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Zapata

lunes, 29 de abril de 2019

LA POLÍTICA DEL PODER Y EL MUNDO MULTIPOLAR


Estamos viviendo una etapa de la historia mundial en la que la potencia hegemónica durante el último siglo está experimentando cada vez más límites a su poder, y ello está generando una respuesta agresiva de su parte, para mantener su dominio sobre la mayor parte de la sociedad internacional.
Hablamos de sociedad internacional, retomando la definición de Georg Schwarzenberger:
“La sociedad es el medio para un fin, mientras que la comunidad es un fin en sí. La sociedad se basa en el interés y el miedo, mientras que la comunidad requiere autosacrificio y amor. La una se funda en la desconfianza, mientras que la otra presupone la confianza mutua. En las palabras de Toennies, los miembros de una sociedad permanecen aislados a pesar de su asociación. Los miembros de una comunidad están unidos a pesar de su existencia individual”[1].
Claramente, el mundo intentó infructuosamente, después de las dos guerras mundiales del siglo XX, dirigirse hacia una “comunidad internacional”, principalmente mediante la creación de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), pero dicho esfuerzo, si es que en algún momento fue sincero, ha fracasado rotundamente, en especial después de la desaparición de la Unión Soviética en 1991, y el surgimiento de la “unipolaridad” estadounidense.
Esa unipolaridad se orientó al dominio político, económico y militar del planeta, y no a crear una comunidad internacional, en el sentido apuntado antes.
De ahí que el surgimiento de una potencia económica como China, que no dedicó la mayor parte de su potencial al gasto militar, ni a la guerra, le permitió colocarse como un serio competidor del liderazgo económico estadounidense, que ha visto como en los últimos 20 años, su hegemonía en ese campo se ha erosionado; mientras en el rubro estratégico, Rusia ha recuperado su status de superpotencia, con una creciente presencia política en el ámbito internacional.
Estos retos a la unipolaridad estadounidense son considerados como riesgos de una posible nueva guerra, pues como lo señaló Paul Kennedy, estudioso del “auge y caída de las grandes potencias”:
“Si la existencia de potencias en ‘auge’ y en ‘decadencia’ en un orden mundial anárquico debe conducir siempre a la guerra, es algo que no puede asegurarse con certeza…Los que presumen que la Humanidad no sería tan estúpida como para enzarzarse en otra guerra ruinosamente cara entre grandes potencias, tal vez deberían recordar que esta creencia fue también ampliamente sostenida durante gran parte del siglo XIX...”[2]
Así como en los últimos 500 años, nuevamente estamos ante una competencia de grandes potencias por la hegemonía mundial, que no puede descartarse que derive en una guerra generalizada, con el riesgo adicional de que ahora las potencias involucradas cuentan con arsenales nucleares que terminarían con la vida en el planeta.
Se supone que esa conciencia del poder de destrucción con que cuentan las lleva a limitar sus decisiones respecto al uso de estas armas, pero ello no elimina la posibilidad de cálculos erróneos, decisiones precipitadas o el ascenso al liderazgo de dichas potencias de dirigentes imprevisibles y sin escrúpulos que puedan provocar el cataclismo nuclear.
En la última década la lucha por el poder mundial entre la coalición que encabeza Estados Unidos y el creciente poder económico de China  y la presencia estratégica de Rusia se ha expresado en una guerra “híbrida”, mediante la cual ambos bandos han estado utilizando todas sus capacidades económicas, políticas y de manera focalizada, militares (en teatros de guerra en los que no se enfrentan directamente, como Siria, Ucrania, él Mar del Sur de China y últimamente Venezuela) para limitar el poder del contrario y eventualmente “vencerlo”, sin tener que llegar a una guerra abierta.
En este contexto el que potencias medianas o menores deseen o intenten “elevar a la sociedad internacional al nivel de comunidad cuenta poco si las potencias mundiales no pueden o no quieren cambiar su enfoque en las relaciones internacionales”.[3]
Estados Unidos encabezó el esfuerzo de institucionalizar la sociedad internacional que surgió de la Segunda Guerra Mundial, con una serie de organismos multilaterales que tenían dos objetivos primordiales: evitar una nueva guerra entre grandes potencias que devastaría al mundo; y, asegurar el predominio de las potencias vencedoras de la guerra, pero especialmente, de los Estados Unidos.
Pero la competencia entre dos grandes potencias con sistemas económicos y políticos contrapuestos, como la URSS y Estados Unidos, mantuvieron al mundo ante el inminente peligro de una Tercera Guerra Mundial, a lo largo de toda la así llamada “Guerra Fría”; y si bien Estados Unidos se mantuvo como la primera potencia mundial, el reto soviético permanente, mantuvo en vilo dicho liderazgo hasta la desaparición de la Unión Soviética (por “implosión” económica, social y política),  a principios de los años noventa del siglo pasado.
Pero ahora, ante la creciente disminución de su ventaja económica respecto a sus competidores (China principalmente, pero también la Unión Europea, Japón y la India), y la reafirmación de la presencia estratégica rusa en varias regiones del planeta, una parte de la élite dirigente de Estados Unidos, ha decidido comenzar a desbaratar esa institucionalidad internacional que habían promovido como manera de asegurar su hegemonía, pues ahora advierten que dicha institucionalidad les restringe su margen de maniobra para enfrentar el reto a su dominio por parte de chinos y rusos, principalmente,.
Así, el gobierno de Donald Trump se ha retirado de tratados (el de cambio climático; el de restricción nuclear a Irán; el de armas nucleares intermedias, y el de comercio de armas) y organismos (UNESCO, Derechos Humanos de la ONU), o ha amenazado hacerlo (NAFTA, OTAN, Organización Mundial de Comercio), con objeto de obligar al resto del mundo a aceptar su hegemonía, sin la existencia de ningún contrapeso o restricción que la limite.
Esto es prueba de que la superpotencia advierte una disminución real de su capacidad de dictar el curso de la economía, la política y los asuntos estratégicos internacionales, pues por un lado, las propias reglas y organizaciones internacionales que se conformaron para evitar que nuevas potencias pudieran poner en peligro el liderazgo estadounidense, ahora se convierten en lastres que no le permiten a Estados Unidos utilizar toda la gama de su poder para enfrentar a potencias que en ese mismo contexto, han logrado equiparársele en materia económica y en alguna medida, en el ámbito militar.
Por otro lado, Estados Unidos intenta reconfigurar la sociedad internacional de forma tal que no sea la diplomacia, los organismos internacionales y los flujos normales de comercio, inversión y migración, así como los avances científicos y tecnológicos los que definan a los ganadores y perdedores en dicha sociedad, sino el poder puro y duro de la potencia que tenga más medios para imponer su voluntad, que para todo efecto práctico en esta época sigue siendo Estados Unidos.
El gran riesgo que esto implica es que si las potencias emergentes o retadoras, en este caso primordialmente China y Rusia, no están dispuestas a someterse a la voluntad estadounidense, entonces la apuesta puede ir creciendo para obligarlas a ello, hasta llegar al punto de que la guerra sea el último recurso, y cuando se quiera revertir la situación, por cualquiera de las potencias involucradas, ya sea demasiado tarde.


[1] Schwarzenberger, Georg; La Política del Poder; México; Fondo de Cultura Económica; 1960; 1ª. Ed.; traducción de Julieta Campos y Enrique González Pedrero; p. 11.
[2] Kennedy, Paul; Auge y Caída de las Grandes Potencias; México; Plaza y Janés; 1998; 4ª. Ed; trad. J. Ferrer Alen; p. 834.
[3] Schwarzenberger, Ibidem. P. 15

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