De 'narcosociedades' e impudores
Agustín
Basave
Ciudad de
México / 17.07.2023
Dicen que lo
peor que puede pasarle a un país en términos de seguridad es que la
delincuencia capture al gobierno. Hay, por desgracia, algo más grave: que la
delincuencia capture a la sociedad. En México aprendimos hace años que el
crimen organizado suscita complicidades entre la población, pero lo que vemos
ahora es otra cosa. El respaldo al narco en localidades rurales más o menos
pequeñas se ha convertido en apoyo de comunidades enteras que se extienden a
zonas urbanas. Los cárteles cuentan con la simpatía de mucha gente —cada vez
más— que se beneficia de su enorme y diversificado negocio, generador de
empleos directos e indirectos y hasta de gobernanza. La cosa pública cede su
lugar a la cosa nostra.
El asalto a
la sede del gobierno en Chilpancingo por parte de miles de habitantes de
poblaciones controladas por un grupo delincuencial es un síntoma aterrador. La
base social del crimen tomó la capital de Guerrero para exigir la liberación de
algunos de sus jefes, quienes no llamaron a un comando de sicarios para ser
rescatados: se lo encargaron a un contingente de pobladores, a guisa de
rebelión ciudadana. Cuidado. Colombia nos enseñó que la mezcla de narcotráfico
y guerrilla es terriblemente corrosiva: cuando los criminales entran en
regiones marginadas, cooptan liderazgos comunitarios, entreveran reclamos
justicieros con acciones delictivas, no emulan las andanzas de Chucho el Roto
sino que corrompen a la sociedad políticamente organizada, y al hacerlo logran
que la criminalidad vaya más allá de la actividad económica para absorber la
representación política y la legitimidad social. Se trata de algo más
amenazante que el surgimiento de un narcoestado: es la construcción de una
narcosociedad.
México debe
conjurar ese peligro. Lo que habíamos visto —protección de vecinos a capos,
veneración a criminales como figuras religiosas, repartición de despensas e
incluso secuestro de candidatos por parte de los cárteles— palidece frente
a una insurrección del “pueblo malo” contra autoridades electas por el “pueblo
bueno”. He aquí el meollo del asunto: no vale el binarismo ni la adjetivación.
La corrupción empieza siempre arriba pero al volverse sistémica permea hacia abajo.
Y ante la ausencia de un Estado que imponga el monopolio de la violencia
legítima, la delincuencia se vuelve un vehículo más eficaz que la ley para
regir a la sociedad.
PD: Ni
rastros quedan del López Obrador que conocí en 2005. El AMLO de hoy perdió la
última brizna de pudor que le quedaba: dirige una guerra sucia contra Xóchitl
como la que Fox lanzó contra él. En su obsesión por impedir que llegue a la
boleta actúa con deshonestidad y vileza, metiendo groseramente las manos en la
contienda presidencial —el “cállate chachalaca” le queda corto— y usando
ilícitamente información reservada para difamarla y calumniarla. El “delito”
que le achaca podría tipificarse como aspiracionismo imprudencial y amerita
arraigo domiciliario: quiere que se quede ahí, en su casa, lejos de la
candidatura. Me temo que esta vez AMLO se topó con la horma de su zapato. Pero
más me temo que veremos una elección de Estado para detener la cuarta
alternancia, para evitar que la 4A derrote a la 4T, porque para eso sí le gusta
el Estado. Ni hablar. Habrá que luchar contra el leviatán.
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