La reciente
polémica por un tweet del (al parecer) ahora ex director del Instituto Nacional
de Estudios Históricos de las Revoluciones de México (INEHRM), Pedro Salmerón, quien recordando el intento de secuestro y asesinato del empresario
regiomontano Eugenio Garza Sada en 1973, incluyó el adjetivo de “valientes” para
los jóvenes que perpetraron ese suceso, ha demostrado en toda su crudeza la
enorme división que existe en el país entre los detentadores del poder
económico y una clase media ilustrada que desde hace décadas se ha puesto del
lado de los oprimidos y explotados.
Para los
grandes empresarios de este país, señaladamente los que tienen su sede en
Monterrey; la derecha política representada por el Partido Acción Nacional y
una clase media que ha jugado tradicionalmente el papel de barrera de
protección de estos grupos (y que trabaja para ellos como gerentes, capataces y
supervisores en sus empresas) cualquier intento de cambio social, de posible
mejora de vida para las clases desfavorecidas, de transformación de las
estructuras prevalecientes de explotación económica y de dominio político por
parte de esa minoría, equivale a comunismo, socialismo, destrucción de la
armonía social, de la paz y de la ley y el orden. En suma, significa una
amenaza a sus privilegios, a su modo de vida y a su predominio social y
político.
Por ello,
cualquier político, académico, funcionario, etc. que pretenda ensalzar,
reconocer, justificar o sólo incluso recordar las luchas, pacíficas y/o
violentas que los de abajo, pero principalmente un segmento ilustrado de las
clases medias, han realizado contra los poderes establecidos, lo consideran una
afrenta intolerable, y hay que callarla, estigmatizarla, demonizarla,
desaparecerla; de manera inmediata.
A pesar de
que el actual gobierno de López Obrador mantiene en su esencia la política
económica neoliberal que favorece la concentración del ingreso en las grandes
corporaciones nacionales e internacionales; que mantiene los dictados de los
organismos financieros internacionales y que no afecta en nada el pago de las
obligaciones internacionales del país a los usureros y especuladores que se
benefician de ello; a pesar de que no hay ningún programa de nacionalizaciones
de empresas o de aumentos de impuestos para las mismas; los poderes económicos
establecidos y la derecha política no quieren a López Obrador en el poder,
porque no confían en él, no estudió en sus universidades privadas; no asiste,
ni asistió a sus fiestas, reuniones y clubes en donde se ponen de acuerdo para
hacer negocios (a costillas del erario público y de la población de este país);
no habla como ellos, no le gusta amasar fortunas al amparo del poder público;
en suma no es parte de los grupos de poder económico y político que han visto y
siguen viendo a este país como un botín al cual explotar ad nauseam.
López
Obrador ya aceptó que no puede cambiar al sistema de explotación económico
vigente, que no cuenta con la fuerza política, ni social para lograrlo. Por lo
tanto, se ha puesto una meta más, mucho más modesta. Hacer menos intolerable la
existencia a las dos terceras partes de la población de este país que vive en
la pobreza, de la cual no saldrá mientras siga vigente la política económica
actual y sigan como detentadores del poder económico los mismos grupos y
corporaciones que concentran el ingreso y la riqueza del país.
Así también,
López Obrador ha decidido (erróneamente), mantener a México como lacayo de
Estados Unidos, pensando que con eso el gobierno estadounidense le dejará
implementar algunas de sus políticas de redistribución del ingreso y de combate
a la corrupción. De lo que no se da cuenta es que las élites estadounidenses
son aliadas de sus adversarios en México, y prefieren tenerlos a estos últimos
al frente del gobierno mexicano, que a un político que tiene demasiada empatía
con las masas, como López Obrador; pero por ahora, mientras haga lo que le
dictan desde Washington, no intentarán ningún “cambio de ´régimen” en México.
El verdadero
dilema para López Obrador es que una buena parte del voto, del apoyo social y
del impulso que le ha dado la población para llegar a la presidencia y mantener
tan altos niveles de popularidad, dependen de que les dé algún resultado en
materia de mejora de su vida cotidiana, tal como obtener un mejor ingreso, tener
acceso a vivienda, salud y educación dignas, y disminuir sensiblemente los
niveles de inseguridad y violencia que afectan a la mayoría de los mexicanos,
entre otros.
Para ello,
el presidente cree, está convencido de que combatiendo la corrupción,
implantando una austeridad espartana en el gobierno y cobrando mejor los impuestos,
le alcanza para distribuir mejor el ingreso, evitar que las clases bajas se
sientan marginadas y olvidadas, y al mismo tiempo mantener un nivel de
explotación aceptable para los oligarcas, las grandes corporaciones, los
organismos financieros internacionales y la potencia hegemónica.
Es decir,
pretende quedar bien con Dios y con el diablo. Eso se está demostrando cada vez
más, que es una tarea imposible.
Los
detentadores del poder económico no quieren un “razonable” nivel de ganancias;
la derecha no quiere un pedacito de poder político; la potencia hegemónica no
quiere que más o menos se acomoden a sus designios. Cada uno de ellos busca y
va a luchar por lograr el máximo de sus ambiciones: mantener a rajatabla la
mayor explotación posible de los recursos naturales, financieros y humanos del
país (tal como lo hicieron los gobiernos neoliberales); control del gobierno
federal y de la mayoría de los estatales, para asegurar esa explotación; y
subordinación completa a las prioridades y directrices de Washington.
López
Obrador cree ingenuamente que dando concesiones a derecha e izquierda y manteniéndose como el “fiel de la balanza” logrará su modesto objetivo de
evitar una explotación brutal del pueblo y la represión que normalmente le
acompaña. Pero sus enemigos no van a parar hasta que tome una determinación
definitiva, o se convierte en el representante de los intereses oligárquicos,
de derecha y pro estadounidenses, sin pretextos, ni desvíos, o enfrentará no
sólo la oposición (esa ya la tiene), sino el intento de derrocamiento (por
medio de un “golpe blando”) de esos grupos.
Para cuando
le quede claro que no hay “reconciliación” posible; que sus enemigos no quieren
pactar, sino destruirlo; y que su solución “intermedia” es inalcanzable, ya
habrá perdido a la mayoría de sus posibles aliados dentro de las clases medias
ilustradas (sacrificadas en el altar de la reconciliación) y el apoyo de las masas
dependerá de que sigan existiendo recursos para los programas sociales, o de
lo contrario escucharán el “canto de las sirenas” de la derecha, como ya
sucedió en varios países de Sudamérica.
La lucha por
la dirigencia de Morena está reflejando esas contradicciones, pues los
candidatos que buscan la “reconciliación”, la “moderación”, el acomodamiento
con los intereses del poder económico y de la derecha, esto es Delgado,
Polevnski y Rojas, llevan las de ganar; mientras que la única candidata que
tímidamente busca mantener la vinculación orgánica de las masas, con el partido
y el gobierno, Bertha Luján, lleva las de perder. De como se defina esta lucha
interna, se desprenderá el camino que seguirá el gobierno de López Obrador.
Hacia su derrota ante sus enemigos; o ante una lucha por mantener la esperanza
en millones de personas que tradicionalmente viven explotadas y/o marginadas
del desarrollo socio económico y del poder político.
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