Estamos
viviendo una etapa de la historia mundial en la que la potencia hegemónica
durante el último siglo está experimentando cada vez más límites a su poder, y
ello está generando una respuesta agresiva de su parte, para mantener su
dominio sobre la mayor parte de la sociedad internacional.
Hablamos de
sociedad internacional, retomando la definición de Georg Schwarzenberger:
“La sociedad
es el medio para un fin, mientras que la comunidad es un fin en sí. La sociedad
se basa en el interés y el miedo, mientras que la comunidad requiere
autosacrificio y amor. La una se funda en la desconfianza, mientras que la otra
presupone la confianza mutua. En las palabras de Toennies, los miembros de una
sociedad permanecen aislados a pesar de su asociación. Los miembros de una
comunidad están unidos a pesar de su existencia individual”[1].
Claramente,
el mundo intentó infructuosamente, después de las dos guerras mundiales del
siglo XX, dirigirse hacia una “comunidad internacional”, principalmente
mediante la creación de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), pero
dicho esfuerzo, si es que en algún momento fue sincero, ha fracasado
rotundamente, en especial después de la desaparición de la Unión Soviética en
1991, y el surgimiento de la “unipolaridad” estadounidense.
Esa unipolaridad
se orientó al dominio político, económico y militar del planeta, y no a crear
una comunidad internacional, en el sentido apuntado antes.
De ahí que
el surgimiento de una potencia económica como China, que no dedicó la mayor
parte de su potencial al gasto militar, ni a la guerra, le permitió colocarse
como un serio competidor del liderazgo económico estadounidense, que ha visto
como en los últimos 20 años, su hegemonía en ese campo se ha erosionado;
mientras en el rubro estratégico, Rusia ha recuperado su status de superpotencia, con una creciente presencia política en el
ámbito internacional.
Estos retos
a la unipolaridad estadounidense son considerados como riesgos de una posible
nueva guerra, pues como lo señaló Paul Kennedy, estudioso del “auge y caída de
las grandes potencias”:
“Si la
existencia de potencias en ‘auge’ y en ‘decadencia’ en un orden mundial anárquico
debe conducir siempre a la guerra, es algo que no puede asegurarse con certeza…Los
que presumen que la Humanidad no sería tan estúpida como para enzarzarse en
otra guerra ruinosamente cara entre grandes potencias, tal vez deberían
recordar que esta creencia fue también ampliamente sostenida durante gran parte
del siglo XIX...”[2]
Así como en
los últimos 500 años, nuevamente estamos ante una competencia de grandes
potencias por la hegemonía mundial, que no puede descartarse que derive en una
guerra generalizada, con el riesgo adicional de que ahora las potencias
involucradas cuentan con arsenales nucleares que terminarían con la vida en el
planeta.
Se supone
que esa conciencia del poder de destrucción con que cuentan las lleva a limitar
sus decisiones respecto al uso de estas armas, pero ello no elimina la posibilidad
de cálculos erróneos, decisiones precipitadas o el ascenso al liderazgo de
dichas potencias de dirigentes imprevisibles y sin escrúpulos que puedan provocar
el cataclismo nuclear.
En la última
década la lucha por el poder mundial entre la coalición que encabeza Estados
Unidos y el creciente poder económico de China y la presencia estratégica de Rusia se ha
expresado en una guerra “híbrida”, mediante la cual ambos bandos han estado
utilizando todas sus capacidades económicas, políticas y de manera focalizada,
militares (en teatros de guerra en los que no se enfrentan directamente, como
Siria, Ucrania, él Mar del Sur de China y últimamente Venezuela) para limitar
el poder del contrario y eventualmente “vencerlo”, sin tener que llegar a una
guerra abierta.
