Una vez
calmadas las aguas después de la intempestiva renuncia del secretario de
Hacienda y Crédito Público, Carlos Urzúa, siendo reemplazado por el
subsecretario del ramo Arturo Herrera, cabe hacer algunas reflexiones sobre lo
sucedido.
Primero, la “curva
de aprendizaje” del gobierno de López Obrador (AMLO) está resultando más
empinada de lo que se suponía, pues si bien todo nuevo gobierno se encuentra
con emergencias, muchos problemas heredados y la necesidad de tomar los
bártulos del poder, con la máquina en marcha, no deja de llamar la atención que
en poco más de siete meses ya dos miembros del gabinete han renunciado (Josefa
González Blanco[1]
de Medio Ambiente y el mencionado Urzúa), así como dos miembros del mal llamado
“gabinete ampliado” (el director del Seguro Social, Germán Martínez; y el
comisionado del Instituto Nacional de Migración, Tonatiuh Guillén); además de
otros funcionarios menores (como por ejemplo el subsecretario de Turismo, Simón
Levy).
En segundo
lugar, el “estilo personal” de gobernar de AMLO, caracterizado por su urgencia
de cambiar en 5 años y medio un modelo de concentración del ingreso y del poder
que tiene 36 años; así como por su tendencia a controlar y centralizar las
decisiones, sin brindarle confianza a la mayoría de las instituciones y ni
siquiera a la mayoría de sus colaboradores, para delegarles una cuota de poder
(económico y político) que les permita intentar llevar a la práctica los
objetivos de la llamada Cuarta Transformación de la República; y, un carácter
que tiende al egocentrismo[2], está generando continuos
choques y diferendos con miembros del gabinete, que tienen personalidades muy
fuertes y no están dispuestos a convertirse en “yesmen”; o que en su caso,
tienen la suficiente experiencia y calificación profesional como para refutar
las directrices presidenciales, al considerarlas inviables o poco “sustentadas”,
lo que tarde o temprano lleva a distanciamientos y a las consabidas renuncias,
de las cuales, el propio AMLO ha dicho que puede haber más (seguramente por las
razones apuntadas antes).
En tercer
lugar, AMLO estima que debe cambiar muchas cosas, a fondo, en poco tiempo; y él
tiene una visión propia de como hacerlo. Si se requieren cambiar leyes, pues
que se haga (a pesar de la dificultad que ello entrañe, sobre todo cuando se
trata de cambios constitucionales); si se requiere eliminar estructuras gubernamentales
y despedir gente, pues que así sea (sin medir las consecuencias, como en el
caso de la Policía Federal, que tuvo que corregirse por las protestas de los
elementos de esta corporación); si se necesitan más recursos económicos, pues
que se obtengan de donde sea (para construir el aeropuerto de Santa Lucía, o el
Tren Maya, etc.).
Todo ello
genera una presión enorme sobre un aparato burocrático que fue construido por
más de tres décadas, para asegurar el mantenimiento de la política económica
neoliberal; el saqueo sistemático de los recursos financieros y naturales del
país por grupos políticos, económicos y del crimen organizado, y por la potencia
hegemónica (Estados Unidos); y con un entramado jurídico creado para mantener
en la impunidad a los beneficiarios de este sistema expoliador.
En cuarto
lugar, la conformación de su gabinete, reflejó el tipo de coalición que lo
llevó al poder, en donde dio cabida a miembros de lo que él consideró la “mafia
del poder”, como su jefe de la Oficina de la Presidencia, Alfonso Romo, que si
bien lo apoya desde el 2012, formó parte de la oligarquía beneficiaria del
sistema político y económico del país, y aún tiene fuertes intereses económicos
en el sector biotecnológico y agroalimentario; o a críticos de la reforma
energética aprobada por Peña Nieto, como la actual secretaría de Energía, Rocío
Nahle.
Así, por un
lado, se ha conformado un grupo de funcionarios y legisladores que desean
cambios moderados en las políticas públicas y que preferirían no confrontar tan
decididamente a los “mercados”, a los grandes empresarios, a las trasnacionales,
ni a los Estados Unidos. Tales los casos del propio Romo, Urzúa (que ya se
fue), Herrera (el nuevo titular de SHCP), Ebrard, Moctezuma, Delgado (líder de
los diputados y vinculado a Ebrard), Márquez (en Economía), la presidenta del
partido mayoritario, Polevnsky, entre otros.
