Campañas anticipadas, violencia e ingobernabilidad
Mario
Patrón
https://www.jornada.com.mx/2023/07/13/opinion/018a1pol
Mientras
México sigue atrapado en la espiral de una violencia cada vez más extendida, en
las semanas recientes los titulares de los medios informativos han estado
monopolizados por los movimientos de los aspirantes a la Presidencia, en el
marco de una precampaña apresurada por el propio jefe del Ejecutivo, que ha
venido a enrarecer la agenda pública dejando en la penumbra buena parte de los
temas más urgentes del país que, como la violencia, evolucionan fuera del ojo
público en una dinámica que amenaza con comprometer la estabilidad social y el
propio proceso electoral que viviremos dentro de 11 meses.
Encuestas
recientes, como la de El Financiero o la del Grupo de
Economistas y Asociados (GEA), muestran la inseguridad y la violencia como el
problema de mayor preocupación para los mexicanos con 43 y 55 por ciento de la
población, respectivamente, que lo considera el mayor problema del país. El
estudio del GEA reporta un incremento sostenido de la percepción sobre la
violencia, pues en 2018 sólo 25 por ciento de la población consideraba a la
referida problemática como la más preocupante. Dichas cifras son muestra de
que, mientras los sexenios pasan y los gobiernos cambian, la violencia
permanece en la percepción pública como un componente central del imaginario de
ingobernabilidad e institucionalidad fallida del país.
Basta mirar,
por ejemplo, lo sucedido en estos días en Chilpancingo, donde circuló un video
de la alcaldesa sosteniendo una reunión con el líder de Los Ardillos;
misma capital estatal donde el último fin de semana se registró una oleada de
violencia contra los transportistas de la región, que motivó el lunes siguiente
bloqueos y manifestaciones. Esta cadena de hechos ha puesto en evidencia una
inquietante descomposición de las instituciones del estado, incapaces de mediar
en los conflictos, carentes de credibilidad y, por decir lo menos, impotentes
frente a la violencia.
Otro ejemplo
preocupante: Michoacán, donde hace un par de semanas fue asesinado Hipólito
Mora, uno de los fundadores de las autodefensas de dicha entidad, creadas como
medida extrema ante la inoperancia de las instituciones encargadas de la
seguridad, incluidas las castrenses, quien había denunciado con insistencia las
amenazas que recibía. Apenas antier, en la denominada Tierra Caliente de
Michoacán se registraron bloqueos carreteros, ataques y choques armados entre
grupos criminales, situación que se ha convertido en cotidiana en numerosos
municipios de esa zona, en la que el Estado no parece tener control.
Algo similar
ocurre en Chiapas, cuyos niveles de violencia se han incrementado
sostenidamente en los últimos años sin que haya merecido la atención no sólo de
los medios informativos sino desde las propias instituciones del Estado,
federales y estatales, que han preferido invisibilizar y maquillar la profunda
dinámica de descomposición que ahí se ha desarrollado. Hoy Chiapas se encuentra
en una crisis profunda de desplazamiento interno forzado, con comunidades
enteras amenazadas por bandas que se disputan las plazas, vulnerando más a las
comunidades campesinas e indígenas, incluyendo a las comunidades autónomas
zapatistas, que siguen resistiendo los embates del paramilitarismo en México
desde hace décadas.
No menos
grave es lo que ocurre en Tijuana, donde la alcaldesa, Montserrat Caballero,
debió mudar su domicilio nada menos que a la sede del 28 Batallón de
Infantería, tras el ataque a uno de sus escoltas. O lo que ha ocurrido en
Nayarit, donde fue asesinado el corresponsal de La Jornada Luis
Martín Sánchez y fueron secuestrados otros dos periodistas, quienes por fortuna
fueron localizados con vida.
Es cierto
que Andrés Manuel López Obrador heredó en 2018 un país rebasado por la
violencia, problema que con toda razón puso en un lugar prioritario de su
agenda de gobierno. A poco más de un año de concluir, todo hace prever que
heredará al siguiente sexenio un país en que la violencia no ha menguado, pero
sí se ha profundizado una militarización de diversas esferas de la
institucionalidad pública, mucho más allá de la seguridad, que le será muy
difícil revertir a quien lo suceda. Los hechos recuperados en los anteriores
párrafos son apenas un puñado de expresiones de una problemática estructural y
generalizada que cada día no sólo confirman el fracaso de la estrategia de
seguridad en la que se han empecinado los últimos tres gobiernos, sino que
configuran escenarios de alto riesgo para la institucionalidad pública y el
estado de derecho.
En los meses
venideros la atención pública en el país estará cada vez más concentrada en el
ya muy largo proceso electoral de 2024 en el marco del cual partidos y
candidatos se disputarán el atributo central del carisma y arraigo
entre el pueblo; mientras, el pueblo real seguirá a expensas de una
creciente violencia que se despliega ante la patente incapacidad de las
instituciones lideradas precisamente por los mismos partidos que se disputarán
los cargos públicos en 2024. El contraste entre los tiempos, energías y
recursos dedicados al proselitismo y la crudeza de la realidad no puede ser
mayor.
Ante este
panorama, de nuevo la clase política transfiere a la ciudadanía la carga de
tener que exigir la debida y urgente atención de la crisis de violencia que
padece el país; de obligar a los partidos y candidatos a asumir con seriedad
sus responsabilidades de concebir nuevas estrategias de pacificación para
México no sólo eficaces sino cuidadosas del estado democrático de derecho. Para
ello es indispensable que se produzcan diálogos y deliberación que, por encima
de la polarización política, abran márgenes para construir una agenda de
pacificación, donde la sociedad civil y especialmente las víctimas de la
violencia tengan un papel central en el diseño, fortalecimiento, vigilancia y
evaluación de las políticas públicas en la materia.
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