LA APUESTA DE PUTIN
Putin ha
decidido que éste era el mejor momento para “desacoplar” definitivamente a
Rusia de Occidente; establecer su perímetro de seguridad, para mantener a distancia
a sus enemigos de la OTAN; e internamente, aislar y derrotar a la facción prooccidental
de las élites políticas y económicas rusas.
Veamos cada
uno de estos objetivos.
Para Putin y
la dirigencia político-militar rusa quedó claro durante 22 años, que Occidente
no estaba interesado, ni deseaba que Rusia se integrara como potencia mundial,
a la que se le reconociera respeto, zona de influencia y capacidad de decisión en
los asuntos mundiales.
Para Estados
Unidos y Europa Occidental, Rusia había sido “derrotada” en la Guerra Fría, y
por ello debía “pagar” el costo de esa guerra de más de 40 años. De ahí que el
saqueo y la destrucción de los recursos financieros y naturales; y la
explotación de la mano de obra rusa, desde la desaparición de la Unión
Soviética (1991), hasta el fin de la desastrosa presidencia de Boris Yeltsin (2000)
era el destino permanente de Rusia, según los designios occidentales.
Pero Putin,
los militares y los servicios de seguridad rusos decidieron recuperar el
control de su país, y para ello lo primero que hicieron fue encarcelar u
obligar a huir a los aliados rusos y ruso-judíos de Occidente que, junto con
las trasnacionales, depredaron la economía rusa durante más de una década.
Esto fue
considerado en Occidente como una afrenta mayúscula, pero en vista de que
Estados Unidos e Israel se habían inventado una “Guerra contra el Terror” para
terminar con los enemigos de los israelíes en el Medio Oriente, dejaron para un
mejor momento el “castigo” a Putin y a la coalición gobernante que lo apoyaba.
Después,
Putin decidió mantener su apoyo a regiones prorrusas adyacentes a Georgia
(Osetia del Sur y Abjasia), lo que para Washington y la OTAN constituyó una
gran oportunidad para provocar a Moscú.
Así, desde
2007, el gobierno de George Bush había planteado la posibilidad de que Ucrania
y Georgia se integraran a la OTAN, como ya lo habían hecho varios de los países
que antes habían formado parte del Pacto de Varsovia.
Esto para
Rusia constituía una evidente amenaza a su seguridad, en la medida en que esa
expansión hacia el este por parte de la
OTAN sólo tenía un objetivo, rodear a Rusia y evitar cualquier intento de
expansión de la influencia rusa en Europa Oriental.
En este
contexto, el presidente georgiano Mijeil Saakashvili, ordenó en agosto de 2008
a su ejército recuperar la región de Osetia del Sur, que estaba defendida por
fuerzas rusas. Esto sucedió mientras el presidente ruso Vladimir Putin asistía
a los Juegos Olímpico de Beijing.
Inmediatamente,
el ejército ruso respondió y propinó una rápida derrota al ejército georgiano,
que inútilmente esperó ayuda de Occidente, que había instigado al gobierno
georgiano a recuperar las regiones prorrusas.
Después,
Putin decidió que no permitiría que su antiguo aliado en Siria, el gobierno de
la familia Assad, fuera derrotado por mercenarios y terroristas financiados y
armados por Estados Unidos, las Petro monarquías del Golfo, Gran Bretaña,
Israel y Turquía.
Así, desde
2015, Rusia intervino en el conflicto sirio apoyando al gobierno de Bashar El
Assad y junto con Irán, evitaron el derrocamiento de Assad y la partición de
Siria, logrando que en 2018 la mayor parte de los grupos terroristas y
mercenarios fueran derrotados.
Occidente
vio así como Putin evitaba la destrucción de uno de los principales enemigos
del Estado de Israel, principal objetivo por el cual se había manufacturado la
estrategia denominada “Guerra contra el Terror” desde 2001, y que ya había
permitido el derrocamiento de Saddam Hussein y la casi destrucción de Irak; y
el derrocamiento de Gaddaffi en Libia, y la destrucción de este país.
Así, Putin
se había convertido en el principal enemigo de Occidente, pues había logrado
que la estrategia deliberada de caos y destrucción en el Medio Oriente planeada
por Washington, Tel Aviv y Londres, se detuviera; así como había detenido el
saqueo de la economía rusa por parte de Occidente; y había evitado que Georgia
se convirtiera en una punta de lanza de la OTAN en contra de Rusia.
Todo esto ya
había convertido a Putin en el enemigo a vencer por parte de las potencias
occidentales, que siguieron en su estrategia de acorralar a Rusia.
En 2014 un
golpe de Estado apoyado por Estados Unidos derrocó al presidente prorruso de
Ucrania, Víctor Yanukovich (mientras se celebraban los Juegos Olímpicos de Invierno
en Sochi, Rusia), llevando al poder a fracciones abiertamente antirrusas al
gobierno, que se propusieron eliminar toda influencia rusa en Ucrania.
Ello llevó a
que Putin decidiera defender a la minoría rusa en Ucrania, y su base naval en
Sebastapol, en la península de Crimea, que se veía amenazada por el nuevo
gobierno ucraniano.
Putin se
anexó la península de Crimea (con más del 80% de la población de origen ruso, apoyando dicha
acción en un referéndum), y apoyó a los separatistas rusos en las regiones de
Donetsk y Luhansk que fueron atacados por grupos armados y por el ejército ucraniano.
Nuevamente
Occidente vio como sus planes de arrebatar a Putin la iniciativa y ponerlo
contra la pared se vieron parcialmente frustrados, por lo que aplicaron
numerosas sanciones económicas y político-diplomáticas contra Rusia desde 2014.
