El presidente
electo de México ha manifestado en varias ocasiones que su gobierno desea
mantener buenas relaciones con todos los países del mundo y que se apegará a
los principios de política exterior establecidos en la Constitución (Artículo
89, Fracc. X)[1].
Sin embargo,
no es tan sencillo llevar a la práctica una política exterior que pretenda
mantener buenas relaciones entre países que tienen serias diferencias entre
ellos o incluso que se consideran enemigos.
Nuestro
vecino del norte ha señalado claramente que considera a varios países como
adversarios o incluso que constituyen un peligro para su seguridad, tales los
casos de Rusia, China, Irán, Siria, Venezuela, Corea del Norte; o con los que mantiene
diferencias importantes como Turquía, Cuba, Nicaragua o Bolivia.
Para López Obrador
y para quien será su canciller, Marcelo Ebrard, la relación con Estados Unidos es
fundamental, no sólo por la ya tradicional y cada vez más profunda dependencia
mexicana respecto a los estadounidenses en todos los ámbitos (económico,
político, de seguridad, científico-tecnológico y militar); sino debido a que
pretenden comprometer al gobierno de Donald Trump en una estrategia amplia de
desarrollo-seguridad para México y Centroamérica, la cual tiene por objetivo
mejorar las condiciones socio-económicas de la población que normalmente
intenta emigrar a los Estados Unidos.
Así, el
nuevo gobierno mexicano, en vez de intentar distanciarse en alguna medida de
Washington, para ganar algo de margen de maniobra en sus relaciones internacionales,
la cual se ha perdido consistentemente desde que los gobiernos neoliberales de
nuestro país engancharon el destino nacional al de Estados Unidos mediante un
sinnúmero de instrumentos como el Tratado de Libre Comercio de América del
Norte (ahora a punto de completar su renegociación en los términos que más
convienen al gobierno actual de Estados Unidos); la Iniciativa Mérida; la
fracasada Alianza para la Seguridad y la Prosperidad para América del Norte
(ASPAN); el Foro de Energía de América del Norte, para lograr la “integración
energética” de la región; y la cooperación permanente de las fuerzas armadas
mexicanas con el Comando Norte del Ejército de los Estados Unidos; ha decidido
intensificar esa cooperación, con el objeto de comprometer a los
estadounidenses en el proyecto de desarrollo de las regiones más atrasadas de
México (y eventualmente de Centroamérica), con objeto de que la población de
esas zonas ya no se vea obligada a emigrar.
El problema radica
en que los tomadores de decisiones en Washington y especialmente los del actual
gobierno de Donald Trump, no se van a comprometer con México en ninguna
estrategia de desarrollo regional, a menos de que México mantenga su
subordinación a Estados Unidos en tres temas fundamentales para ellos:
migración, seguridad y política exterior.
En migración
el gobierno de Trump está de acuerdo en invertir alguna cantidad de recursos
para el desarrollo del Sureste de México y de Centroamérica, siempre y cuando
la estrategia de contención de la migración centroamericana, por parte de
México, se mantenga. Esto es, militarizar la frontera sur; mantener el fichaje
de los migrantes centroamericanos por parte de autoridades estadounidenses en
las estaciones migratorias mexicanas; y la continua deportación de
centroamericanos desde México, hacia sus países de origen. Además de la
posibilidad de que México acepte convertirse en la primera opción de asilo para
los que buscan refugio en Estados Unidos, con lo que nuestro país se convertirá
en la primera barrera para impedir la llegada de los que buscan asilo en la
Unión Americana.
Sobre estos
aspectos el gobierno de López Obrador aún no se ha pronunciado, pero cabe
esperar que Washington presionará fuertemente para que se mantengan las
políticas actuales (más la de asilo), antes de aceptar participar en la
propuesta de desarrollo socio económico que ha propuesto López Obrador.
En
seguridad, Estados Unidos no va a aceptar nada menos que mantener la actual “guerra
contra las drogas” con la participación de las fuerzas armadas mexicanas (algo
que ya confirmó López Obrador); el mantenimiento de la Iniciativa Mérida; el
que sus funcionarios puedan seguir armados en territorio mexicano y la
permanencia de sus “centros de fusión de información” en México, operados sólo
por estadounidenses. Donde probablemente habrá un choque, es en la política de
despenalización de la marihuana (y quizás del cultivo de la amapola) que pretende
aplicar el nuevo gobierno en México; algo que no se compatibiliza con la
tradicional estrategia prohibicionista hacia el exterior de los gobiernos estadounidenses,
a pesar de que en su país varios estados ya han aplicado la política de
permitir el libre consumo de marihuana, incluso con fines recreativos.
Y en política
exterior, Washington pretende un “cambio de régimen” en Venezuela y ha usado como
punta de lanza para esa política al llamado Grupo de Lima, en el cual el
gobierno de Peña Nieto ha participado entusiastamente. Ya Ebrard confirmó que
México seguirá participando en ese grupo, por lo que lo más probable es que el
nuevo gobierno se verá obligado a sumarse a las propuestas intervencionistas de
dicho grupo, con lo que se comenzará a separar de los principios a los que
supuestamente se adherirá el nuevo gobierno, como la no intervención y la
autodeterminación de los pueblos.
