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Zapata

domingo, 22 de septiembre de 2019

LÓPEZ OBRADOR, ENTRE DERECHA E IZQUIERDA


La reciente polémica por un tweet del (al parecer) ahora ex director del Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México (INEHRM), Pedro Salmerón, quien recordando el intento de secuestro y asesinato del empresario regiomontano Eugenio Garza Sada en 1973, incluyó el adjetivo de “valientes” para los jóvenes que perpetraron ese suceso, ha demostrado en toda su crudeza la enorme división que existe en el país entre los detentadores del poder económico y una clase media ilustrada que desde hace décadas se ha puesto del lado de los oprimidos y explotados.
Para los grandes empresarios de este país, señaladamente los que tienen su sede en Monterrey; la derecha política representada por el Partido Acción Nacional y una clase media que ha jugado tradicionalmente el papel de barrera de protección de estos grupos (y que trabaja para ellos como gerentes, capataces y supervisores en sus empresas) cualquier intento de cambio social, de posible mejora de vida para las clases desfavorecidas, de transformación de las estructuras prevalecientes de explotación económica y de dominio político por parte de esa minoría, equivale a comunismo, socialismo, destrucción de la armonía social, de la paz y de la ley y el orden. En suma, significa una amenaza a sus privilegios, a su modo de vida y a su predominio social y político.
Por ello, cualquier político, académico, funcionario, etc. que pretenda ensalzar, reconocer, justificar o sólo incluso recordar las luchas, pacíficas y/o violentas que los de abajo, pero principalmente un segmento ilustrado de las clases medias, han realizado contra los poderes establecidos, lo consideran una afrenta intolerable, y hay que callarla, estigmatizarla, demonizarla, desaparecerla; de manera inmediata.
A pesar de que el actual gobierno de López Obrador mantiene en su esencia la política económica neoliberal que favorece la concentración del ingreso en las grandes corporaciones nacionales e internacionales; que mantiene los dictados de los organismos financieros internacionales y que no afecta en nada el pago de las obligaciones internacionales del país a los usureros y especuladores que se benefician de ello; a pesar de que no hay ningún programa de nacionalizaciones de empresas o de aumentos de impuestos para las mismas; los poderes económicos establecidos y la derecha política no quieren a López Obrador en el poder, porque no confían en él, no estudió en sus universidades privadas; no asiste, ni asistió a sus fiestas, reuniones y clubes en donde se ponen de acuerdo para hacer negocios (a costillas del erario público y de la población de este país); no habla como ellos, no le gusta amasar fortunas al amparo del poder público; en suma no es parte de los grupos de poder económico y político que han visto y siguen viendo a este país como un botín al cual explotar ad nauseam.
López Obrador ya aceptó que no puede cambiar al sistema de explotación económico vigente, que no cuenta con la fuerza política, ni social para lograrlo. Por lo tanto, se ha puesto una meta más, mucho más modesta. Hacer menos intolerable la existencia a las dos terceras partes de la población de este país que vive en la pobreza, de la cual no saldrá mientras siga vigente la política económica actual y sigan como detentadores del poder económico los mismos grupos y corporaciones que concentran el ingreso y la riqueza del país.
Así también, López Obrador ha decidido (erróneamente), mantener a México como lacayo de Estados Unidos, pensando que con eso el gobierno estadounidense le dejará implementar algunas de sus políticas de redistribución del ingreso y de combate a la corrupción. De lo que no se da cuenta es que las élites estadounidenses son aliadas de sus adversarios en México, y prefieren tenerlos a estos últimos al frente del gobierno mexicano, que a un político que tiene demasiada empatía con las masas, como López Obrador; pero por ahora, mientras haga lo que le dictan desde Washington, no intentarán ningún “cambio de ´régimen” en México.
El verdadero dilema para López Obrador es que una buena parte del voto, del apoyo social y del impulso que le ha dado la población para llegar a la presidencia y mantener tan altos niveles de popularidad, dependen de que les dé algún resultado en materia de mejora de su vida cotidiana, tal como obtener un mejor ingreso, tener acceso a vivienda, salud y educación dignas, y disminuir sensiblemente los niveles de inseguridad y violencia que afectan a la mayoría de los mexicanos, entre otros.
Para ello, el presidente cree, está convencido de que combatiendo la corrupción, implantando una austeridad espartana en el gobierno y cobrando mejor los impuestos, le alcanza para distribuir mejor el ingreso, evitar que las clases bajas se sientan marginadas y olvidadas, y al mismo tiempo mantener un nivel de explotación aceptable para los oligarcas, las grandes corporaciones, los organismos financieros internacionales y la potencia hegemónica.
Es decir, pretende quedar bien con Dios y con el diablo. Eso se está demostrando cada vez más, que es una tarea imposible.
Los detentadores del poder económico no quieren un “razonable” nivel de ganancias; la derecha no quiere un pedacito de poder político; la potencia hegemónica no quiere que más o menos se acomoden a sus designios. Cada uno de ellos busca y va a luchar por lograr el máximo de sus ambiciones: mantener a rajatabla la mayor explotación posible de los recursos naturales, financieros y humanos del país (tal como lo hicieron los gobiernos neoliberales); control del gobierno federal y de la mayoría de los estatales, para asegurar esa explotación; y subordinación completa a las prioridades y directrices de Washington.
López Obrador cree ingenuamente que dando concesiones a derecha e izquierda y manteniéndose como el “fiel de la balanza” logrará su modesto objetivo de evitar una explotación brutal del pueblo y la represión que normalmente le acompaña. Pero sus enemigos no van a parar hasta que tome una determinación definitiva, o se convierte en el representante de los intereses oligárquicos, de derecha y pro estadounidenses, sin pretextos, ni desvíos, o enfrentará no sólo la oposición (esa ya la tiene), sino el intento de derrocamiento (por medio de un “golpe blando”) de esos grupos. 
Para cuando le quede claro que no hay “reconciliación” posible; que sus enemigos no quieren pactar, sino destruirlo; y que su solución “intermedia” es inalcanzable, ya habrá perdido a la mayoría de sus posibles aliados dentro de las clases medias ilustradas (sacrificadas en el altar de la reconciliación) y el apoyo de las masas dependerá de que sigan existiendo recursos para los programas sociales, o de lo contrario escucharán el “canto de las sirenas” de la derecha, como ya sucedió en varios países de Sudamérica.
La lucha por la dirigencia de Morena está reflejando esas contradicciones, pues los candidatos que buscan la “reconciliación”, la “moderación”, el acomodamiento con los intereses del poder económico y de la derecha, esto es Delgado, Polevnski y Rojas, llevan las de ganar; mientras que la única candidata que tímidamente busca mantener la vinculación orgánica de las masas, con el partido y el gobierno, Bertha Luján, lleva las de perder. De como se defina esta lucha interna, se desprenderá el camino que seguirá el gobierno de López Obrador. Hacia su derrota ante sus enemigos; o ante una lucha por mantener la esperanza en millones de personas que tradicionalmente viven explotadas y/o marginadas del desarrollo socio económico y del poder político.

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