Al declarar
emergencia nacional por la crisis de “seguridad y humanitaria” de la frontera Sur,
Trump también señaló que nuestro país le estaba ayudando a detener las caravanas
de migrantes centroamericanos. Sin entrar en detalle, seguramente se refirió a
la aceptación del gobierno mexicano a mantener en territorio nacional a los
centroamericanos que buscan asilo en Estados Unidos; y a aceptar a los
deportados centroamericanos que expulsan las autoridades estadounidenses de su
territorio.
A lo
anterior, hay que sumar el que el gobierno mexicano mantiene un comprometedor
silencio sobre la narrativa del presidente estadounidense[1], en relación a que la
seguridad nacional de Estados Unidos está en peligro debido a la inmigración
ilegal, el tráfico de drogas y el riesgo que los grupos criminales y cárteles
del narcotráfico, provenientes del “Sur”, plantean a nuestro vecino del Norte.
El establecimiento
político y de seguridad de Washington y el gobierno de Trump están muy conscientes
de que México es una pieza fundamental para mantener la seguridad y la
estabilidad internas en Estados Unidos, por ello tratan de mantener como aliado
al gobierno en turno en nuestro país, alejándolo de cualquier coqueteo con
potencias adversarias o con ideologías contrarias a las aceptadas por la
potencia hegemónica.
El gobierno
de Andrés Manuel López Obrador (AMLO) está a su vez muy consciente de que
entrar en un permanente conflicto con Estados Unidos en diversos temas, sólo
llevará a que los oligarcas nacionales y la derecha opositora se unan todavía
más a la potencia hegemónica, para sabotear el ambicioso programa social y de
infraestructura que se ha planteado internamente.
De ahí que
AMLO ha aceptado la narrativa estadounidense (sin hacerlo de manera explícita)
de que el combate al crimen organizado y al narcotráfico debe mantenerse a
través de las fuerzas armadas (como lo hicieron Calderón y Peña), aunque con
una nueva cara como la Guardia Nacional; que la cooperación (subordinación
realmente) en materia de seguridad con Estados Unidos no debe tocarse de
ninguna forma (mantenimiento de la Iniciativa Mérida; de los centros de fusión
de información, sólo manejados por los estadounidenses, en la ciudad de México
y en Tapachula; autorización legal para portar armas a los miembros de las
corporaciones de seguridad e inteligencia de Estados Unidos en territorio
mexicano; extradición “fast track” de narcotraficantes mexicanos a ese país,
etc.); que se tiene que mantener todo el entramado de tratados comerciales
internacionales que se firmaron durante el periodo de los gobiernos abiertamente
neoliberales, incluyendo el nuevo tratado con Estados Unidos y Canadá; y que no
hay que cuestionar de manera abierta los maltratos verbales o físicos que los
mexicanos indocumentados sufran en Estados Unidos, por la política migratoria
endurecida del gobierno de Donald Trump.
Esta es la
cara de la política exterior mexicana que tiene que acomodarse (otros dirían, subordinarse)
a las prioridades e intereses de la potencia hegemónica, con objeto de evitar
una relación ríspida, que lleve a una alianza más explícita y dinámica entre
los oligarcas y la derecha mexicana y el gobierno de Washington, con objeto de evitar que intenten sabotear o incluso buscar un cambio de régimen contra el gobierno de AMLO.
Pero, por
otro lado, AMLO debe responder a dos grupos que tienen
influencia dentro de su gobierno; estos son, ex izquierdistas que aún mantienen
el discurso y la orientación antiimperialista en lo que se refiere a la
relación con Estados Unidos; y los grupos nacionalistas que siempre han visto a
nuestro vecino del Norte como la principal amenaza a nuestra soberanía e
integridad territorial.
Así, en materia
de política internacional, AMLO ha decidido mantener a su gobierno en un bajo
perfil, no sólo porque él en lo personal tiene poca experiencia y cierta
aversión a aventurarse en las procelosas aguas de los conflictos y la política
mundiales, sino porque ve más riesgos que oportunidades en ello, ya que gran
parte de nuestra política exterior está determinada por la que se tiene con
Estados Unidos, y ahí ya se definió que la prioridad es cooperar, con objeto de
evitar una animadversión tal de la potencia hegemónica, que pueda poner en
riesgo las propuestas de AMLO en política doméstica.