Así también,
si Estados Unidos, Israel y Arabia Saudita, entre otros, inician hostilidades
contra Irán, México deberá establecer cual será su postura ante una agresión
totalmente injustificada desde el punto de vista del Derecho Internacional
Público; con la posibilidad de que, si dicha postura no gusta a Washington, la
cooperación para el desarrollo que pretende el gobierno de López Obrador con el
de Trump, se vea afectada.
Y así
podríamos sumar muchos otros temas y situaciones de política exterior, en los
cuales el gobierno de Trump y en general, cualquier gobierno estadounidense, va
a demandar apoyo del mexicano; de lo contrario, otros ámbitos de la relación
bilateral podrían verse condicionados.
La propuesta
de López Obrador de “llevarse bien” con todo el mundo, recuerda a la que se le
denomina “aislacionismo”, que de acuerdo a Georg Schwarzenberger es: “Una
política de aislacionismo, por parte de un Estado, consiste en evitar perjudicar
a otros Estados y verse envuelto en alianzas políticas con, y contra otros
Estados. En una guerra entre terceros Estados, esta política ha recibido la
sanción de un status legal definido,
bajo el nombre de neutralidad. El aislacionismo puede pretender constituir la
más inofensiva forma de conducta que un Estado puede escoger en un medio que
tiene los caracteres de una sociedad. Que un Estado pueda sostener esta actitud
no depende sólo de él”[2].
Pues bien,
México no tiene la posibilidad de mantenerse neutral en los conflictos que
Estados Unidos tiene e inicia continuamente, dada su creciente dependencia; que
por lo visto se profundizará con los acuerdos y los entendimientos que se están
dando entre el equipo de presidente electo de México y el de Donald Trump en Estados
Unidos.
Schwarzenberger
señala que “..el éxito en una política de aislacionismo y neutralidad por parte
de Estados pequeños depende de que posean un mínimo de peligrosidad, de
intereses correspondientes de las grandes potencias o de una situación en la
que los Estados aislacionistas o neutrales puedan jugar entre sí por los
intereses antagónicos entre las grandes potencias”.[3]
Esto es, si
México deseara realmente jugar un papel independiente en las relaciones
internacionales y no como subordinado de Washington, tendría que lanzar sus
cartas en la lucha por la hegemonía mundial, como en su momento lo hizo
Carranza, coqueteando con la Alemania de Guillermo II, lo que prendió los focos
rojos en Washington; y si bien ese fue uno de los pretextos para la intervención
estadounidense en la Primera Guerra Mundial (el famoso telegrama Zimmerman),
también se dieron cuenta en Estados Unidos que mantener en territorio mexicano
la infausta Expedición Punitiva que buscaba a Francisco Villa, podía provocar
que México se aliara con Alemania, por lo que la retiró antes de entrar a la
guerra.
De igual
forma, Lázaro Cárdenas jugó la carta de un posible acercamiento a las potencias
del Eje (Alemania, Japón e Italia), si las presiones económicas y el embargo
petrolero continuaban de parte de Estados Unidos, Gran Bretaña y los Países Bajos;
lo que convenció a Roosevelt de obligar a las empresas estadounidenses, a
aceptar la expropiación y comenzar a negociar con Cárdenas los términos de las
indemnizaciones correspondientes.
Así también, López Mateos, en medio de la “Guerra Fría”, mantuvo las relaciones
diplomáticas con Cuba, a pesar de su expulsión de la OEA por presiones
norteamericanas, aprovechando la bipolaridad URSS-Estados Unidos, lo que le permitió
un mayor margen maniobra en la relación bilateral.
¿Podrá hacer
algo similar López Obrador? ¿Utilizará la creciente multipolaridad del
escenario internacional para mejorar su margen de maniobra ante Estados Unidos?
¿O se encerrará, una vez más, en la relación bilateral en la que la asimetría
de poder le da la ventaja a Washington?
Los primeros
meses y decisiones del próximo gobierno mexicano decidirán la suerte de la política
exterior en la primera parte del sexenio. Ojalá que la decisión sea por el
multilateralismo y no por insistir en “convencer” a una arrogante superpotencia
de que debe respetar y cooperar de manera justa con su vecino del sur.
[1]
La autodeterminación de los pueblos; la no
intervención; la solución pacífica de las controversias; la proscripción de la
amenaza o el uso de la fuerza en las relaciones internacionales; la igualdad
jurídica de los Estados; la cooperación internacional para el desarrollo; el
respeto, la protección y promoción de los derechos humanos y la lucha por la
paz y la seguridad internacionales.
[2]
Schwarzenberger, Georg; La Política del Poder;
México; FCE; traducción de Julieta Campos y Enrique González Pedrero; 1ª ed. En
español; 1960. P. 147-148
[3]
Ibidem.
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