A lo largo
de estos 8 años Putin ha tratado de sortear el acoso y las sanciones
occidentales, mientras Occidente ha mantenido la narrativa de que el “agresor”
es Putin, equiparándolo incluso con Hitler.
Putin ha
intentado mantener puentes con Occidente (especialmente con Alemania), para no
romper definitivamente con los países principales que lo conforman, y para
evitar un mayor aislamiento de Rusia.
Pero está
claro que ello no le ha funcionado, y por lo mismo ha intensificado su relación
con la segunda potencia económica mundial y la tercera potencia militar del
mundo, esto es China, que también ha sido continuamente hostigada y presionada
por Occidente, que no desea que Beijing se convierta en la primera potencia
mundial en todos los órdenes.
Así llegamos
a 2022, en que Putin ha decidido terminar con la posibilidad de que Occidente
utilizara a Ucrania como base para posibles sabotajes o ataques contra su país,
y al mismo tiempo recuperar su influencia, derrocando al gobierno ucraniano
prooccidental; mandando al mismo tiempo el mensaje a las repúblicas bálticas,
Polonia, Rumania, Bulgaria, Eslovaquia, Chequia, Finlandia, Georgia e incluso
Azerbaiján (que acaba de derrotar hace unos meses a Armenia, aliada de Moscú,
en una guerra por la mayor parte de la región de Nagorno Karabaj), que no
tolerará más amenazas a su territorio de países que forman parte de la OTAN o
que desean formar parte de dicha alianza militar; y que actuará en consecuencia
con todo su potencial militar (incluyendo armas nucleares).
Si Putin y
la dirigencia político-militar rusa llegaron a la conclusión de que ya no era
posible seguir cediendo ante Occidente, aguantando sus sanciones económicas;
sus intentos de intervención en la política interna rusa (apoyo a los
disidentes Navalny y Kasparov) y su narrativa constante contra Rusia, fue
porque sintieron que podían enfrentarse a todavía más sanciones económicas, y
al mismo tiempo porque consideraron que militarmente su ventaja en el teatro de
operaciones del este de Europa es superior a la OTAN.
Así, Putin
estaba consciente de que Rusia, al invadir Ucrania, quedaría aislado de los
circuitos económicos y financieros de Occidente, y ello le ocasionaría un enorme
daño a su población, por lo que es factible que los planificadores rusos hayan
considerado que cuentan con los recursos económicos (reservas internacionales
por 600 mil millones de dólares), alimenticios, industriales (refacciones
necesarias para sus fuerzas armadas, insumos para mantener lo esencial de la producción
para consumo interno) y energéticos (potencia mundial en producción de petróleo
y gas) necesarios, para sostener un pulso de esa magnitud con Occidente por 2,
3 o 4 años, por lo menos.
Más le vale
a Putin y a la dirigencia rusa que así sea, porque de lo contrario, la
población rusa no va a tener tanta paciencia como para sufrir la escasez que
han sufrido por décadas en Cuba, Irán o Venezuela, con las sanciones y el aislamiento
económico que les ha recetado Occidente.
Por otra
parte, Putin y su entorno estimaron que el avance que tienen en su armamento
con los nuevos misiles hipersónicos (con los que aún no cuenta Occidente), su
masivo ejército, fogueado en los últimos 20 años en numerosos combates en Medio
Oriente, el Cáucaso y Ucrania misma; y su arsenal nuclear, el mayor del mundo,
le permiten aceptar cualquier reto que la OTAN esté dispuesta a plantearle, y
salir victorioso.
Por ello
Putin ha decidido que éste es el momento de establecer, sin lugar a duda, cuál
es el perímetro de seguridad que la OTAN no debe cruzar, a menos que quiera
enfrentar todo el poder militar ruso.
Deben tener muchísima
confianza los comandantes militares rusos al plantear este reto, porque de lo
contrario, si sólo es “bluff”, bien podría derrumbarse en pocos meses el “perímetro”
y entonces, no sólo ese cinturón de seguridad podría venirse abajo (con guerras
de guerrillas; continuos amagos de parte de las fuerzas de la OTAN; otras
provocaciones militares de países subordinados a Occidente, etc.), sino el
gobierno mismo de Putin.
Por último,
todo parece indicar que con este deliberado rompimiento de los últimos vínculos
que tenía Rusia con Occidente la facción prooccidental del gobierno ruso queda
aislada, y quizás próximamente separada de las posiciones que ocupan, lo que
por un lado favorece a Putin y a su coalición que pretenden fortalecer los
nexos con China, y expulsar de Rusia la influencia de Occidente.
Pero por
otro lado, una parte no desdeñable de la población rusa siempre ha visto con
simpatía a Occidente, por lo que al perderse ese vínculo y la facción del
gobierno que ayudaba a mantener esa ilusión, puede generar frustración, en
especial cuando a una parte de esa población le interesaba participar con los
países occidentales mediante eventos como la Fórmula 1, cancelada; la Champions
League, cambiada la sede de San Petersburgo a París; o los Juegos Olímpicos, en
los que se obliga a Rusia a participar sin su bandera, y sin que se toque su
himno nacional en las premiaciones.
Y dicha
frustración puede generar el crecimiento de una oposición que por lo pronto no
es muy importante, pero que con los efectos de las sanciones económicas, el aislamiento
político, cultural, deportivo, turístico, etc. y la narrativa permanente de
Occidente de demonización del gobierno de Vladimir Putin, bien puede llevar a
que se presente en unos años un reto político mayúsculo para el presidente ruso.
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