Sin embargo,
también ha decidido que en política internacional seguir ciegamente las
directrices de Washington, va a meter en más problemas a su gobierno, por lo
que ha decidido resguardarse en los principios tradicionales de la política
exterior (Artículo 89 fracción X de la Constitución y Doctrinas Estrada y
Carranza)[2].
Por ello, en
el caso venezolano, no ha seguido a pie juntillas la orden de Washington de
romper relaciones con el gobierno de Maduro y de aislarlo política y
económicamente; sino plantear la posibilidad de una mediación, que no tiene reales
posibilidades de concretarse.
Esto último
le está generando un alto costo político interno, con una crítica permanente de
la derecha política, los medios de comunicación manejados por los oligarcas y
desde Estados Unidos, con presiones directas para que cambie su posición desde la
Vicepresidencia, el Departamento de Estado y senadores de ultraderecha, como Marco
Rubio.
Hasta ahora,
esta otra cara de la política exterior ha podido resistir las presiones para
que se alinee completamente a Washington, pero es factible que esto no dure
mucho tiempo, en vista de que otro tipo de presiones, financieras y económicas,
comienzan a acumularse contra el gobierno de AMLO.
Y este es el
caso de la política energética, en donde AMLO quiere recuperar el manejo de la
misma por parte del gobierno (críticas y nuevos integrantes para la Comisión
Reguladora de Energía; descalificaciones a la política energética de las
anteriores administraciones por corrupción y conflictos de interés de los
funcionarios encargados de la misma; combate al robo de combustible que
proliferó en anteriores administraciones; mantenimiento del caso Odebrecht
abierto a la investigación; rescate financiero de Pemex y construcción de una
nueva refinería, a pesar de la férrea oposición de los centros financieros
internacionales y de los “mercados”, etc.), y arrebatárselo a las grandes
trasnacionales y a los grupos de interés nacionales, asociados a ellas.
En un
momento de desafío a la hegemonía económica y político-militar de Estados
Unidos, por parte de China y Rusia, para Washington es fundamental que su zona
natural de influencia, esto es Latinoamérica, esté alineada con sus prioridades,
por lo que no puede permitir que países como Venezuela, Cuba, Bolivia o
Nicaragua, estén más cerca de sus adversarios que de Washington. Y en ese tenor,
tampoco está a gusto teniendo a su “aliado” México, dándole una salida pacífica
y política al gobierno de Maduro, por lo que si bien la relación bilateral, por
ahora, tiene más importancia; no se puede descartar que en el corto plazo la
presión sobre el gobierno de AMLO por el caso Venezuela, se profundice.
Y en este
contexto, la política energética de AMLO es contraria al interés estadounidense
de controlar la mayor parte de las reservas de hidrocarburos del mundo, con objeto
de enfrentar la muy próxima debacle de su producción interna de shale oil[3]
y de acorralar económicamente a dos de sus principales rivales en el mundo,
Rusia e Irán (ambos grandes productores de petróleo y con importantes reservas
del hidrocarburo).
De ahí que
parte del interés por el cambio de régimen en Irán y Venezuela, tiene que ver
con el factor petróleo y sus diversas dimensiones en los objetivos geopolíticos
y geoeconómicos de Washington.
En este
sentido, la disminución de la calidad crediticia de Pemex por parte de la
calificadora Fitch Ratings y las críticas generalizadas al proyecto de
salvamento de la petrolera por parte del gobierno de AMLO, comienzan a reflejar
esta insatisfacción de la potencia hegemónica con la política energética del
gobierno mexicano, que muy bien podría (o quizás ya lo está) engarzarse con la
crítica por la posición mexicana en el caso venezolano, y ello llevar a
acciones concertadas (económicas y políticas) para que las hasta ahora dos
disociadas caras de la política exterior mexicana, acaben por convertirse en
una sola, vasalla y subordinada como siempre, a los designios de Washington.
[1]
Con el peregrino argumento de que toda la cuestión del muro es materia de
política interna de Estados Unidos, y por lo tanto no hay que inmiscuirse.
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