En este
contexto el que potencias medianas o menores deseen o intenten “elevar a la
sociedad internacional al nivel de comunidad cuenta poco si las potencias
mundiales no pueden o no quieren cambiar su enfoque en las relaciones
internacionales”.[3]
Estados
Unidos encabezó el esfuerzo de institucionalizar la sociedad internacional que
surgió de la Segunda Guerra Mundial, con una serie de organismos multilaterales
que tenían dos objetivos primordiales: evitar una nueva guerra entre grandes
potencias que devastaría al mundo; y, asegurar el predominio de las potencias
vencedoras de la guerra, pero especialmente, de los Estados Unidos.
Pero la
competencia entre dos grandes potencias con sistemas económicos y políticos
contrapuestos, como la URSS y Estados Unidos, mantuvieron al mundo ante el
inminente peligro de una Tercera Guerra Mundial, a lo largo de toda la así
llamada “Guerra Fría”; y si bien Estados Unidos se mantuvo como la primera
potencia mundial, el reto soviético permanente, mantuvo en vilo dicho liderazgo
hasta la desaparición de la Unión Soviética (por “implosión” económica, social
y política), a principios de los años
noventa del siglo pasado.
Pero ahora,
ante la creciente disminución de su ventaja económica respecto a sus
competidores (China principalmente, pero también la Unión Europea, Japón y la
India), y la reafirmación de la presencia estratégica rusa en varias regiones del
planeta, una parte de la élite dirigente de Estados Unidos, ha decidido comenzar
a desbaratar esa institucionalidad internacional que habían promovido como
manera de asegurar su hegemonía, pues ahora advierten que dicha
institucionalidad les restringe su margen de maniobra para enfrentar el reto a
su dominio por parte de chinos y rusos, principalmente,.
Así, el
gobierno de Donald Trump se ha retirado de tratados (el de cambio climático; el
de restricción nuclear a Irán; el de armas nucleares intermedias, y el de
comercio de armas) y organismos (UNESCO, Derechos Humanos de la ONU), o ha amenazado
hacerlo (NAFTA, OTAN, Organización Mundial de Comercio), con objeto de obligar
al resto del mundo a aceptar su hegemonía, sin la existencia de ningún
contrapeso o restricción que la limite.
Esto es
prueba de que la superpotencia advierte una disminución real de su capacidad de
dictar el curso de la economía, la política y los asuntos estratégicos
internacionales, pues por un lado, las propias reglas y organizaciones
internacionales que se conformaron para evitar que nuevas potencias pudieran
poner en peligro el liderazgo estadounidense, ahora se convierten en lastres
que no le permiten a Estados Unidos utilizar toda la gama de su poder para
enfrentar a potencias que en ese mismo contexto, han logrado equiparársele en
materia económica y en alguna medida, en el ámbito militar.
Por otro
lado, Estados Unidos intenta reconfigurar la sociedad internacional de forma
tal que no sea la diplomacia, los organismos internacionales y los flujos
normales de comercio, inversión y migración, así como los avances científicos y
tecnológicos los que definan a los ganadores y perdedores en dicha sociedad,
sino el poder puro y duro de la potencia que tenga más medios para imponer su
voluntad, que para todo efecto práctico en esta época sigue siendo Estados
Unidos.
El gran
riesgo que esto implica es que si las potencias emergentes o retadoras, en este
caso primordialmente China y Rusia, no están dispuestas a someterse a la
voluntad estadounidense, entonces la apuesta puede ir creciendo para obligarlas
a ello, hasta llegar al punto de que la guerra sea el último recurso, y cuando
se quiera revertir la situación, por cualquiera de las potencias involucradas,
ya sea demasiado tarde.
[1]
Schwarzenberger, Georg; La Política del Poder; México; Fondo de Cultura
Económica; 1960; 1ª. Ed.; traducción de Julieta Campos y Enrique González Pedrero;
p. 11.
[2]
Kennedy, Paul; Auge y Caída de las Grandes Potencias; México; Plaza y Janés; 1998;
4ª. Ed; trad. J. Ferrer Alen; p. 834.
[3]
Schwarzenberger, Ibidem. P. 15
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