de poderes, transparencia gubernamental y atención a violaciones graves de derechos humanos.

Sin embargo, desde el triunfo del sector tecnócrata-neoliberal dentro del entonces hegemónico PRI en 1982, las bases sociales de dicho modelo eran frágiles, en tanto que entre el 60 y el 70% de la población se mantenía en la pobreza y en una precaria medianía económica, sujeta a serios vaivenes por crisis económicas endógenas o exógenas, desastres naturales y una permanente presencia de la corrupción, así como incompetencia en los niveles medios y altos de la burocracia y las élites político-económicas del país.

El sistema político que se estructuró después de la Revolución Mexicana, con sus sucesivas adecuaciones (PNR,PRM y PRI) mantuvo un precario equilibrio entre una economía capitalista dependiente de la estadounidense; un mayoritario sector popular-obrero-campesino con niveles de vida apenas de subsistencia; una clase política ambiciosa, ligada a un sector empresarial necesitado de protección ante la competencia externa; y una sociedad civil (clases medias) en formación, pero prácticamente sin peso en las decisiones políticas y económicas fundamentales.

Cuando este sistema y los delicados equilibrios que mantenía se comenzaron a desmoronar a fines de los años sesentas y finalmente colapsaron a principios de los años ochentas del siglo pasado, fue cuando las élites mexicanas se allanaron a las nuevas estructuras internacionales (lideradas por Estados Unidos y Reino Unido), lo que conllevó un vaciamiento de “pueblo” al sistema político, para en su lugar empoderar al “ciudadano”; y el abandono de los “sectores sociales” (encuadrados en el partido hegemónico), por “agentes económicos” y “consumidores” en el ámbito de las relaciones productivas.

Si bien se desarrollaron áreas de la economía y regiones del país que se engancharon con la economía internacional, prácticamente las dos terceras partes de la población y al menos, la mitad de las entidades federativas, quedaron soslayadas de este esquema de desarrollo, lo que permitió que los políticos y operadores del sistema político tradicional, convivieran con el nuevo modelo e incluso se fortalecieran durante el experimento neoliberal; mientras la siempre marginal izquierda mexicana, encontraba un nuevo “caballo de batalla” para mantenerse vigente, condenando la exclusión de millones de personas del nuevo modelo de desarrollo, mientras que la promesa democrática sólo se insertaba en ciertos sectores urbanos medios y altos, pero sin impactar al grueso de la población mexicana.

Así, las crisis internacionales del capitalismo (2000-2001; 2008-2009); la clara acumulación de poder económico y político en una minoría de plutócratas mexicanos; la profundización del vasallaje mexicano a los Estados Unidos, en todos los ámbitos de la relación bilateral; e insuficientes políticas de inclusión y desarrollo social para las mayorías, ayudaron a empoderar a esos grupos políticos y líderes sociales que nunca desaparecieron de la escena, y que criticaban al modelo económico y político prevaleciente.

El más persistente y conocido de dichos líderes, Andrés Manuel López Obrador, quien había estado a la sombra del líder inicial que encabezó la oposición al neoliberalismo, es decir, Cuauhtémoc Cárdenas; finalmente pudo conformar una variopinta coalición de grupos políticos e intereses económicos, con una base social que esperaba desde hacía 3 décadas al menos, hacerse presente en la lucha por el poder, para expresar sus insatisfacciones y demandas.

El triunfo de López Obrador en 2018, fue el fracaso del intento tecnócrata-oligarca-neoliberal por cimentar un modelo económico basado en la subordinación mexicana a las necesidades de la potencia hegemónica, con una preponderancia de las grandes empresas trasnacionales y un papel menor del Estado Mexicano.

Al no poder consolidar dicha propuesta, lo que quedó fue un andamiaje institucional listo para apoyar ese modelo, que finalmente no se pudo concretar; pero sobre una mayoritaria base social que no está integralmente conectada a dicho modelo y que por el contrario demanda empleo, salud, educación, vivienda, etc. que sólo el Estado puede proporcionar.

López Obrador, infructuosa y hasta torpemente, ha tratado de conciliar el modelo económico de dependencia estructural de México respecto a Estados Unidos, y su inserción en el esquema de dominación mundial de la superpotencia (de ahí que no sólo no se haya retirado del Nafta, sino que apoyó la renegociación del nuevo tratado con Estados Unidos y Canadá, T-MEC); con las demandas y necesidades de las dos terceras partes de la población mexicana, que tienen un nivel de vida de subsistencia precaria, que no está vinculada con las cadenas de valor de la economía internacional; y por lo mismo, requieren de la intervención estatal para su supervivencia y eventual desarrollo.

Pero para ello, López Obrador y su grupo político consideraron indispensable desmontar, no sólo el entramado legal que durante 30 años el neoliberalismo había creado, para darle sustento a su modelo económico y político; sino también destruir la institucionalidad que dicha legalidad había creado.

Y la única forma que encontraron para hacerlo fue reconstituyendo el partido de Estado y las facultades meta constitucionales del presidente. Es decir, la concentración del poder otra vez, tal como lo hizo el PRI durante 71 años, con objeto de obligar a los oligarcas, a la clase política (partidocracia); a los medios de comunicación, a la academia y a la sociedad civil, a aceptar que la única forma de mantener el precario equilibrio entre el México moderno, neoliberal y vinculado con Estados Unidos y la economía internacional; y el México pre-moderno, subdesarrollado y excluido de la economía mundial, es mediante un Estado todo poderoso, cuyo centro, la Presidencia de la República, pueda dictar el rumbo a los otros poderes (Legislativo y Judicial), a los gobiernos estatales, a los empresarios, obreros, campesinos, clases populares, académicos, intelectuales, artistas y sociedad civil en general; para así evitar que la brecha entre los dos Méxicos se ensanche; para evitar que la subordinación y dependencia de México hacia Estados Unidos acabe por nulificar la soberanía y hasta la integridad territorial del país; y para evitar que las divisiones internas acaben en una nueva guerra civil, como las muchas que se han verificado en la historia nacional.

En eso está López Obrador en su último año de gobierno. Tratando de acabar de consolidar al nuevo partido de Estado, Morena (ya sin los sectores que caracterizaron al viejo PRI, pero con las mismas funciones de control y disciplina del así llamado “partidazo”), que pueda extender sus tentáculos a todos los ámbitos de la vida nacional; pero especialmente que el sistema político sea Morena; es decir, nada fuera del “universo morenista”, en donde la presidencia de la República tendrá siempre la última palabra.

Este proceso de consolidación del partido de Estado queda fuera del ámbito de responsabilidad de Claudia Sheinbaum, y es López Obrador el que lleva la voz cantante.

A Sheinbaum le corresponde consolidar a Morena como un partido funcional para mantener la disciplina entre sus diferentes grupos e intereses; y ganar los procesos electorales que están en puerta.

En estos momentos Sheinbaum no tiene la responsabilidad de acabar de conformar el gran esquema de dominación que significa apuntalar al Estado Mexicano y a su centro, la presidencia de la República, como el eje de todos los equilibrios políticos, económicos y sociales. Sheinbaum tiene que disciplinar a los miembros del partido y lograr los triunfos electorales que se requieren en 2024.

Después de eso, será la encargada de fortalecer y cuidar ese esquema de dominación, muy similar al que estableció el PRI durante la mayor parte del siglo XX, y que sirve de modelo para lo que ahora están tratando de lograr López Obrador y Morena.

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