Por otro
lado, hay funcionarios que vienen de las luchas políticas de AMLO, como el
director de Pemex, Octavio Romero; o críticos de las “reformas estructurales”
de Peña, como Nahle, Bartlett, Muñoz Ledo, Encinas, Luján, etc. que no están
dispuestos a seguir con el mismo guion que le han impuesto al país el Fondo
Monetario Internacional, el Banco Mundial, la tecnocracia de Hacienda y el Banco
de México, y la oligarquía nacional e internacional.
De ahí que,
al interior del gobierno de AMLO, se está dando también una lucha entre la visión
“moderada” del cambio; y una que intenta profundizarlo mucho más.
López Obrador
sabe que un cambio cosmético no lo hará pasar a la historia, y sus bases
sociales se lo reprocharán tarde o temprano. Pero también sabe que intentar
cambios reales, de fondo a la política económica neoliberal y al entramado de
intereses políticos y económicos que todavía manejan al país, requeriría una
confrontación de proporciones mayores, que por lo menos por ahora, no se siente
con la fuerza suficiente como para llevarla a sus últimas consecuencias.
Pero los
intereses que están siendo afectados por algunas de las políticas públicas de
AMLO están tratando de sabotear su gobierno, deteniendo mediante el sistema judicial
la construcción del aeropuerto de Santa Lucía; y, mediante la activación de los
grupos sociales que serán afectados, otros proyectos como el Tren Maya, la
refinería de Dos Bocas o el del Istmo.
Así, AMLO se
encuentra en un momento crucial de su presidencia, ya que tiene que cambiar su
forma de impulsar las políticas públicas que él cree que transformarán de fondo
al país, ya que la manera en que lo ha hecho hasta ahora, no sólo no ha
permitido que dichas políticas avancen, sino que ha generado más resistencias
de las esperadas.
Sí, debe
reconfigurar a su equipo, haciéndolo menos heterogéneo, pero también debe
permitir que sus colaboradores lleven a cabo las tareas que les ha encomendado,
pues el exceso de centralización en su persona de las decisiones en el aparato
de gobierno, está ocasionando su paralización.
Por otro
lado, tendrá que decidir pronto si quiere seguir con su esquizofrénica política
de seguir apoyando la mayoría de las políticas que dan sustento al Consenso de
Washington, y que son la base de la política económica neoliberal; en cuyo
caso, buena parte de la transformación de fondo que promete, se quedará en el
papel. O decide enfrentar de verdad a los grandes intereses que se han
beneficiado de esa política y que mantienen incrustados en su gobierno a representantes
suyos, con el evidente objetivo de evitar un giro excesivo del gobierno en
contra de ellos.
Una política
conciliadora hacia la izquierda un día y a la derecha el otro, sólo genera
confusión, no gana adeptos en ninguno de los dos bandos, y tampoco resuelve de
fondo los problemas principales del país.
Si AMLO de
plano no siente que cuenta con la fuerza política y social suficiente para
enfrentar a los beneficiarios del sistema corrupto en el que vivimos, pues será
mejor que se acabe de acomodar a esos intereses y que sus discursos contra el
neoliberalismo y la “mafia del poder” se queden únicamente como ejemplos de
demagogia.[3]
[1]
Se ha dicho que fue por haber pedido el retraso del despegue de un avión comercial,
pero realmente parece ser que no podía conciliar las presiones para aprobar,
por un lado, los proyectos de infraestructura principales del gobierno, sin el
debido sustento en materia de impacto ambiental; y por otro, desarrollar una
verdadera agenda ambientalista, como se lo exigían los grupos y especialistas dedicados
a la materia.
[2]
Valoración excesiva de la propia
personalidad que lleva a una persona a creerse el centro de todas las
preocupaciones y atenciones.
[3]
Empleo de halagos, falsas promesas
que son populares pero difíciles de cumplir y otros procedimientos similares
para convencer al pueblo y convertirlo en instrumento de la propia ambición
política.
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